—¡Todo el mundo a bailar! —gritó girando sobre sí misma, el peinado perfecto empezando a deshacerse.
Andrés apareció junto a nuestra mesa, pálido.
—¿Qué le pasa a mamá?
—No lo sé —dijo Diego, levantándose—. Voy a buscarla.
Se dirigió hacia la pista, pero Carmen lo vio venir y se fue hacia el otro lado, riendo como una niña.
—¡No me alcanzas! —canturreó.
Algunos invitados empezaron a sacar el móvil. Vi destellos de cámaras, gente grabando. Diego logró acercarse y la agarró del brazo con suavidad.
—Mamá, tienes que sentarte. No te encuentras bien.
—¡Me encuentro genial! —insistió, con las palabras ya un poco arrastradas—. Mejor que en años.
Se soltó y tropezó en dirección a la mesa de los postres. Allí estaba nuestra tarta de boda: cinco pisos perfectos, cubierta de flores de azúcar, más cara que mi coche.
—Mamá, no… —empezó Diego.
Pero ya era tarde.
Carmen se plantó delante de la tarta, tambaleándose. La miró con los ojos muy abiertos, desenfocados.
—Qué bonita —balbuceó.
Extendió la mano y arrancó de golpe un trozo del piso inferior.
—¡Mamá! —gritó Diego.
Ella se metió el trozo entero en la boca, manchándose la cara de crema. Luego se rió otra vez, y lanzó un puñado de tarta al aire. Un pedazo enorme cayó sobre el vestido de una invitada. Alguien chilló.
Y entonces, el caos fue total.
Roberto y Diego corrieron hacia ella, intentando apartarla de la tarta. Carmen se resistía, aún riéndose, con las manos llenas de bizcocho y crema. Los invitados se levantaban, algunos queriendo ayudar, otros alejándose, muchos grabándolo todo con el móvil.
—¡Que alguien llame a urgencias! —escuché gritar a mi madre.
El salón empezó a dar vueltas a mi alrededor. Me agarré al borde de la mesa para no caerme. Carmen se dejó caer al suelo de repente, resbalando entre los restos de tarta, el vestido carísimo cubierto de crema y flores de azúcar. Todavía se reía, pero la risa sonaba cada vez más débil. Los ojos se le iban hacia atrás.
—¡Carmen! —Roberto se arrodilló a su lado, con las manos temblorosas—. ¿Qué te pasa? ¿Qué has tomado?
—Nada —murmuró ella, casi ininteligible—. No he tomado nada.
Diego se volvió hacia mí, con la cara llena de confusión y miedo. Nuestros ojos se encontraron a través del desastre del salón.
Me levanté despacio. Las piernas casi no me sostenían.
¿Qué había hecho?
Julia apareció a mi lado.
—Laura, ¿qué está pasando? ¿Le está dando algo? ¿Un derrame?
—No lo sé —susurré.
Pero sí lo sabía. Sabía exactamente qué estaba pasando.
Carmen estaba viviendo en su propia piel lo que había planeado para mí.
Los sanitarios llegaron en cuestión de minutos. Entraron con una camilla mientras todo el salón miraba en silencio. Subieron a Carmen, ya medio inconsciente. Roberto se subió a la ambulancia con ella. Diego se quedó en medio del salón, manchado de crema, mirando todo como si no entendiera nada.
Me acerqué con pasos temblorosos.
—Diego…
Se giró hacia mí, con los ojos enrojecidos.
—No lo entiendo. Casi no bebe. Nunca la he visto así.
—Deberíamos ir al hospital —dije en voz baja.
Asintió, como si estuviera en piloto automático.
El banquete había terminado. Los invitados empezaron a irse, murmurando, algunos todavía grabando, seguramente subiendo el “boda del siglo” a las redes. Mi día perfecto se había convertido en una pesadilla.
Pero no era mi pesadilla. Era la de Carmen.
Y, sin embargo, mientras miraba a mi recién marido derrumbarse por dentro, una voz muy pequeña en mi cabeza susurraba: “Se lo buscó. Ella misma se lo hizo”.
Y aún así, me pregunté si acababa de cometer el mayor error de mi vida.
La sala de espera del hospital olía a desinfectante y café recalentado.
Me senté junto a Diego, todavía con mi vestido de novia puesto, el encaje delicado ahora se sentía como un disfraz de otra vida. Mi madre se sentó al otro lado, agarrándome la mano. Mi padre no paraba de pasearse. Julia se había ido a mi piso a buscar ropa para cambiarme.
Diego no había dicho ni una palabra en casi una hora. Estaba encorvado, con los codos apoyados en las rodillas, la cabeza entre las manos. El traje seguía manchado de tarta seca. Andrés estaba enfrente, demacrado, con los ojos fijos en la puerta de urgencias. Roberto había desaparecido dentro con los médicos.
Yo no dejaba de repetir la escena en mi mente: la mano de Carmen sobre mi copa, la pastilla cayendo, mi decisión de cambiar las copas.
Debía contarlo. Tenía que contárselo a alguien. A Diego. A cualquiera.
Pero cada vez que abría la boca, el miedo me la cerraba de golpe.
¿Y si no me creía? ¿Y si pensaba que estaba loca, que intentaba culpar a su madre de algo que había pasado por azar? ¿Y si eso destruía nuestro matrimonio antes de empezar?
—Familia de Carmen Morales —llamó una voz.
Nos levantamos todos a la vez. Un médico con bata blanca se acercó con una carpeta en la mano.
—¿Cómo está? —preguntó Roberto, apareciendo de repente, agotado.
El médico nos miró uno por uno, serio.
—Ahora está estable, pero necesito hacerles unas preguntas. ¿Tomó algún medicamento hoy? ¿Algo fuera de lo normal?
—No —respondió Roberto—. Nada. No toma nada, solo vitaminas.
—¿Bebe alcohol con frecuencia?
—Casi nunca. Una copa de vino de vez en cuando.
El médico apuntó algo.
—Hemos hecho un análisis toxicológico. La señora tiene en sangre una cantidad significativa de un sedante del grupo de las benzodiacepinas. No voy a decir marcas, pero es un medicamento recetado para la ansiedad. La dosis que ha tomado no es pequeña.
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