La niña descalza se acercó a mi moto a medianoche con una bolsa de plástico llena de monedas y me rogó que le comprara leche de fórmula para su hermanito.
No tendría más de seis años. Llevaba un camisón de princesas todo sucio en una gasolinera abierta las 24 horas, apretando contra el pecho lo que parecían años de monedas ahorradas, mientras las lágrimas le dibujaban líneas limpias en la suciedad de la cara.
Yo había parado a echar gasolina después de un viaje de casi seiscientos kilómetros. Estaba agotado y solo quería llegar a casa. Pero aquella niña temblaba mientras me tendía esa bolsita ridícula de monedas a mí, el tipo grande, con barba, tatuajes y chaleco de cuero, al que cualquiera habría evitado… en vez de ir al matrimonio bien vestido que estaba dos surtidores más allá.
—Por favor, señor —susurró, mirando de reojo hacia una furgoneta destartalada aparcada en la zona más oscura—. Mi hermanito no come desde ayer. No venden leche a los niños, pero usted… usted parece alguien que entendería.
Miré la furgoneta, luego sus pies desnudos sobre el cemento frío, y después la tienda de la gasolinera, donde el dependiente nos observaba con desconfianza. Supe que algo estaba muy mal.
—¿Dónde están tus padres? —pregunté despacio, agachándome a su altura aunque la rodilla me dolía a rabiar.
Sus ojos volvieron a la furgoneta.
—Durmiendo. Están… cansados. Llevan tres días cansados.
Tres días. Se me heló la sangre. Sabía demasiado bien qué significaba eso en el mundo del que yo venía, antes de dejar las drogas hacía quince años.
—¿Cómo te llamas, cielo?
—Lucía. Por favor, la leche… Diego no deja de llorar y ya no sé qué hacer.
Me incorporé despacio. La decisión ya estaba tomada.
—Lucía, voy a comprarte la leche. Pero necesito que esperes aquí, junto a la moto. ¿Puedes hacerlo?
Asintió con fuerza, intentando meterme en la mano la bolsa de monedas. No la acepté.
—Guarda tu dinero. Esto lo pago yo.
Entré en la tienda y cogí leche de fórmula, biberones, agua y toda la comida que se pudiera comer sin cocinar que pude cargar. El chico de la caja, poco más que un adolescente, me miraba nervioso.
—¿Esa niña ha venido otras veces? —pregunté en voz baja.
—Las tres últimas noches —admitió—. Cada vez con gente distinta, pidiendo leche. Ayer intentó comprarla ella sola, pero yo no podía… Quiero decir, la norma dice…
—¿De verdad rechazaste a una niña que quería comprar leche para un bebé? —mi voz salió demasiado grave.
—Llamé a protección de menores —balbuceó—. Me dijeron que sin dirección, sin nombre… no podían hacer mucho.
Tiré los billetes sobre el mostrador y salí sin esperar la vuelta.
Lucía seguía junto a mi moto, pero ahora se balanceaba ligeramente, agotada.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste tú? —pregunté.
—El martes, creo… o el lunes. Le di a Diego las últimas galletas.
Era jueves por la noche. En realidad, ya era viernes de madrugada.
Le puse la leche y las bolsas en los brazos.
—¿Dónde está Diego?
Miró de nuevo la furgoneta. Se le veía el conflicto en la cara.
—No debo decirle nada a los desconocidos.
—Lucía, me llamo Rafa —respondí—. Fui bombero muchos años. Ahora estoy en la Hermandad de Cascos Rojos. Ayudamos a los niños. Es lo que hacemos.
Le enseñé el parche de mi chaleco: un casco de bombero con unas alas y, debajo, las palabras “Protegiendo a los más débiles”.
—Creo que tú y Diego necesitáis ayuda.
Entonces empezó a llorar de verdad, con sollozos que le sacudían el cuerpo.
—No se despiertan —dijo entrecortado—. He intentado y he intentado, pero no se despiertan y Diego tiene mucha hambre y no sé qué hacer.
Se confirmaron mis peores sospechas. Saqué el móvil y llamé al presidente de nuestra hermandad, al que todos llamamos “Toro”.
—Hermano, necesito que tú y Clara vengáis a la gasolinera de la carretera, la que está a la salida de la ciudad. Ya. Traed la furgoneta.
—¿Qué pasa?
—Niños en peligro. Posible sobredosis. Daos prisa.
Luego llamé a emergencias, avisé de una urgencia médica, y volví con Lucía.
—Lucía, necesito ver a Diego. Mis amigos vienen en camino, uno es sanitario. Vamos a ayudaros.
Me llevó hasta la furgoneta. El olor me golpeó antes de abrir del todo: orina, comida podrida, desesperación. En la parte de atrás, sobre un montón de mantas sucias, había un bebé de unos seis meses, llorando muy flojito. Demasiado flojo. Y en los asientos delanteros…
Dos adultos, inconscientes, respirando apenas. Había restos de droga sobre el salpicadero. Los labios del hombre empezaban a ponerse morados.
Les tomé el pulso. Débil, pero presente. Luego cogí con cuidado a Diego. El pañal colgaba, empapado y sucio, su cuerpecito pesaba casi nada.
—Lucía, ¿cuándo fue la última vez que los viste… normales? —pregunté.
—No son mis padres —respondió bajito—. Son mi tía y su novio. Mamá murió el año pasado. Cáncer. La tía Marta dijo que nos cuidaría, pero luego conoció a Rubén y empezaron a pincharse esa medicina que les hace dormir.
Se oían ya sirenas a lo lejos. El motor de la vieja furgoneta de Toro retumbó en el aparcamiento. Detrás venía Clara, en el coche de apoyo.
Clara, enfermera que antes trabajaba en ambulancias, cogió en seguida a Diego y empezó a revisarlo con práctica rapidez. Toro miró la escena y lo entendió todo de un vistazo.
—¿Cuánto llevan así? —preguntó.
—La niña dice que tres días.
—Madre mía…
Llegaron los equipos de emergencia. Los sanitarios entraron en la furgoneta, colocaron mascarillas, pusieron vías, administraron medicación para revertir la sobredosis. De pronto, el aparcamiento se llenó de luces, voces, movimiento. Policía, ambulancias, servicios sociales.
Lucía se apretó contra mi costado, aterrada.
—Se van a llevar a Diego —lloró—. He intentado cuidarlo. Lo siento, lo siento, lo siento…
Me agaché otra vez.
—Lucía, tú le has salvado la vida —le dije—. Tienes nueve años y has salvado la vida de tu hermanito. Nadie va a enfadarse contigo.
Una trabajadora social se acercó con una carpeta en la mano.
—Tenemos que buscar un lugar para estos niños…
—Juntos —dije con firmeza—. Tienen que quedarse juntos.
—Eso no siempre es posible…
Toro dio un paso al frente. Medía casi dos metros, con el chaleco lleno de parches que contaban historias de incendios, rescates y años de servicio.
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