—¿Qué acusaciones?
—Sobre tu estudio de diseño. Se comenta que el capital inicial no salió de tus ahorros, sino de “donaciones generosas” de tu abuela. Hay quien dice que llevas años preparando este… cambio de testamento.
Me recorrió un frío seco.
—Eso es falso —dije—. Tengo los contratos de mis primeros trabajos, mis facturas, todo.
—¿Nos los podrías facilitar? —preguntó ella, con falsa amabilidad—. Es para “equilibrar la información”.
Colgué. Las manos me temblaban.
—Están intentando construir un relato —explicó Walter—. Quieren que parezca que tu éxito nunca fue mérito tuyo, que todo venía del dinero de Dolores.
—Pero no era así —repliqué—. Yo sola pagué mi alquiler, mi equipo, todo.
—Podemos demostrarlo —dijo Walter—. Pero prepárate: antes de que salga la verdad, ellos intentarán hacer el máximo ruido.
Los rumores se multiplicaron en las redes. Anónimos aseguraban que yo había abandonado los estudios (en realidad me gradué con nota), que mi negocio estaba casi en quiebra (no lo estaba), que había tenido relaciones con hombres mayores a cambio de favores (mentira). Lo peor fue un comentario que insinuaba que yo tenía algo que ver con la muerte de mis padres biológicos, solo para acceder al fideicomiso.
Yo tenía cinco años cuando murieron.
Los hechos daban igual; la gente prefería la novela.
Esa noche, Tomás vino a llamar a la biblioteca.
—Señorita Raquel… hay cámaras en la puerta. Bastantes.
Subí con él a la ventana que daba a la entrada. Había furgonetas con logos de medios, trípodes, focos. Algunos vecinos se habían parado a mirar. Una cámara giró hacia la casa en cuanto nos vieron moverse tras el cristal.
—Esto es lo que quieren —dije, con un nudo en la garganta—. Que pierda el control, que cometa alguna locura.
—Pues no se lo vamos a dar —murmuró la abuela, que había subido detrás de nosotros—. Vamos a hacer las cosas bien. Con pruebas, con calma, sin escándalos.
Las cosas se intensificaron cuando empezaron a llegar mensajes de Victoria desde números diferentes.
“Te vas a arrepentir.”
“Sabemos dónde estás.”
“No tienes ni idea de lo que somos capaces.”
Le hice capturas y se las envié a Walter.
—Esto son amenazas —dijo, sin dudar—. Voy a pedir una orden de alejamiento y a reforzar la seguridad de la casa.
Mientras tanto, Javier intentó presentarse como “la voz moderada” de la familia. Apareció en un programa de debate, con aspecto más desaliñado de lo habitual, y dijo con tono cauteloso:
—Creo que se han cometido errores por las dos partes. Puede que no hayamos sido los mejores hermanos con Raquel, lo reconozco. Pero de ahí a dejarnos sin nada a todos… es desproporcionado.
El presentador ni pestañeó.
—¿Sabía usted que sus padres recibieron una cantidad importante destinada a la manutención de Raquel, y que, según los documentos, se usó para otros fines?
Vi por la televisión cómo a Javier se le tensaba la mandíbula.
—Ese dinero era para toda la familia —se defendió—. Raquel también se benefició. Vivía en la misma casa, comía lo mismo…
—Sin embargo —insistió el presentador—, los registros muestran gastos en colegios privados para usted y su hermana, coches, viajes. Y ella fue a un centro público, con préstamos a su nombre, y nunca contó con ayuda para sus estudios.
Javier se removió en la silla.
—No voy a hablar de cuentas familiares en directo —se escudó, incómodo.
La entrevista se volvió incómoda. No ayudó en nada a su imagen.
Mi padre lo intentó de otra manera. Apareció en otro programa, con el aire de hombre vencido.
—He querido a Raquel como a una hija —dijo, con voz quebrada—. Esto nos está destrozando. Sí, fuimos duros. ¿Qué padres no cometen errores? Pero de ahí a acusarnos de robo…
El entrevistador, tranquilo, le replicó:
—No se trata solo de “ser duros”. Hay un patrón de descalificaciones, humillaciones, exclusiones. ¿No ve en ello un problema?
—Son cosas de familia —contestó él—. Todos discutimos, todos decimos cosas feas.
—¿Todas las familias utilizan la adopción como arma para herir? —insistió el periodista—. ¿Todas las familias hacen pagar a la hija adoptada cenas que no puede permitirse?
Mi padre acabó levantándose y marchándose del plató.
Pero la jugada más peligrosa vino de parte de mi madre. Patricia contrató un gabinete de comunicación. Apareció en una entrevista larga, bien producida, con luz suave, ropa sencilla, maquillaje casi imperceptible. La imagen perfecta de una madre “herida”.
—Yo quise a Raquel desde el primer momento —dijo, con lágrimas justas, ni una de más—. Era una niña asustada, que lo había perdido todo. Quise darle un hogar. Si a veces fui estricta, fue porque sabía que el mundo sería más duro con ella por ser adoptada.
El entrevistador asentía.
—¿Y el dinero del fideicomiso?
—Ese dinero era para cuidarla. Casa, comida, luz, ropa. Criar un hijo cuesta mucho. Tal vez debimos llevar un control más riguroso, sí. Pero nunca hubo mala intención.
Luego miró a cámara, como si estuviera mirándome a mí.
—Raquel, si me estás viendo… te quiero. Siempre te he querido. ¿Podemos hablar? Sin abogados, sin cámaras. Solo madre e hija.
Apagué la televisión. Me sentía como si alguien me hubiera apretado el corazón con la mano.
—Es buena actriz —admitió Walter.
—Es una mentirosa —dije, sin levantar la voz.
La abuela me observó un momento.
—Habrá quien se lo crea —dijo—. La pregunta es: ¿te importa?
Me quedé pensando más rato del que esperaba. Una parte de mí, la niña que aún vivía en algún rincón, gritaba que sí, que me importaba mucho. Que quería que todos vieran quiénes eran de verdad. Pero otra parte, la que había sobrevivido a sus silencios y sus risas, se sentía cansada.
—No —respondí al fin—. Lo que piensen los que no me conocen… me da igual. Las personas que importan saben la verdad.
—Bien —sonrió la abuela—. Ya eres más libre que ellos.
El día de la vista judicial amaneció gris. El juzgado estaba rodeado de cámaras, curiosos, incluso gente con pancartas que no sabía nada pero quería opinar. Walter había preparado una entrada discreta para la abuela y para mí. Aun así, escuchábamos el murmullo desde el interior: “Ahí va la nieta”, “dicen que se queda con todo”.
La abuela aceptó ir en silla de ruedas por primera vez. Su cuerpo estaba más débil, aunque su mirada seguía siendo la misma de siempre. Yo le iba cogiendo la mano.
Dentro, la sala estaba llena. Al otro lado, mi familia. Patricia llevaba un vestido sencillo, casi austero. Gregorio parecía haber envejecido a golpes. Javier evitó mirarme. Victoria… Victoria tenía los ojos enrojecidos, el rímel corrido y la mandíbula apretada. La rabia casi se podía tocar.
La jueza, una mujer de unos sesenta años con gesto sereno, tomó asiento. Todos nos pusimos en pie.
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