La novia que cambió de copa en su boda y destapó el secreto más oscuro y prohibido de su suegra

Lo sabía. En el fondo, lo sabía. No había duda en lo que acababa de ver: sus miradas nerviosas, el gesto rápido, la forma en que dejó caer la pastilla, y luego esa pequeña sonrisa satisfecha mientras se alejaba. No era un accidente.

La pregunta no era si lo había hecho. La pregunta era: ¿qué hacía yo ahora?

Podía gritar, hacer una escena, señalarla delante de todos. Pero ¿y si me equivocaba? ¿Y si era algo inocente? ¿Una medicina para ella que se le cayó en la copa equivocada? ¿Un suplemento raro? Podía estar exagerando. Podía ser el estrés del día.

No.
Sabía lo que había visto. Y sabía que no era algo bueno.

¿Qué quería provocarme? ¿Que me durmiera? ¿Que me enfermara? ¿O algo peor?

Las manos me temblaban mientras me acercaba a la mesa. Las copas estaban en fila, doradas e inocentes. Intenté recordar bien: tercera por la izquierda. Mi copa.

Miré alrededor. Nadie me prestaba atención. El DJ ajustaba la música, los invitados charlaban, Diego estaba al otro lado del salón hablando con un amigo de la universidad. Tenía, como mucho, medio minuto.

Respiré hondo.
Extendí la mano.
Cogí la tercera copa por la izquierda: la mía.

Luego me moví hacia el lado donde debía colocarse Carmen para su brindis. Cogí la copa limpia que estaba en su puesto… y las cambié de sitio. Dejé la copa drogada en el lugar de Carmen. Dejé la copa limpia en el mío.

El corazón me golpeaba tan fuerte que pensé que me iba a desmayar.
¿Qué estaba haciendo? Esto era una locura.

—Señoras y señores, por favor tomen asiento —anunció el DJ—. Vamos a comenzar con los brindis.

Di un salto, casi derramando el champán. Me alejé de la mesa a toda prisa, con las piernas flojas. Julia me agarró de la mano.

—Vamos, te toca sentarte.

Me dejé arrastrar hasta mi silla. Diego se sentó a mi lado, sonriendo, y me cogió la mano por debajo del mantel.

—¿Lista para todo esto? —me preguntó.

No pude hablar. Solo asentí.

Mi padre fue el primero en levantarse. Sacó un papel arrugado del bolsillo, con las manos temblando. Su discurso fue precioso: habló de verme crecer, de lo orgulloso que estaba, de lo afortunado que era Diego… y de que, si no me cuidaba bien, tendría que “hablar con él seriamente”. Todos se rieron.

Yo intenté sonreír, pero mis ojos no se apartaban de la copa delante del sitio de Carmen. La copa que, hasta hacía unos minutos, era mía.

Mi madre habló después, llorando de emoción. Habló del amor, del matrimonio, de caminar juntos en la vida. Yo apenas oía nada. Luego se levantó Tomás, haciendo chistes sobre la vida de soltero de Diego y dando consejos de pareja que nadie le había pedido. Más risas. Más choques de copas.

Por fin, Carmen se levantó.

Estaba perfecta: elegante, serena, con la copa en su mano bien cuidada. Sonrió a la sala.

—Gracias a todos por estar aquí —dijo con voz suave, segura—. Hoy no celebramos solo un matrimonio, sino la unión de dos familias.

Tenía la garganta seca. No podía tragar.

—Diego siempre ha sido mi orgullo —continuó—. Mi primer hijo. Mi niño brillante y responsable.

Lo miró con tanto cariño que, por un segundo, dudé de mí misma. Tal vez sí lo quería. Tal vez todo esto era un malentendido.

Pero entonces sus ojos se posaron en mí, y lo vi de nuevo: ese brillo duro, frío, al fondo.

—Laura —dijo, y mi nombre sonó extraño en su boca—. Bienvenida a nuestra familia. Espero que seas muy… feliz.

La pausa antes de “feliz” fue demasiado larga. Demasiado cargada.
Levantó su copa.

—Por los novios.

—¡Por los novios! —repitió la sala.

Yo levanté la mía con manos temblorosas. Diego también, sonriendo a todos. Carmen llevó la copa a los labios y bebió un trago largo.

La miré, paralizada, mientras tragaba una vez, dos veces. Bajó la copa con la misma sonrisa autosatisfecha.

No pasó nada.

Por un momento pensé que me había equivocado. Que no era veneno. Que quizá era solo algo suave, sin importancia, que no haría más que relajarla un poco.

Entonces Carmen parpadeó varias veces, como sorprendida.

Diego ya estaba hablando, dando su propio brindis: algo sobre haberme querido desde la primera cita, sobre construir una vida juntos, sobre para siempre. Yo no podía concentrarme en sus palabras. Solo miraba a su madre.

Carmen había dejado la copa sobre la mesa. Levantó la mano hacia la frente, presionando como si le doliera algo. Se balanceó un poco, apoyándose en el respaldo de la silla.

Roberto le tocó el codo.

—¿Estás bien, Carmen?

—Estoy bien —respondió, pero la voz le salió rara, espesa.

Diego terminó su brindis. Todos bebieron. Yo llevé la copa a los labios, pero solo dejé que el champán mojara un segundo la boca y la dejé de nuevo sobre el mantel.

El DJ puso música suave. La gente empezó a hablar otra vez. Yo no apartaba la vista de Carmen.

Seguía de pie, pero algo no iba bien. Los ojos se le habían quedado vidriosos, con un brillo extraño. Sonreía, pero demasiado, con la boca floja.

—Carmen, deberías sentarte —le dijo Roberto en voz baja, intentando guiarla a la silla.

—No —dijo ella, de repente muy alto. Varias personas se giraron—. No, me siento… maravillosa.

Y entonces se rió. No era su risa de siempre, controlada y elegante. Era una carcajada aguda, casi histérica.

Diego frunció el ceño.

—Mamá…

—¡Diego! —se volvió hacia él, tambaleándose un poco y agarrándose al borde de la mesa—. Mi niño bonito, ¿te he dicho alguna vez lo orgullosa que estoy de ti?

—Acabas de decirlo en tu brindis, mamá.

—¿Sí? —volvió a reír—. Bueno, pues lo repito. Estoy muy, muy orgullosa.

Cada vez hablaba más alto. Más gente empezaba a mirar.

Roberto se levantó también, con la cara roja.

—Carmen, ya basta. Vamos a tomar aire.

—¡No necesito aire! —anunció ella, levantando la voz para todo el salón—. ¡Necesito bailar!

Antes de que nadie pudiera detenerla, se quitó los tacones de un empujón y salió casi corriendo hacia la pista de baile. Sonaba una canción lenta. Carmen empezó a moverse como si estuviera en una discoteca, con los brazos en alto, las caderas exageradamente sueltas, completamente fuera de ritmo.

El salón se quedó en silencio. Solo se oía la música… y las risas de Carmen.

—Dios mío —susurró Diego a mi lado.

Yo no podía moverme. Solo miraba, horrorizada, cómo mi suegra, siempre tan correcta, tan preocupada por las apariencias, se convertía en un espectáculo.

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