La noche en que una empleada vendió su cuerpo y heredó un secreto que cambiaría muchas vidas para siempre

La noche en que una empleada vendió su cuerpo y heredó un secreto que cambiaría muchas vidas para siempre

Una empleada doméstica desesperada se entregó a su rico patrón para salvar a su madre enferma. Pero después de aquella única noche, él tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre.

La noche olía a lluvia y a arrepentimiento.

Lucía Morales estaba de pie frente al portón de la mansión, con el uniforme delgado empapado, apretando en la mano el móvil que acababa de darle la peor noticia de su vida. El estado de su madre había empeorado. El hospital exigía más de trescientos mil pesos para la cirugía: dinero que no tenía, dinero que ni siquiera podía imaginar conseguir.

Durante años, Lucía había fregado pisos, lustrado mármol y cargado bandejas por los pasillos de gente que nunca aprendió su nombre. La familia Torres era una de las más ricas de Ciudad de México. Y su patriarca, Alejandro Torres —empresario viudo, de cabello plateado y mirada afilada— era el hombre que la había contratado tres años atrás. Era frío pero correcto. Distante pero observador. El tipo de hombre que se daba cuenta de todo, pero casi nunca se involucraba.

Aquella noche, mientras la tormenta se formaba sobre la ciudad, Lucía tomó una decisión que le quemó el alma. Le pediría ayuda. No como empleada. Como una mujer que ya no tenía nada que perder.

Dentro del despacho, Alejandro levantó la vista del portátil cuando ella entró, temblando, dejando caer gotitas de agua sobre la alfombra gruesa.

—¿Lucía? —su tono fue firme, confundido—. ¿Qué pasa?

La voz de ella se quebró.

—Es mi mamá. Necesita una operación urgente. Por favor, don Alejandro, haré lo que sea… lo que sea por el dinero.

El silencio que siguió fue largo y asfixiante. Sus ojos se oscurecieron, como si estuviera sopesando algo por dentro. Luego, con una calma que la heló, preguntó:

—¿Entiendes bien lo que me estás ofreciendo?

Ella asintió, con las lágrimas cayéndole por la cara.

—Sí, señor.

Todo ocurrió rápido, en silencio, como si ninguno de los dos quisiera guardar memoria de ello. Cuando terminó, Lucía se sintió vacía: violada por la situación y a la vez cómplice, todo al mismo tiempo. Él le extendió un cheque sin mirarla a los ojos.

—Para tu madre —dijo con la voz hueca—. Me aseguraré de que reciba la mejor atención.

Lucía salió de la casa antes del amanecer, con las manos temblando y la dignidad desangrándose en la oscuridad. Juró no volver a verlo jamás.

Pero dos semanas después, él la llamó.

—Lucía —dijo Alejandro al teléfono, con un tono imposible de leer—. Tenemos que hablar. He hecho algo… y va a cambiarlo todo.

A ella se le heló el estómago.

—¿Qué quiere decir? —susurró.

La respuesta de él sonó como una confesión lenta y deliberada.

—Le pedí a mi abogado que te incluyera en mi testamento.

Y, en ese instante, el mundo de Lucía empezó a desmoronarse de nuevo… esta vez, de una forma que nunca habría imaginado.

Lucía no le respondió durante varios segundos. Se quedó inmóvil en su diminuta cocina, el teléfono pegado a la oreja, el corazón golpeándole el pecho.

—¿Qué… qué dijo? —murmuró.

—Te he añadido a mi testamento —repitió Alejandro, con un tono sereno, casi de negocios—. Recibirás una parte de mis bienes. Es lo mínimo que puedo hacer.

Lucía se aferró a la encimera para no caerse.

—Don Alejandro, ¿por qué… por qué haría algo así?

Él dudó un momento.

—Porque te debo más que dinero. Porque no puedo dejar de pensar en aquella noche. En ti.

El estómago de Lucía se contrajo.

—Por favor, no —dijo en voz baja—. Aquella noche fue un error. Lo hice por mi madre, no por…

—Lo sé —la interrumpió—. Pero no puedo borrarlo. Ni quiero hacerlo.

Lucía colgó antes de que pudiera decir algo más.

La cirugía de su madre había salido bien. Las cuentas del hospital estaban pagadas, gracias a él. Pero cada vez que Lucía miraba el rostro de su madre, tranquilo y sonriente en la recuperación, la culpa le aplastaba el pecho. Quería confesarlo todo, decirle lo que había hecho, pero las palabras se quedaban atrapadas en su garganta.

Pasaron las semanas. Lucía renunció a su trabajo en la mansión de los Torres. Encontró empleo en una residencia de ancianos, intentando empezar de nuevo. Pero una tarde, al salir tras un turno largo, un sedán negro se detuvo a su lado. Alejandro bajó del coche. Se veía más viejo, más pálido.

—Intenté llamarte —dijo—. No contestas.

—Porque no hay nada que decir —respondió ella, sin mirarlo de frente.

—Hay demasiado que decir. —Él dio un paso hacia ella—. Lucía, estoy enfermo.

Sus ojos se abrieron de golpe.

—¿Qué?

—Cáncer de páncreas. Etapa cuatro. Me lo dijeron hace dos meses —su voz se quebró apenas—. Me queda menos de un año.

Las palabras la golpearon como una piedra.

—No se lo he dicho a nadie —continuó él—. Ni a mi hija, ni al abogado hasta hace poco. Pero le pedí que dejara el testamento en regla. Lucía, tú mereces…

—No —lo interrumpió ella—. No se atreva a decir que merezco algo. Vendí mi cuerpo por dinero. Eso no me vuelve merecedora de nada. Me vuelve desesperada.

Los ojos de Alejandro se ablandaron con algo parecido al dolor.

—¿Crees que no lo sé? Pienso en esa noche todos los días. No por lo que pasó, sino porque me di cuenta demasiado tarde de lo que significaba para los dos.

Ella lo miró sin poder hablar. Durante un largo momento, ninguno se movió. El viento de otoño soplaba a su alrededor, arrastrando el sonido del tráfico y las hojas secas.

—No quiero su dinero —dijo por fin Lucía, con la voz temblorosa—. Solo quiero recuperar mi vida.

Él asintió despacio, como si ya esperara esa respuesta. Entonces dijo algo que la dejó helada.

—Ya la recuperaste. Y pronto, tendrás también la mía.

Tres meses después, Alejandro Torres murió.

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