La niña que llamó a mi puerta a las 2 de la mañana porque creía que los moteros arreglan todo
La niña llamó a mi puerta a las dos de la mañana, con un gatito medio muerto en brazos, y me preguntó si podía “arreglar a su minina como había arreglado la moto de su papá”.
Nunca había visto a esa criatura en mi vida. Estaba descalza en mi porche, con un pijama fino, tiritando en una noche de casi cero grados, los labios morados, abrazando a ese animalito como si fuera lo más valioso del mundo.
Mi vieja moto estaba aparcada delante, todavía con las herramientas tiradas en el suelo del garaje, porque había estado trabajando en ella hasta tarde. De algún modo, esa niña diminuta, congelada de frío, había cruzado la oscuridad buscando la única casa con una moto delante, porque en su cabeza los moteros podían arreglar cualquier cosa.
—Por favor, señor —susurró entre castañeteos de dientes—. La minina está enferma… y mamá no se despierta.
Esas cinco palabras, “y mamá no se despierta”, lo cambiaron todo. Ya no era solo un gato herido.
La cogí en brazos sin pensarlo. Esa desconocida diminuta casi no pesaba nada. Se acurrucó contra mi chaqueta de cuero como si me conociera de toda la vida.
El gatito apenas respiraba, claramente había sido golpeado por un coche. El pijama de la niña estaba empapado, seguramente de caminar un buen rato por la hierba cubierta de escarcha.
—¿Cómo te llamas, cariño? —le pregunté.
—Lucía. Y ella es Bigotes. Se hizo daño.
—¿Y dónde está tu casa, Lucía?
Señaló vagamente hacia la oscuridad de la calle.
—Donde están las flores amarillas. Pero mamá no se despierta y yo sola no podía levantar a Bigotes.
Saqué el móvil con una mano para llamar al número de emergencias mientras con la otra la envolvía en una manta del sofá. Pero lo que dijo después me hizo entender que no teníamos tiempo de esperar una ambulancia. Y también por qué, en realidad, había llamado a la puerta de un motero a las dos de la mañana…
—Mamá se cayó cuando se fue el hombre malo —dijo, con una voz tan seria que me rompió el alma—. Hizo ruidos raros y luego se quedó callada.
Yo ya estaba en movimiento. Cogí el botiquín, el móvil, y mantuve a Lucía bien envuelta. Cuarenta años montando en moto me habían enseñado a estar preparado para los accidentes.
—Lucía, cielo, vamos a ir a ver a mamá ahora mismo, ¿vale?
Ella asintió, sin soltar al gatito herido.
—¿Después puedes arreglar a Bigotes?
—Te prometo que haremos todo lo posible por ayudarla.
Salí con ella en brazos. Durante un segundo pensé en llevarla en la moto, pero enseguida me di cuenta de lo absurdo: no podía subir a una niña de tres años a una moto a las dos de la mañana. Así que simplemente eché a correr por la calle oscura mientras ella me iba guiando con su dedo pequeño.
—Allí —dijo al fin—. La casa de las flores amarillas.
La puerta principal estaba abierta de par en par. Ninguna luz encendida. Dentro, en el suelo del salón, una mujer de veintitantos años, inconsciente, con un reguero de sangre en la cabeza.
Dejé a Lucía con cuidado sobre una silla.
—Quédate aquí, cielo. Voy a ayudar a mamá.
La mujer tenía pulso, débil, pero presente. La herida era fea, pero podía salvarse si la atendían rápido. Presioné con unas toallas mientras le daba a emergencias la dirección exacta.
—Parece una agresión en casa —dije en voz baja—. Hay una niña pequeña que lo ha visto todo. La madre está inconsciente, traumatismo en la cabeza. Necesitamos policía y ambulancia ya.
Mientras presionaba la herida, miré alrededor. El salón estaba destrozado: muebles volcados, marcos rotos, señales claras de una pelea violenta. Y aquella niña, tan valiente, había cruzado todo eso, pasando por delante del cuerpo de su madre inconsciente, para buscar ayuda para su gatito.
