—¿Intentó usted envenenar a su nuera? —le preguntó Guzmán.
—Jamás —contestó, firme—. La quiero. Quiero a mi familia unida.
—¿Cómo explica entonces las imágenes?
Carmen habló de nervios, de ansiedad, de una pastilla “para calmarse” que supuestamente le ofreció su hermana, de haberla tomado “sin pensar” y de un error al echarla en la copa.
—Estaba agobiada, confundida —repetía—. Jamás quise hacer daño.
Ana la dejó hablar. Y cuando le tocó el turno, fue directa:
—Si la pastilla era para usted, ¿por qué no lo dijo cuando se puso enferma? ¿Por qué no informó a los médicos? ¿Por qué su hermana niega haberle ofrecido nada?
Carmen empezó a contradecirse. Habló de momentos borrosos, de lagunas.
La fiscal, entonces, sacó de nuevo el fragmento clave del vídeo y lo proyectó en la pantalla grande, fotograma a fotograma: la mirada, la lectura de las tarjetas, la caída de la pastilla.
—¿Está confundida aquí también? —preguntó Ana—. Porque parece bastante segura de cuál es la copa de Laura.
Carmen apretó la mandíbula.
—Yo… solo quería que las cosas salieran bien —murmuró.
—¿“Bien” significa que la novia haga el ridículo y quede grabada para siempre? —insistió Ana—. ¿Bien significa que después pueda decirle a su hijo que se ha casado con una mujer “inestable”?
Carmen rompió a llorar.
—Diego era mío —soltó, sin pensar—. Era mi niño. Todo cambió cuando ella apareció. Se lo llevó. Me dejó sola.
Las palabras se quedaron flotando en el aire.
Ana la miró en silencio, uno, dos, tres segundos.
—No tengo más preguntas —dijo al fin.
El daño ya estaba hecho.
El jurado tardó seis horas en volver.
Nosotros esperamos, sentados en un pasillo frío, sin saber en qué dirección iría nuestra vida cuando abrieran la puerta.
Cuando por fin entramos en la sala, yo tenía las manos heladas. Diego me las apretó fuerte.
—¿Han llegado a un veredicto? —preguntó el juez.
—Sí, señoría —respondió la portavoz del jurado.
—En el cargo de tentativa de envenenamiento, ¿culpable o no culpable?
—Culpable.
—En el cargo de poner en peligro la integridad de otra persona, ¿culpable o no culpable?
—Culpable.
El murmullo estalló en la sala. Carmen rompió a llorar a gritos. Guzmán cerró los ojos un segundo, como si ya lo hubiera esperado. Roberto se quedó inmóvil. Andrés se inclinó hacia adelante, escondiendo la cara entre las manos.
Diego me rodeó con un brazo, y por primera vez en muchos meses, lloré de alivio.
Se había hecho justicia. Como mínimo, esa parte.
La sentencia llegó unas semanas después. El juez tuvo en cuenta los años intachables de Carmen, su edad, pero también la frialdad de lo que había hecho y el circo público que había provocado.
Al final, fijó una condena de prisión y una larga orden de alejamiento hacia mí. Además, le impusieron indemnizaciones por gastos médicos, legales y por daño moral.
Cuando la vi salir de la sala, esposada, con la mirada perdida, no sentí alegría. Sentí una especie de vacío triste. Había destruido su vida con sus propias manos… y casi arrastra la mía por el camino.
La diferencia es que yo aún podía reconstruir algo.
Ella tendría que hacerlo desde cero.
Y sin nosotros.
Las semanas después de la sentencia fueron duras.
No solo por la cárcel, sino por todo lo que vino detrás.
Los periódicos locales no soltaban el tema:
“Señora de alta sociedad condenada por intento de intoxicación en la boda de su hijo”, “La suegra del sedante”, “La boda que acabó en juzgado”. Su foto de ficha policial apareció en todas partes, al lado de imágenes antiguas de ella cortando cintas en actos benéficos.
Los patronatos donde había sido presidenta le pidieron la dimisión.
El club social al que iba desde hacía años suspendió su membresía “hasta nuevo aviso”.
Las amigas que la habían defendido al principio dejaron de llamarla. Nadie quería salir en la foto con ella.
A Roberto le duró poco la paciencia.
Tres meses después, pidió el divorcio.
No gritó, no hizo escándalo. Simplemente, a través de su abogado, comunicó que no quería seguir casado. Se quedó con sus bienes personales, renunció a la casa familiar —llena de recuerdos y de miradas ajenas— y se marchó a otra ciudad, cerca del mar, donde casi nadie conocía su apellido.
Con sus hijos, la relación se enfrió.
Llamaba de vez en cuando, pero cada charla era torpe, llena de silencios, de “bueno, ya nos veremos”. Diego sufría cada vez que colgaba. Andrés intentaba ser cordial, pero cargaba con una mezcla de rencor y lealtad confundida que le pesaba más que cualquier mochila.
El que peor lo pasó fue Andrés.
Empezó la universidad justo cuando todo esto explotó. Los titulares, los vídeos, el juicio… todo le seguía los pasos. Compañeros curiosos, bromas desagradables, profes que lo miraban con lástima.
Aguantó un semestre.
Luego se vino abajo.
Dejó los estudios, volvió a casa de Roberto un tiempo… hasta que se dio cuenta de que su padre, en realidad, también estaba huyendo. De Carmen, de la vergüenza, de sí mismo.
Fue Diego quien dio un golpe en la mesa.
—Ven con nosotros —le dijo a su hermano—. No podemos arreglar el pasado, pero sí intentar que no te hunda.
Andrés se vino a nuestro pequeño piso. Dormía en el sofá, tenía pesadillas, se despertaba sudando, diciendo que veía a su madre tirando de él, arrastrándolo de vuelta a esa boda una y otra vez. Diego insistió en llevarlo a terapia.
—No es debilidad —le dijo—. Es supervivencia.
Con el tiempo, Andrés consiguió plaza en una universidad más pequeña, en otra ciudad, donde casi nadie conocía la historia. Se matriculó en Trabajo Social.
—Si ya he pasado por un desastre familiar —bromeó amargamente—, quizá pueda ayudar a otros a sobrevivir al suyo.
Yo volví al instituto unos meses después del juicio.
Al principio, los pasillos se llenaron de susurros. Los alumnos se quedaban callados cuando entraba en clase, algunos padres me miraban con una mezcla de respeto y morbo, como si yo fuera un personaje de serie que se había escapado de la pantalla.
Poco a poco, todo se calmó.
Fui volviendo a ser simplemente “la profe de Lengua”, la que ponía redacciones raras, la que escuchaba a los chavales cuando nadie más tenía tiempo.
En casa, Diego y yo también necesitábamos ayuda.
Habíamos pasado por mucho: desconfianza, culpa, dudas, el peso de dos familias tirando de nosotros en direcciones opuestas. Empezamos terapia de pareja con un psicólogo, el doctor Reyes.
—Lo que habéis vivido es un trauma —nos dijo en la primera sesión—. No solo por el intento de intoxicación en sí, sino por la traición. Cuando la persona que debería dar seguridad se convierte en amenaza, la confianza se resquebraja. Hay que reconstruirla ladrillo a ladrillo.
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