Nadie Ayudó al Niño Tiritando en la Calle… Hasta que una Niña Pobre se Detuvo y Todo Cambió
El viento de noviembre cortaba las calles de la ciudad como si fueran cuchillas de hielo.
En un barrio sencillo, una niña de siete años llamada Lucía Morales pedaleaba su vieja bicicleta oxidada por la calle Ancha.
En la cesta llevaba galletas de avena, algo deformes, envueltas en servilletas. Cada bolsita que vendía era una moneda más para el alquiler, un plato caliente más para ella y su madre, Elena, que trabajaba turnos dobles en un pequeño café del barrio.
Lucía no era como los demás niños.
Tenía el pelo rizado, rebelde, unos rizos castaños que parecían muelles, pecas como si alguien le hubiera salpicado el rostro con azúcar, y un corazón que reconocía el dolor incluso cuando los demás miraban hacia otro lado.
Ese día, cuando empezó a lloviznar, lo vio: un niño sentado en la acera, abrazando sus rodillas, temblando de frío. No tendría más de cinco años. Su abrigo elegante estaba empapado y los zapatos, llenos de barro.
Lucía frenó, apoyó la bicicleta en una farola y se agachó junto a él.
—Oye… ¿estás bien? —preguntó en voz baja.
El niño no respondió al principio. Solo lloró más fuerte, con esos sollozos que casi no dejan respirar.
—Me escapé de casa —consiguió decir por fin, entre hipidos—. Mi tía se puso a gritar… y a mi papá le dio igual.
A Lucía se le encogió el corazón. No sabía quién era su padre ni por qué estaba ese niño allí solo, pero conocía bien la sensación de estar perdido y sin que nadie te abrace. Sin pensarlo demasiado, se quitó la chaqueta desgastada que llevaba y la colocó en los hombros del pequeño.
—No abriga mucho —dijo, sonriendo aunque ella misma estaba tiritando—, pero es calentita.
El niño la miró sorprendido.
—¿Por qué me ayudas? —susurró.
—Porque alguien tiene que hacerlo —respondió Lucía con toda naturalidad.
Lo ayudó a levantarse, lo sentó en la barra de la bicicleta y caminó junto a ella, empapada bajo la lluvia, hasta llegar al Centro Comunitario San Miguel, donde unos voluntarios repartían sopa caliente y mantas. Ahí le dio una de sus galletas. Él la comió despacio, como si fuera un tesoro.
Al otro lado de la ciudad, Alejandro Benítez, uno de los empresarios más ricos del país, se estaba volviendo loco de preocupación.
Su hijo pequeño, Diego, había desaparecido tras otra discusión con la hermana de su difunta esposa, Marta. Desde la muerte de Clara, dos años atrás, la gran casa de Alejandro se había quedado fría y silenciosa… igual que él. Ahora el corazón le latía a toda velocidad mientras la policía revisaba las calles.
Cuando una trabajadora social llamó diciendo que una niña había llevado a un niño con la descripción de Diego al centro comunitario, Alejandro no esperó ni al chofer. Cogió el coche y llegó en un suspiro. Al entrar, lo vio: Diego, envuelto en una chaqueta tres tallas más grande, sentado junto a una niña que le ofrecía galletas.
Algo se resquebrajó dentro de Alejandro.
Se arrodilló frente a su hijo, con la voz rota.
—Diego, hijo… Lo siento tanto, tanto…
Diego se lanzó a sus brazos. Luego Alejandro se volvió hacia Lucía.
—Tú… tú has salvado a mi hijo —dijo, con los ojos brillantes.
Lucía se puso colorada, sin saber qué contestar. Alejandro sacó un sobre de su chaqueta y le puso en la mano varios billetes.
—Para ti y para tu madre. Gracias. Eres un ángel.
Lucía no lo sabía aún, pero ese pequeño gesto de bondad iba a cambiarlo todo.
Dos días después, una limusina negra se detuvo delante del viejo edificio donde vivían Lucía y Elena. Lucía se quedó paralizada al ver a Diego asomado a la ventanilla, moviendo la mano con entusiasmo.
—¡Mi papá dice que puedes venir a casa! ¡Por favor, ven! —gritó desde dentro.
Elena dudó. Había oído hablar de los Benítez: gente con muchísimo dinero, acostumbrada a otro mundo.
—Cariño, nosotros no somos de su ambiente —murmuró, insegura.
Pero la mirada suplicante de Diego, sus ojos bien abiertos y llenos de esperanza, ablandaron el corazón de Elena.
Cuando llegaron a la finca de los Benítez, Lucía se quedó sin palabras. Los suelos de mármol brillaban como agua recién pulida; las lámparas colgantes lanzaban destellos por todas partes. Pero, a pesar del lujo, la casa se sentía vacía. Demasiado ordenada, demasiado silenciosa.
Alejandro observaba desde cierta distancia mientras Diego llevaba a Lucía de una habitación a otra, enseñándole montones de juguetes con los que casi nunca jugaba nadie. Por primera vez en años, el sonido de la risa rebotó en las paredes de la mansión.
Aquella noche, Alejandro llamó a Elena a su despacho.
—Has criado a una niña extraordinaria —dijo con sinceridad—. Diego no sonreía así desde que su madre… desde que Clara se fue.
Respiró hondo y se lanzó.
—Quiero proponeros algo. Quiero que tú y Lucía viváis aquí, en la finca. Tendréis vuestra propia casita de invitados, atención médica, colegio para Lucía, y yo crearé un fondo para su futuro. No quiero que os falte nada.
Elena se quedó helada. Le temblaron las manos.
—¿Por qué nosotros? —preguntó al fin.
La voz de Alejandro se suavizó.
—Porque Clara siempre decía que nuestros hijos tenían que crecer rodeados de gente buena de corazón, no solo de cosas caras. Y Lucía… ella le ha devuelto la vida a mi hijo.
Con los ojos llenos de lágrimas, Elena aceptó. Durante unos meses, la vida se volvió casi un sueño. Lucía empezó a ir a un buen colegio, el Colegio Alameda, con uniforme y patio enorme. Pero no todos allí eran amables.
Un grupo de alumnos, liderado por una niña llamada Laura, se burlaba de ella.
—Caso de caridad —se reían—. Apostamos a que duerme en el garaje.
Lucía hacía como que no escuchaba, pero las palabras se clavaban como agujas. Una tarde de lluvia, acabó sentada sola en el jardín de la finca, escondida detrás de un seto, con las lágrimas cayendo igual que el agua del cielo.
Alejandro la encontró allí.
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