La niña sorda que corrió hacia el motero más temible del supermercado porque conocía su secreto
La niña de seis años, sorda y sin voz, corrió directamente hacia los brazos del enorme motero en el hipermercado, moviendo las manos con desesperación mientras las lágrimas le caían por la cara.
Yo miraba cómo aquel hombre gigantesco, lleno de tatuajes, con un chaleco de cuero de un club de moteros llamado “Hermanos del Fuego”, empezaba de pronto a responderle en lengua de signos con una fluidez que no pegaba nada con su aspecto de tipo peligroso.
La pequeña –no pesaría ni veinte kilos– se aferraba a ese hombre que daba miedo solo con mirarlo, como si fuera su salvavidas. Sus manos diminutas volaban en el aire, formando signos que yo no entendía.
Entonces la expresión del motero cambió. Pasó de la preocupación a una furia pura y contenida. Se puso de pie de golpe, escaneando el supermercado con la mirada, todavía sujetando a la niña pegada a su pecho, como si fuera algo precioso que no pensaba soltar.
—¿Quién ha traído a esta niña aquí? —rugió, con una voz que retumbó entre los pasillos—. ¿DÓNDE ESTÁN SUS PADRES?
La niña tiró de su chaleco, volviendo a signar frenéticamente.
Él bajó la vista hacia ella, le devolvió unos cuantos signos muy rápidos, y su rostro se oscureció de una forma que yo no sabía que fuera posible en un ser humano.
Fue entonces cuando entendí que aquella niña no había corrido hacia él por casualidad.
Había visto su chaleco, había visto los parches, y sabía algo de ese hombre con moto que nadie más en ese supermercado podía imaginar.
Algo que estaba a punto de revelar el verdadero motivo por el que buscaba ayuda desesperadamente… precisamente en la persona que más miedo daba a simple vista.
Yo me quedé congelado, mirando cómo se desarrollaba toda la escena. El motero —por lo menos metro noventa y muchos, más de ciento veinte kilos, brazos como troncos de árbol— estaba manteniendo una conversación completa en lengua de signos con aquella niña diminuta.
—Llama a emergencias —me dijo, sin pedirlo, ordenándolo.
—¿Qué pasa? —balbuceé—. ¿Cómo sabes que…?
—¡Llama! —tronó, y en el mismo segundo suavizó la voz y volvió a signar algo a la niña, que asintió con fuerza.
Con las manos temblorosas, saqué el móvil del bolsillo mientras él se llevaba a la niña hacia el mostrador de información. Otros cuatro hombres del mismo club, también con chalecos de cuero y aspecto intimidante, caminaron a su alrededor formando un muro protector.
La niña no dejaba de signar, su historia salía disparada de sus manos como si llevara tres días guardándosela.
El motero iba traduciendo en voz alta para la gente que empezaba a acercarse y para el encargado de la tienda.
—Se llama Lucía. Es sorda. La sacaron de su colegio en Valencia hace tres días.
Su voz sonaba firme, pero detrás de cada palabra se oía una rabia controlada con dificultad.
—Las personas que se la llevaron no saben que puede leer los labios. Ella les vio hablar de venderla en un aparcamiento. Cincuenta mil euros. A alguien con quien iban a encontrarse aquí, en una hora.
Se me heló la sangre. El encargado se quedó blanco como el papel.
—¿Y cómo sabe ella que puede confiar en ti? —preguntó alguien entre la gente.
El motero tiró un poco del chaleco, mostrando un parche bajo el logo de los “Hermanos del Fuego”: un pequeño símbolo de una mano morada.
—Doy clases de lengua de signos en una escuela para personas sordas en la ciudad vecina, en Castellón. Desde hace quince años. Lucía reconoció el símbolo. En la comunidad sorda significa “persona segura”.
Aquel hombre que parecía sacado de una película de peleas era, en realidad, un profesor.
Lucía volvió a tirar de su chaleco, signando tan rápido que yo apenas podía seguir el movimiento de sus dedos. La cara de él cambió otra vez.
—Ya están aquí —tradujo—. La mujer del pelo rojo y el hombre de camisa azul. Están junto a la farmacia.
Todos giramos la cabeza a la vez.
Una pareja que parecía completamente normal venía caminando hacia nosotros. Sus caras pasaron de la confusión al puro nerviosismo en el momento en que vieron a la niña en brazos del gigante, rodeada por cinco moteros más y una pequeña multitud en silencio.
—¡Lucía! —canturreó la mujer, con una dulzura falsa que se notaba a metros.
—Aquí estás, cariño. Ven con mamá.
Lucía se hundió contra el pecho del motero, temblando entera.
Los otros moteros se movieron casi sin que se notara, como si solo estuvieran cambiando de postura, pero en realidad estaban cerrando todas las salidas alrededor de la pareja.
El hombre intentó sonar seguro mientras se acercaban.
—Es nuestra hija —dijo—. Tiene problemas de conducta. A veces se escapa. Gracias por encontrarla.
—¿Ah, sí? —respondió el motero, con una calma peligrosa—. Entonces dime cuál es su apellido.
La pareja se miró una fracción de segundo.
—Martínez —soltó el hombre—. Lucía Martínez.
Lucía estaba signando otra vez, casi enfadada, golpeando el pecho del motero con el puño para que la mirara. Él asintió, muy despacio.
—Su nombre es Lucía Chen —tradujo—. Sus padres se llaman David y María Chen, de Valencia. Su color favorito es el morado.
Hizo una pequeña pausa.
—Y tiene un gato que se llama Bigotes.
Señaló con el dedo a la pareja, ya sin disimular el odio en la mirada.
—Y vosotros dos —dijo despacio— vais a quedaros muy, muy quietos hasta que llegue la policía.
El hombre metió la mano en el interior de su chaqueta y, de repente, solo se oyeron golpes secos y el ruido de algo cayendo al suelo.
Cuatro moteros se movieron al mismo tiempo. En menos de un segundo el tipo estaba boca abajo en el suelo, inmovilizado, sin haber llegado a sacar nada de la chaqueta.
La mujer intentó correr, pero no llegó a dar ni tres pasos antes de que otro motero se plantara delante de ella, cruzando los brazos. No la empujó, no la tocó, solo se puso en su camino como una pared humana.
—Por favor —empezó a llorar ella—. Solo nos contrataron para llevarla. No sabemos nada más.
—Sabías lo suficiente como para robar a una niña sorda de su colegio —gruñó el motero.
Lucía volvía a signar, esta vez señalando el bolso de la mujer.
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