La novia que cambió de copa en su boda y destapó el secreto más oscuro y prohibido de su suegra

Entonces, Carmen entró en plano.

Oí a Diego inhalar bruscamente a mi lado.

La vimos acercarse a la mesa, mirando a su alrededor. Se llevó la mano al bolso, sacó algo pequeño y blanco, demasiado borroso para distinguir. Se inclinó y leyó las tarjetas con los nombres. Su mano se detuvo sobre la tercera copa por la izquierda: la que tenía mi nombre.

Sus dedos se abrieron. Se vio claramente un puntito blanco cayendo dentro de la copa.

Carmen miró de nuevo a su alrededor. Luego se alejó con paso rápido.

La grabación avanzó un par de minutos. Entonces aparecí yo. Caminé hacia la mesa. Me quedé unos segundos mirando las copas, inmóvil. Se veía mi mano temblar un poco.

Y luego lo hice.

Cogí mi copa. Cogí la de Carmen. Las cambié de sitio. Y me fui.

Lisa detuvo el vídeo. El silencio fue absoluto.

—Eso no… —empezó Roberto—. Seguro que se equivocó de copa. Estaría nerviosa, pensaría que era la suya.

—Señor —respondió la inspectora—, puede ver cómo mira las tarjetas. Sabía cuál era cuál.

—Entonces no eran drogas —insistió—. Sería una vitamina, algo para ella.

—El análisis toxicológico es claro —replicó Lisa—. Lo que tenía en sangre era diazepam. Un sedante. No una vitamina.

Andrés habló en voz baja.

—Mi madre no tiene receta de eso. Nunca la he visto tomar nada así.

—De hecho… —continuó la inspectora—, rastreamos el origen del medicamento. La hermana de Carmen, la señora Jimena, tiene receta de diazepam por ansiedad. Nos dijo que su caja había estado en casa de Carmen esa semana, mientras la visitaba. Cuando le pedimos que los contara, faltaban cinco pastillas.

Roberto se llevó la mano a la frente.

—Eso es circunstancial. Jimena se habrá confundido contando.

—Puede ser —admitió Lisa—. O puede que alguien cogiera esas cinco pastillas sin permiso.

Se volvió hacia nosotros.

—La conclusión es sencilla: Carmen echó un sedante en la copa de Laura. La única razón por la que Laura no fue la que acabó en el hospital es que vio lo que pasaba y cambió las copas. Lo que ocurrió después en el banquete es consecuencia directa de esa decisión inicial.

—¿Y ahora qué? —preguntó Roberto, derrotado.

—Vamos a remitir el caso a la fiscalía. Hablamos de un delito de tentativa de envenenamiento y de puesta en peligro de la integridad de otra persona. Tendrá que declarar ante un juez. Su esposa debería presentarse voluntariamente. Si no lo hace, se emitirá una orden de detención.

—Acaba de salir del hospital —murmuró—. Todavía está débil.

—Podrá presentarse igual. Tiene derecho a abogado y a todas las garantías. Pero esto es serio, señor. Muy serio.

Diego se levantó de golpe, alejándose hasta una esquina. Se apoyó en la pared, dándonos la espalda. Los hombros le temblaban.

Quise ir tras él, abrazarlo, pero no sabía si seguía siendo “mi sitio”.

—¿Qué va a pasar? —susurró.

La inspectora no respondió. No tenía por qué.

Yo solo lo miraba, con el corazón hecho polvo.

—¿Ahora me crees? —pregunté, muy bajito.

Se giró hacia mí, con los ojos vidriosos.

—Tenías razón —dijo, apenas audible—. Lo hizo. De verdad lo hizo.

Se acercó a mí en dos pasos y me abrazó tan fuerte que casi me quedo sin aire.

—Lo siento —susurró—. Dios, Laura, lo siento tanto por no creerte.

Le rodeé la cintura, sintiendo por fin una parte de mí relajarse.

—No pasa nada.

—Claro que pasa —insistió—. Mi madre intentó drogarte y yo te llamé mentirosa. Te dejé sola precisamente cuando más necesitabas que estuviera de tu lado.

Llorábamos los dos. Andrés nos miraba con ojos rojos. Roberto había salido de la sala sin que nadie se diera cuenta.

—¿Qué hago ahora? —preguntó Diego—. Es mi madre.

—Es la persona que intentó arruinar tu vida —respondí, sin suavizarlo—. Y casi lo consigue. Si yo no hubiera visto la pastilla, hoy sería yo la de la tarta, los vídeos, el hospital.

Él cerró los ojos.

—Podría haber pensado que estabas borracha —murmuró—. Podría haber creído cualquier historia que ella me contara. Podría haberme pasado el resto de mi vida dudando de ti.

—Pero no pasó —le recordé—. La vi. Cambié las copas. Ahora todos saben lo que hizo.

Aunque todavía no sabíamos cuánto estarían dispuestos a creerlo los demás.


Carmen se entregó a la policía al día siguiente, acompañada por un abogado que parecía salir de un anuncio de bufete caro. Delgado, traje impecable, expresión neutra. Se llamaba Guzmán.

Lo vi por la tele: Carmen vestida con un traje sobrio, el pelo perfecto, maquillaje discreto, entrando en comisaría como si fuese a una reunión de trabajo, no a responder por un intento de envenenamiento.

—Carmen Morales, conocida por su participación en actividades benéficas y su presencia en círculos sociales de la ciudad, se ha presentado hoy voluntariamente ante las autoridades —decía la presentadora—. Está siendo investigada por un presunto intento de intoxicación a su nuera en plena celebración de boda.

Emitieron fragmentos del vídeo viral destruyendo la tarta. Luego pusieron una foto de nuestro compromiso, los dos sonriendo, inocentes.

Diego estaba a mi lado en el sofá, viéndolo todo en silencio. Había vuelto dos días antes, con una maleta pequeña y demasiados “perdón” en la boca.

—La están pintando como una víctima —dije, apretando los dientes, viendo a Carmen secarse unas lágrimas con un pañuelo mientras entraba.

—Eso es lo que hace Guzmán —respondió Diego, amargo—. Es famoso por eso. Mi padre no ha escatimado en abogado.

Claro que no.
Carmen salió en libertad con cargos en pocas horas, con una fianza alta y la condición de no acercarse a mí.

A partir de ahí, el circo empezó de verdad.

Mi móvil no dejaba de sonar. De alguna manera, periodistas y programas de televisión habían conseguido mi número. Llamaban a todas horas pidiendo declaraciones, entrevistas, incluso “exclusivas”.

Se presentaron a la salida de mi instituto, intentando hablar conmigo y con mis alumnos. Mi directora me llamó a su despacho con cara preocupada.

—Laura —me dijo—. Creo que lo mejor es que cojas una baja temporal.

—¿Una baja? Pero yo no he hecho nada.

—Lo sé —suspiró—. Pero los padres están preocupados, hay cámaras en la puerta, algunos chicos están agobiados. Esto no es justo para ti ni para ellos. Te seguirá contando como trabajo, pero necesitas calma. Y el centro, también.

Así que me quedé sin mi rutina, sin mi refugio.

Mientras tanto, el abogado de Carmen empezó su propia campaña.

En una entrevista en la televisión local, Guzmán hablaba con voz suave y segura:

—Mi clienta es una madre devota, una mujer que ha dedicado su vida a su familia y a causas sociales. No tiene antecedentes. Lo que ha ocurrido es una concatenación de malentendidos, agravados por la difusión irresponsable de vídeos en redes.

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