La suegra “bromeó” moviendo la silla en la cena familiar… hasta que la embarazada cayó y gritó aterradoramente

La suegra “bromeó” moviendo la silla en la cena familiar… hasta que la embarazada cayó y gritó aterradoramente

En una cena familiar, su suegra creyó que era “solo una broma”… hasta que la embarazada cayó y todos escucharon ese grito

—Siéntate aquí, cariño —dijo Lidia con una dulzura que no le llegaba a los ojos, apartando la silla de la cabecera.

—Gracias —sonrió Sofía, bajando despacio, con una mano sosteniéndose el vientre redondo.

Estaba en su octavo mes de embarazo y era la primera vez que asistía a la cena familiar de los Cruz desde que se casó con Iván. Se había repetido mil veces que debía ir: por respeto, por intentar empezar con buen pie, por no darle más motivos a nadie para hablar.

Sofía sabía que Lidia no la quería. Lo supo desde el principio. Una vez, en el rellano, la oyó decirle a una vecina con voz baja:

—Esa chica solo viene por el dinero… una interesada.

Lidia no se dio cuenta de que Sofía lo había escuchado. Y aun así, Sofía decidió tragarse el nudo en la garganta y apostar por la paciencia. Creía, de verdad, que la amabilidad y el tiempo podían ablandar hasta el corazón más duro.

La casa olía a pavo al horno, a salsa especiada y a vino bueno. Había risas, muchas risas… sobre todo las de Lidia, finas y cortantes, como si cada carcajada llevara una puntita dentro. En la mesa estaban la hermana de Iván, Paula, un par de tíos, y el padre, Don Ernesto, que casi no hablaba y prefería mirar su plato.

Iván aún no había llegado. Como casi siempre, se le alargaba el trabajo en la asesoría familiar, esa que su madre dirigía con mano firme. Sofía no quería pensar mal, pero la ausencia de su marido la hacía sentirse más expuesta, como si le faltara un abrigo en pleno invierno.

Aun así, sonreía cuando le hablaban. Contestaba con cuidado. Se movía con lentitud, protegiéndose la barriga sin exagerar, para no escuchar el típico “ay, qué delicada”.

Cuando Sofía estiró la mano para coger un vaso de agua, Lidia giró la cabeza con gesto amable.

—Ay, Sofía… ¿me alcanzas esa bandeja que tienes detrás? La de la ensalada, cariño.

Sofía asintió. Empujó la silla hacia atrás con prudencia y se levantó despacio. Notaba el peso del cuerpo distinto, el equilibrio traicionero del último mes. Dio un paso, tomó la bandeja y la acercó con cuidado.

—Aquí tienes.

—Qué apañada eres… —dijo Lidia, sonriendo.

Sofía quiso volver a sentarse.

Y entonces pasó.

En el instante exacto en que giró el cuerpo y dobló las rodillas, la silla ya no estaba.

Hubo un jadeo, el roce rápido de madera contra suelo… y un golpe seco que apagó la mesa entera.

Sofía cayó de lado, dura, con el reflejo de abrazarse el vientre. El dolor no tardó ni un segundo: le subió como un rayo blanco, insoportable, que la dejó sin aire.

—¡Sofía! —gritó Paula, soltando el tenedor, pálida.

Por unos segundos nadie se movió, como si la escena no fuera real. Nadie… salvo Lidia, que se quedó inmóvil con los ojos muy abiertos, la boca entreabierta.

—Yo… yo no quería… —balbuceó, pero la frase se le rompió cuando vio la cara de Sofía retorcida por el dolor.

—Mi bebé… —susurró Sofía, con lágrimas calientes bajándole por las mejillas—. Por favor… llamen a una ambulancia… ahora…

La sala estalló en voces, sillas moviéndose, pasos nerviosos. Don Ernesto se levantó de golpe, torpe, como si no supiera qué hacer. Paula buscó el móvil con manos temblorosas.

En ese momento se abrió la puerta principal y entró Iván, con el abrigo medio puesto y el maletín colgándole del brazo.

—¿Qué pasa? —preguntó, y se quedó helado al verla en el suelo—. ¡Sofía!

El maletín cayó al suelo con un golpe sordo. Iván se arrodilló al lado de su mujer, apartándole el pelo de la frente.

—Estoy aquí… mírame. Respira conmigo, ¿sí? Despacio… despacio…

Lidia avanzó un paso, temblando, con la mano extendida hacia el hombro de Sofía.

—Fue un accidente… yo solo… yo solo—

Iván giró la cabeza y, sin pensarlo, apartó la mano de su madre.

—No la toques —dijo con una voz baja y fría, muy distinta a la que Sofía le conocía—. Ya has hecho bastante.

El comedor quedó en silencio. Solo se oía la respiración rota de Sofía y el tic-tac del reloj de pared, insistente, como un martillo.

Y entonces, cuando el dolor la atravesó de nuevo, Sofía soltó un grito.

Un grito crudo, profundo, de esos que no son solo del cuerpo: son del miedo. Pareció que hasta las paredes lo escuchaban.

Parte 2

Sofía despertó en el hospital con el zumbido limpio de las máquinas y un murmullo de enfermeras al otro lado de la puerta. Lo primero que hizo fue llevarse la mano al vientre, como quien busca comprobar que el mundo sigue en su sitio.

Una enfermera le sonrió con suavidad.

—El latido del bebé está estable. Los dos están fuera de peligro.

El alivio le cayó encima como una ola. Pero detrás del alivio apareció otra cosa, igual de fuerte: una rabia fría, controlada, que le apretó la mandíbula.

Iván dormía en una silla junto a la cama, con la cabeza hundida en las manos, como si el peso del mundo se le hubiera quedado ahí. Cuando abrió los ojos, los tenía rojos.

—Está diciendo que fue un accidente —murmuró—. Que solo movió la silla para ayudarte…

Sofía habló con una calma extraña. Demasiado calma.

—¿Y tú le crees?

Iván dudó un instante. Solo un instante.

Pero a Sofía le bastó.

Ella giró la cara hacia la ventana, tragándose las lágrimas.

—Debí saberlo… —dijo en voz baja—. Siempre terminas poniéndote de su lado.

—No —respondió él rápido, agarrándole la mano—. No esta vez.

Al día siguiente, Lidia apareció con un ramo de flores y una sonrisa forzada, como de foto vieja.

—Sofía, cielo… qué alegría verte mejor…

—Basta —la cortó Sofía, sin levantar la voz—. Pudiste matar a mi hijo.

La sonrisa de Lidia se desplomó.

—Ha sido un malentendido…

—Llevas meses humillándome —continuó Sofía—. Me has llamado de todo cuando creías que no te oía. Y ahora esto. Yo no voy a criar a mi hijo cerca de ti.

Lidia se puso rígida, como si no pudiera creer que alguien le hablara así en voz alta.

Antes de que respondiera, entró en la habitación un hombre con traje gris y carpeta en mano.

—¿Señora Cruz? —preguntó mirando a Sofía—. Soy el inspector Salgado. Necesito que me cuente lo que ocurrió anoche en la cena.

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