—¡Fuera de aquí! ¡Y no vuelvas nunca más!
La voz enfadada del encargado de la tienda resonó en el aire frío de finales de octubre mientras Lucía Herrera, una niña delgada de diez años, salía tambaleándose del pequeño supermercado de barrio en las afueras de Madrid. Tenía la cara roja de tanto llorar y las manos pequeñas apretando una chaqueta vieja. Hace apenas unos segundos había sostenido una simple caja de leche… hasta que se la arrancaron de los dedos.
Lucía no era una ladrona. Solo estaba desesperada.
En casa, sus dos hermanitos, Mateo y Daniel, la esperaban con el estómago vacío. No habían comido nada desde el día anterior. Su madre había fallecido de una grave infección respiratoria dos años antes, y su padre, que trabajaba cuando podía en lo que saliera, se debatía entre la tristeza y el cansancio. Aquella mañana, Lucía había rebuscado por toda la casa en busca de monedas, pero solo encontró polvo y algún botón suelto.
Así que hizo lo impensable: cogió la leche.
Pero el encargado, don Ramón, la vio antes de que llegara a la puerta.
—¿Intentando robarme, eh? —gruñó, apretándole el brazo con fuerza—. Gente como tú nunca aprende.
Sin escuchar su explicación temblorosa, la arrastró hasta la calle y la empujó a la acera.
Algunos transeúntes miraron, pero nadie dijo nada. La caja de leche aplastada yacía a sus pies, derramando un hilo blanco sobre el pavimento gris. Lucía se agachó junto a ella, sollozando en silencio. El viento frío se colaba por su jersey fino hasta el hueso.
Y entonces, un hombre se detuvo.
Alejandro Ruiz, un hombre alto de poco más de cuarenta años con un abrigo negro elegante, acababa de salir de una cafetería cercana. Era un empresario de éxito, dueño de una importante empresa de transporte, pero en ese momento no pensaba en reuniones ni en números. Solo veía a una niña llorando por un brick de leche derramada, literalmente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con suavidad, agachándose a su lado.
El encargado de la tienda volvió a salir, cruzándose de brazos.
—Esta cría ha intentado robarme —dijo con dureza—. A ustedes, los que tienen dinero, les dará pena, pero las normas son las normas.
Alejandro lo miró con calma, pero con los ojos fríos.
—¿Le ha preguntado siquiera por qué lo ha hecho? —dijo.
—Da igual —bufó don Ramón—. Robar es robar.
Alejandro volvió la mirada hacia Lucía. Ella apretó los labios antes de susurrar:
—Era para Mateo y Daniel… Tienen hambre.
Aquellas palabras le golpearon el corazón. Alejandro metió la mano en el bolsillo, sacó un billete grande y se lo tendió al encargado.
—Por la leche —dijo—. Y por su falta de compasión.
Luego se inclinó, recogió con cuidado el envase maltrecho y le tendió la mano a Lucía.
—Ven conmigo —le dijo en voz baja—. Ningún niño debería ser castigado por intentar dar de comer a su familia.
Ese fue el momento en que todo empezó a cambiar.
Caminaron juntos por la calle principal del barrio, entre coches, autobuses y gente con prisa. El ruido del tráfico llenaba el silencio entre ellos. Alejandro guió a la niña hasta una cafetería pequeña en la esquina, luminosa y con olor a pan recién hecho.
Pidió un chocolate caliente, dos bocadillos y un brick de leche nuevo.
Lucía miraba la comida como si fuera un sueño. Las manos le temblaban al levantar la taza.
—No tiene por qué comprarme esto —murmuró.
—Lo sé —respondió Alejandro, con voz tranquila—. Pero quiero hacerlo. Cuéntame algo de tu familia.
Poco a poco, la historia de Lucía fue saliendo a trompicones: la muerte de su madre, el esfuerzo de su padre, los dos hermanitos esperándola en un piso frío y pequeño. Intentaba sonreír cuando hablaba de Mateo y Daniel, pero las lágrimas le resbalaban por las mejillas de todos modos.
Alejandro escuchaba en silencio. Cada palabra lo llevaba de vuelta a su propia infancia: su madre viuda, trabajando en lo que fuese, las noches en las que acostarse con hambre era algo normal. Se había prometido a sí mismo que, si algún día salía de aquella vida, no olvidaría de dónde venía.
—¿Dónde vivís? —preguntó al cabo de un rato.
—En la calle Olivo —contestó Lucía, dudando—. El edificio con las ventanas rotas.
—¿Puedo verlo?
Lucía dudó. Le daba vergüenza enseñar aquel lugar. Pero había algo en la calma de Alejandro, en la forma en que la miraba sin juicio, que le dio confianza. Asintió con un leve movimiento de cabeza.
Caminaron juntos hasta el bloque de pisos. Las paredes estaban agrietadas, la puerta de entrada medio desencajada, y en el portal flotaba un olor a humedad y comida recalentada. Se oía una tos persistente en algún piso cercano y el televisor muy alto en otro.
Dentro del pequeño piso, dos niños estaban sentados en el suelo, envueltos en mantas finas. Cuando vieron entrar a Lucía con comida y con un desconocido, se quedaron paralizados.
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