—Pero hay imágenes donde parece que deja caer algo en la copa de su nuera —insistió el presentador.
—Las imágenes de seguridad son, como mínimo, discutibles —respondió Guzmán—. Además, la propia señora Morales había manifestado sentirse muy nerviosa ese día. No se puede descartar que estuviera tomando medicación para la ansiedad y simplemente se confundiera de copa. Lo demás son interpretaciones… muy interesadas.
—¿Insinúa que la nuera miente?
—Insinúo que hay muchas formas de leer lo que pasó —se encogió de hombros—. Y que mi clienta merece la presunción de inocencia.
Apagué el televisor de un manotazo.
—Su trabajo es convertirla en víctima y a mí en la loca vengativa —dije.
Diego cogió el mando que casi había volado hacia la pantalla.
—Ese es exactamente su trabajo —admitió—. No es personal, aunque lo parezca.
—Pues a mí me afecta en lo personal —bufé.
Mis redes sociales se llenaron de mensajes. Unos apoyándome. Otros llamándome mentirosa, interesada, “trepa”, inventándome cosas por dinero o fama. Me fui borrando cuenta por cuenta hasta quedarme sin ninguna.
Mi madre venía a mi piso casi todos los días con comida, abrazos y silencios cómodos. Mi padre quería demandar a Carmen por daños y perjuicios, por cada lágrima caída. Emma fantaseaba con soltarlo todo en algún programa de cotilleo.
Yo solo quería que se acabara.
La vista preliminar se fijó dos semanas después. Era solo un paso formal para decidir si había pruebas suficientes para ir a juicio, pero el simple hecho de entrar en la sala me revolvió el estómago.
El juez repasó el informe de la policía, el análisis toxicológico, las grabaciones. Carmen se declaró no culpable. Obvio.
Guzmán argumentó que todo había sido una confusión, que Carmen estaba tomando medicación prestada, que se equivocó de copa, que estaba estresada y confusa. La fiscal, una mujer de mirada afilada llamada Ana Campos, desmontó la versión punto por punto.
—Si la medicación fuera para ella —preguntó—, ¿por qué no tenía receta propia? ¿Por qué la tomó de la caja de su hermana? Y, sobre todo, ¿por qué no avisó en ningún momento a nadie de que había echado “sin querer” una pastilla en una copa de champán antes de que empezaran los brindis?
El juez no tardó mucho en decidir.
—Hay indicios claros de delito —dijo—. El caso irá a juicio.
Salimos de allí con la sensación de estar a la mitad de una maratón, no al final.
En los meses siguientes, la prensa no nos dejó en paz. Titulares sensacionalistas hablaban de “La boda envenenada”, “La novia que cambió la copa” o “La suegra del horror”. La gente discutía en tertulias sin conocernos.
La mitad del país tenía opinión sobre si yo mentía o no.
Yo me agarraba a lo único que me mantenía en pie: Diego, que ahora sí me creía al cien por cien, y mi familia, que no me soltó ni un segundo.
Por las noches, Diego y yo hablábamos de todo lo que había pasado, de su infancia, de Carmen.
—Siempre fue así —me confesó una noche, en la oscuridad—. Todo tenía que ser perfecto. Las notas, la ropa, los amigos. Si sacaba menos de un nueve, me dejaba de hablar. No gritaba, no pegaba. Solo… me ignoraba. Eso dolía más.
—Es maltrato emocional, Diego —dije—. Aunque nadie lo viera entonces.
—Ya —susurró—. Sup supongo que por eso esto, lo que ha hecho contigo, es como la versión extrema de lo mismo. Controlarlo todo, pase lo que pase.
Le acaricié el pelo.
—Y ahora, por fin, ya no tiene ese control.
Él me abrazó más fuerte, como si temiera que todo se deshiciera al despertar.
Cuando se acercaba la fecha del juicio, Ana, la fiscal, me citó varias veces para prepararme.
—La defensa va a intentar pintarte como una persona vengativa —me advirtió—. Van a decir que nunca aceptaste el carácter de tu suegra, que exageras, que cambiaste las copas para darle una lección.
