Diego se culpaba por no haberme creído al principio.
Yo me culpaba por haber cambiado las copas.
Los dos temíamos, en el fondo, que algo así nos hubiera roto para siempre.
Pero no fue así.
Meses después, en vez de la luna de miel en Italia que nunca hicimos, nos escapamos solos a una casita rural en la montaña. Sin prensa, sin móviles, sin redes. Solo libros, paseos, chimenea, silencio.
—Por primera vez desde la boda —me dijo Diego una noche, mirando el fuego—, siento que puedo respirar.
Yo también.
Tres años después del juicio, dimos un paso importante: nos mudamos.
No a otro país ni nada dramático. Solo a una ciudad más pequeña, a dos horas de donde había ocurrido todo. Lo suficiente para que nadie nos señalara en el supermercado, lo bastante cerca para seguir viendo a mi familia con facilidad.
Compramos una casa sencilla, con un pequeño jardín y una escuela pública buena en el barrio. No era una mansión ni una hacienda de bodas, pero era nuestra.
—Aquí empezamos de cero —dijo Diego la primera noche, sentado en el suelo del salón vacío, con las cajas alrededor—. Sin cámaras, sin titulares.
Andrés venía a visitarnos en vacaciones.
Nos contaba de sus prácticas con jóvenes en riesgo, de sus clases, de las cosas que aprendía.
—Quiero trabajar con chavales que han vivido violencia en casa, manipulación, control —decía—. Sé lo que es crecer con miedo a decepcionar a tus padres… y lo que es ver cómo se cae el teatro.
Una tarde, mientras merendábamos, preguntó, casi sin mirarme:
—¿Vosotros habéis visto a mamá?
Nos miramos Diego y yo.
—No —contestó él—. Sabemos que salió de prisión antes de cumplir toda la condena por buena conducta. Sabemos que vive en otra ciudad, que trabaja en algo sencillo. Pero no hemos tenido contacto.
—Yo le escribo cartas a veces —admitió Andrés—. Ella me contesta. No le digo mucho, pero… No sé. Es mi madre.
—Estás en tu derecho —dije—. Nadie puede decirte cómo gestionar eso.
—¿Y vosotros? —insistió—. ¿Nunca os lo habéis planteado?
Diego se removió.
—A veces lo pienso —confesó—. Luego recuerdo que intentó drogar a mi mujer en nuestra boda y que después intentó convencer al mundo de que ella era la mala. Y se me pasa.
Andrés asintió, triste.
—Supongo que yo no estoy listo para cortarla del todo… pero tampoco para perdonarla.
—No hay prisa —dije—. Ninguno tiene que tomar decisiones definitivas ahora.
Cuatro años después de la boda, la vida nos sorprendió de la manera más bonita.
Empecé a sentirme más cansada de lo normal. Pensé que era el trabajo, el estrés… hasta que un día, al pasar por el pasillo del supermercado y ver una estantería de pañales, me dio un vuelco el corazón.
Compré un test.
Luego otro.
Y otro más, por si acaso.
Los tres salieron positivos.
Escondí el resultado hasta que Diego volvió del trabajo. Había envuelto el test en una cajita pequeña, absurda, como si fuera una joya. Tenía las manos sudadas cuando se la di.
—¿Qué es esto? —preguntó, confundido.
—Ábrelo.
Lo hizo. Se quedó mirando el test, parpadeando.
—Laura… ¿esto es…?
—Vamos a tener un bebé —dije, con la voz temblando.
El test cayó al suelo. Diego me rodeó, me levantó en brazos, se rió y lloró a la vez.
—¡Vamos a tener un bebé! —repetía—. Madre mía… vamos a tener un bebé.
Nunca había visto tanta alegría pura en su cara.
Los meses siguientes fueron una mezcla rara de felicidad y miedo.
Estaba ilusionada, sí, pero también aterrada.
Cada revisión médica, cada pequeño síntoma, me disparaba las alarmas.
—Después de lo que has vivido —me explicó el doctor Reyes en una sesión—, es normal que esperes que algo salga mal. Tu cerebro se ha acostumbrado a asociar “día especial” con “catástrofe”. Pero no puedes permitir que la sombra de Carmen invada también esto. Si lo haces, sigue mandando en tu vida, aunque esté lejos.
Intenté agarrarme a eso.
Nueve meses después, en una mañana fría de diciembre, nació nuestra hija.
La llamamos Gracia.
No solo por el significado religioso, sino porque eso era para nosotros: una especie de regalo inmerecido después de tanta tormenta.
Tenía diez dedos diminutos en las manos, diez en los pies, un pelo oscuro que le hacía un remolino raro en la coronilla —igualito que el de Diego— y unos ojos enormes que nos miraban como si fuéramos todo su mundo.
Diego lloró en cuanto la tuvo en brazos.
—Es perfecta —susurró—. Es absolutamente perfecta.
Mi madre estaba en la habitación, con los ojos rojos, haciendo fotos con manos temblorosas. Mi padre esperaba fuera, probablemente enseñando la primera imagen a todo el pasillo. Emma lloró a moco tendido en cuanto la sostuve un momento.
Andrés llegó al día siguiente, con ojeras de no dormir y un ramo de flores torcidas.
—No sabía cuál elegir —dijo, avergonzado—. Pero mira… creo que da igual, con lo bonita que es ella.
Cuando sostuvo a Gracia, le temblaron los labios.
—Vais a ser padres geniales —dijo—. Ella va a crecer en una familia sana, aunque haya costado sangre llegar hasta aquí.
Sentí un nudo en la garganta. Porque tenía razón.
Nos había costado caro, pero lo estábamos consiguiendo.
Tres meses después del nacimiento de Gracia, llegó una carta.
Diego la encontró en el buzón, sin remitente claro, pero con una letra que reconoció al instante. Se quedó quieto en la puerta, con el sobre en la mano, durante un buen rato.
—Es de ella —dijo, por fin.
No hizo falta preguntar quién.
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