No. Eso fue lo que pensé al principio. Pero luego miré a Lucía, sentada en la silla, observándome con unos ojos demasiado sabios para su edad. Y entendí la verdad.
El gato era su excusa.
Necesitaba un motivo que no sonara peligroso, algo que no enfadara aún más al “hombre malo” si se enteraba. Había pedido ayuda para su minina porque pedir ayuda para su madre podía traerle de vuelta.
Esa niña de tres años había conseguido burlar a su agresor.
—Eres muy valiente, Lucía —le dije.
—Mamá me dijo que si pasaba algo buscara a alguien con moto —respondió ella—. Dice que los moteros son buenos con los niños.
La madre se movió un poco, murmurando. Viva. Estaba viva.
—¿Cómo se llama mamá?
—Sara. Sara y Lucía y Bigotes. Somos nuestra familia.
Los sanitarios llegaron en ocho minutos que me parecieron ocho horas. La policía también. Yo les conté lo que sabía mientras Lucía se quedaba sentada en mis piernas, todavía abrazando a su gatita.
—¿El hombre malo? —preguntó una agente con voz suave.
—El novio de mamá —contestó Lucía, tranquila—. A veces se pone muy malo.
—¿Cómo se llama?
—Diego. Tiene una camioneta azul. Le dio a Bigotes cuando se fue.
La mandíbula de la agente se tensó. Le había pasado por encima al gato a propósito. Qué clase de persona…
Subieron a Sara a la ambulancia. Estaba estable, pero necesitaba cirugía. Lucía no quería soltarse de mí.
—Ella viene conmigo —le dije a la trabajadora social que acababa de llegar—. Ha llamado a mi puerta. Confía en mí.
—Señor, usted no es familia…
—Soy Miguel, de los Lobos del Asfalto —le dije, señalando el chaleco—. Estamos inscritos en un programa de acogida de emergencia para casos así. Lo puede comprobar.
Lo comprobó. Era cierto. Años atrás, después de que ayudáramos en un caso de explotación de chicas jóvenes, uno de los hermanos había insistido en que nos registráramos oficialmente para poder proteger a menores de forma legal, no solo “de palabra”.
Lucía se quedó dormida en mi camioneta, de camino al hospital, con el gatito envuelto en mi pañuelo. Ya había avisado a nuestro veterinario, el doctor Rivera, que nos estaba esperando allí. Entre gente de moto, los animales también son “de la familia”.
Mientras Sara estaba en quirófano, me quedé en la sala de espera con Lucía roncando suavemente contra mi pecho. Bigotes estaba con el doctor Rivera, que había prometido hacer todo lo posible por ella.
Mi móvil vibró. Mensaje de Lobo:
“Nos han dicho lo de la niña. ¿Hace falta algo?”
“Traed a todos”, respondí. “Esta pequeña tiene que ver que los de chaleco cumplimos lo que prometemos.”
Al amanecer, la sala de espera estaba llena de cuero y parches. Cuarenta moteros de los Lobos del Asfalto, sentados en silencio, esperando noticias de una mujer a la que ninguno conocía y de una niña a la que ya habían decidido cuidar.
Sara despertó esa misma tarde. Fractura de cráneo, fuerte conmoción, pero se recuperaría. Cuando vio a Lucía a salvo en mis brazos, rodeada de tipos enormes con motos aparcadas fuera, se echó a llorar.
—Los encontraste —le susurró a la niña—. Encontraste a los lobos.
Resultó que el padre de Sara había sido motero. Murió cuando ella era joven, pero siempre le había repetido lo mismo: si algún día estás en peligro, busca las motos. Ellos ayudan.
—¿Y Diego? —preguntó con miedo.
—Detenido —confirmó el policía—. Por la agresión, por el atropello al animal y por intento de homicidio. No va a volver.
Lucía levantó la cabeza.
—¿Podemos ver a Bigotes?
En ese momento apareció el doctor Rivera en la puerta, como si lo hubieran ensayado, sosteniendo a un gatito vendado, pero despierto.
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