—Pero no es verdad.
—Lo sé. Y tú lo sabes. Pero su trabajo es introducir duda en el jurado. Por eso tienes que contestar solo a lo que te pregunten, sin ataques personales ni discursos. Cuanto más tranquila, mejor.
Asentí, aunque por dentro tenía un nudo de miedo. Me conocía: si Guzmán me provocaba, me iba a hervir la sangre. Tenía que controlarme.
El día del juicio, los pasillos del juzgado estaban llenos de periodistas y curiosos. Llevo un vestido sencillo azul marino, casi sin maquillaje. Ana había insistido en que me presentara como lo que era: una maestra de barrio, una persona normal.
El jurado se compuso de doce personas de distintas edades. Intenté adivinar qué pensarían de mí, pero sus caras eran imposibles de leer.
Carmen se sentaba en el banquillo con un traje claro y un collar discreto. Parecía más pequeña, más frágil que en mi memoria. Aun así, cuando nuestras miradas se cruzaron, me estremecí.
La fiscal hizo una exposición clara: motivo, medios, oportunidad, prueba en vídeo, análisis toxicológico. Guzmán, en su turno, dibujó otro cuadro: una madre nerviosa, una medicación mal gestionada, un accidente amplificado por el morbo de internet y por una nuera resentida.
Fui llamada a declarar el segundo día.
Juré decir la verdad y me senté en esa silla que parecía demasiado alta. Ana me hizo primero las preguntas esperadas: cómo había sido mi relación con Carmen, cómo fue el día de la boda, qué vi exactamente en la mesa de las copas.
Intenté contar todo sin dramatizar, solo con hechos. Aun así, me temblaba la voz.
Luego llegó el turno de Guzmán.
Se levantó, sonrió con educación, como si fuéramos amigos.
—Señora Morales Ashford, usted afirma haber visto a su suegra dejar caer una pastilla en su copa, ¿correcto?
—Sí.
—¿Y en ese momento supo exactamente de qué se trataba?
—No. Solo supe que no tenía que estar ahí.
—Pero aún así —insistió—, no pidió ayuda, no avisó a nadie, no retiró la copa. Lo que sí hizo fue cambiarla por la de su suegra. ¿Lo reconoce?
—Sí. Lo hice para no beberla yo.
—O para que la bebiera ella —replicó, suave pero cortante—. Usted misma ha dicho que su relación era complicada. ¿No es cierto que guardaba rencor hacia la señora Morales? ¿Que se sintió desplazada, criticada, menospreciada?
—No guardaba rencor —respondí, obligándome a hablar despacio—. Estaba cansada. Pero yo no quería hacerle daño.
—Sin embargo, la vio llevarse la copa a los labios —continuó—, y no dijo nada. La observó beber lo que usted creía que era un sedante sin intentar detenerla. ¿No le parece eso… como mínimo, cruel?
Sentí que se me encendía la cara.
—No sabía qué era. No sabía qué efecto tendría. No pensé… en nada más que en no tomarlo yo.
—Pero sí pensó en cambiar las copas —puntualizó—. Un gesto nada impulsivo. ¿No es verdad que, vista la tensión entre ustedes, había una parte de usted que quería que quedara en ridículo?
—No —dije, alzando la voz sin querer—. Yo solo quería estar a salvo.
—¿Aunque eso significara exponer a otra persona?
—¡Ella lo trajo todo! —solté, por fin—. Fue ella la que echó algo en mi copa. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Beberla sonriendo?
—No tengo más preguntas, señoría —dijo Guzmán, con una media sonrisa, como si hubiera conseguido lo que quería.
Bajé de la tarima con la sensación de haberlo hecho fatal, aunque Ana me aseguró en el receso que había estado bien, que el jurado había visto el tono manipulador de Guzmán.
Los peritos de vídeo, los médicos y la propia hermana de Carmen reforzaron mi versión, pero yo sabía que, al final, todo se reducía a si el jurado creía que había “confusión” o intención.
Cuando le tocó a Carmen declarar, el aire en la sala cambió.
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