La historia empezó con risas: de esas crueles, despreocupadas, que se escuchan en la cafetería de un instituto justo antes de que la dignidad de alguien se haga pedazos.
Lucía Ríos tenía diecisiete años y llevaba apenas dos semanas en el Instituto Monteverde. Había llegado a la ciudad con su madre por un traslado de trabajo, con la ilusión de empezar de cero. Lucía era de esas chicas que pasan sin hacer ruido: el pelo rizado recogido con una goma, la ropa impecable, la mirada baja y una calma que a veces parecía tristeza, a veces simple cansancio.
Ese mediodía, con la bandeja en las manos, buscó un sitio libre entre mesas abarrotadas. El aire olía a patatas fritas, pan caliente y a esa mezcla de colonia barata y desinfectante de pasillo que tienen los centros antiguos. Encontró una mesa apartada, casi al lado de las máquinas expendedoras, y se sentó sola.
Pero los institutos tienen un don: siempre encuentran a los que están solos.
En el centro de la cafetería estaba Iván Salcedo, el chico más popular del Monteverde. Jugaba en el equipo del instituto, salía en todas las fotos, y caminaba como si el suelo le perteneciera. A su lado iban siempre los mismos tres: Dani, Marcos y Sergio, con sonrisas preparadas y el gesto de quien se cree intocable.
Iván levantó la voz para que se oyera por encima del murmullo.
—Eh… —dijo, señalando con el dedo hacia la mesa de Lucía—. ¿Quién ha dejado que la becaria se siente sola? ¿Esta es la zona de “caridad”, o qué?
Algunos se rieron con nervios. Otros bajaron la cabeza. La mayoría fingió que no había oído nada.
Lucía no contestó. Cortó un trocito de su bocadillo, lo masticó despacio y siguió comiendo, como si él no existiera.
Ese silencio fue lo que encendió a Iván. No estaba acostumbrado a que lo ignoraran.
—¡Oye! —dio un golpe en la mesa más cercana, haciendo que varias bandejas vibraran—. Hablo contigo.
El golpe hizo que el vaso de Lucía se moviera y derramara un poco de zumo. Ella levantó la mirada por primera vez. Tenía la voz tranquila, pero firme.
—Solo estoy intentando comer. No tienes por qué molestarme.
La cafetería se quedó en silencio, como si alguien hubiera bajado el volumen de golpe. Nadie hablaba así a Iván. Nadie.
A Iván se le borró la sonrisa y se le quedó una mueca que prometía problemas.
—No te pongas lista, nueva —dijo, inclinándose hacia ella—. Aquí las cosas funcionan de una manera. Y no nos gusta que vengan de fuera creyéndose que encajan.
Dani soltó una risa.
—Sí, se cree mejor que los demás.
Lucía se levantó despacio, con la bandeja entre las manos. No temblaba, no lloraba. Solo tenía los ojos muy quietos.
—Tienes razón —dijo en voz baja—. No encajo aquí. No con gente como tú.
Las palabras le dieron a Iván más fuerte que una bofetada. Se le tensó la mandíbula.
—¿Ah, sí? ¿Te crees dura?
Le agarró la bandeja, se la arrancó de las manos y la tiró al suelo. La comida se desparramó. El metal chocó contra las baldosas con un estruendo seco, como un disparo en un lugar cerrado.
Se oyeron exclamaciones.
—Madre mía… —susurró alguien.
Lucía se quedó inmóvil un segundo. El corazón le golpeaba por dentro, pero no lloró. Se agachó para recoger lo que pudo: un trozo de pan, una servilleta, el envoltorio del yogur… hasta que el pie de Iván apareció y empujó la bandeja con la punta de la zapatilla, alejándola de su mano.
—Uy —dijo con una sonrisa—. No era mi intención.
Lucía se incorporó. Sus ojos no estaban húmedos, estaban encendidos.
—¿Te hace gracia? —preguntó.
—Sí —respondió Iván, acercándose—. La verdad es que sí.
Le dio otra patada a la bandeja, esta vez más fuerte. Lucía dio un paso atrás, perdió el equilibrio y cayó. El golpe de la bandeja contra el suelo volvió a sonar, pero esta vez el silencio fue más pesado.
El gesto de Iván cambió en una fracción de segundo, como si por fin comprendiera lo que acababa de hacer… pero ya era tarde.
En muchas mesas, decenas de móviles se alzaron. Alguien estaba grabando.
Lucía apoyó la mano en el suelo y se levantó despacio. Le temblaban los dedos, no por debilidad, sino por rabia contenida. Miró a Iván directamente y dijo, con una voz baja que atravesó la sala:
—Te vas a arrepentir.
Un escalofrío recorrió el comedor. Iván intentó reírse, pero el sonido salió vacío, forzado. Y, en algún rincón, una cámara capturó el instante exacto que iba a romperle la vida.
Esa noche, un vídeo de dieciocho segundos apareció en redes. Solo dieciocho. Con un texto encima: “El niño de oro del Monteverde se pasa de la raya”.
En cuestión de horas, el clip se compartió por grupos del instituto, después por la ciudad, y luego más allá. Se veía todo: Iván con esa sonrisa de suficiencia, Lucía en el suelo, la zapatilla empujando la bandeja como si ella fuera basura. Antes de medianoche ya llevaba decenas de miles de reproducciones.
El móvil de Iván no dejó de sonar.
“Vas en tendencia.”
“Esto pinta fatal.”
“Bórralo, tío, bórralo ya.”
Antes del amanecer lo llamó su padre, Arturo Salcedo, un hombre conocido en la zona por tener negocios de construcción y por moverse con gente importante. Su voz, al teléfono, fue hielo.
—¿Qué has hecho, Iván?
Al día siguiente, en los pasillos, los susurros se pegaban a Lucía como polvo. Algunos que se habían reído en la cafetería ahora no la miraban a los ojos. Otros se acercaron con disculpas rápidas, incómodas, como si les quemara la vergüenza en la lengua.
Pero la dirección del centro tenía un problema: la familia Salcedo estaba detrás de muchas “donaciones”. El gimnasio renovado. El marcador del campo. Parte del comedor. Y cuando llamaron a Lucía al despacho, ella ya sabía lo que venía.
El director, el señor Ortega, estaba sentado con las manos entrelazadas, la cara dura, la voz cuidadosamente neutra.
—Lucía, hemos visto el vídeo —dijo—. Es… una situación desafortunada. Creemos que lo mejor sería dejar que esto se enfríe. Quizá tomarte unos días fuera ayudaría.
Lucía parpadeó.
—¿Me están sancionando?
—No es una sanción —se apresuró a matizar—. Es… un descanso. Por tu seguridad.
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