Cuando mi hijo Diego se casó con Lucía, sentí que Dios por fin había escuchado mis oraciones. Ella era todo lo que una madre puede desear para su hijo: amable, respetuosa, paciente hasta el infinito. Se conocieron en la universidad, en una gran ciudad, y al año de noviazgo Diego me la trajo a casa para presentármela.
Desde el primer momento, Lucía conquistó a todo el mundo: a mis vecinas, a mis hermanas, incluso a la señora gruñona del tercero, que nunca saludaba a nadie.
—Qué suerte tienes, Ana —me decían—. Esa muchacha va a cuidar muy bien de tu hijo.
Y yo lo creí sin dudar.
Después de la boda, se mudaron a un pequeño piso que teníamos encima de mi casa, en un barrio tranquilo. Así podían tener su intimidad, pero seguían cerca por si necesitaban algo. Todo parecía perfecto… salvo por una costumbre extraña de Lucía.
Cada mañana, sin fallar ni una, quitaba toda la ropa de la cama. Sábanas, fundas de almohada, manta, colcha… Todo iba directo a la lavadora. A veces, por la noche, volvía a poner otra lavadora sólo con la ropa de cama. Al principio pensé que era simplemente muy limpia, pero con el tiempo empezó a preocuparme.
Un día, mientras tendía las sábanas en el patio, le pregunté con suavidad:
—Lucía, hija, ¿por qué lavas las sábanas todos los días? Te vas a cansar demasiado.
Ella sonrió, con las manos todavía húmedas.
—No es nada, mamá —me dijo—. Soy muy sensible al polvo. Con las sábanas recién lavadas duermo mejor.
Su voz sonaba tranquila, pero sus ojos decían otra cosa: había algo frágil, casi asustado, escondido en su mirada. Quise creerla, pero mi intuición me gritaba que había algo más. Aquellas sábanas eran nuevas, y nadie en la familia tenía alergias. Aun así, no insistí.
Pasaron las semanas y su rutina no cambió. Cada día, las sábanas blancas volvían al tendedero como bandera de algo que yo no entendía.
Hasta que un sábado decidí averiguarlo.
Aquella mañana fingí que iba al mercado. Me aseguré de que Lucía me viera salir y hasta le hice señas con la mano desde la calle. Pero en lugar de seguir caminando, doblé la esquina, esperé unos minutos y luego regresé por la puerta trasera, muy despacio, para que nadie me oyera.
Subí las escaleras del piso en silencio y entré. El aire estaba cargado con un olor fuerte, metálico. Me dio un vuelco el corazón. Me acerqué a la cama, dudando, y tiré un poco de la sábana que aún quedaba puesta.
Lo que vi me heló la sangre.
El colchón estaba manchado con grandes cercos oscuros, espesos, como si alguien hubiera derramado allí toda su fuerza de golpe. Eran manchas de sangre, profundas, difíciles de borrar.
Solté un gemido ahogado y me aparté de un salto. El corazón me latía tan fuerte que apenas podía respirar. ¿Por qué había sangre en esa cama? ¿Y tanta? Mi cabeza empezó a imaginar cosas terribles.
En la cocina, escuché a Lucía tararear una canción bajito, sin sospechar nada. Me quedé unos segundos quieta, intentando ordenar mis pensamientos.
—Dios mío… —susurré—. ¿Qué está pasando aquí?
Esa mañana entendí una sola cosa con claridad: mi nuera, que parecía perfecta, escondía un secreto enorme. Y yo iba a descubrir cuál era.
No la enfrenté en ese momento. Esperé unos días, observando con más atención todo lo que antes había pasado desapercibido. De repente, empecé a ver detalles que antes no quería ver.
Diego estaba más pálido de lo normal. Se movía más despacio. A veces parecía que se quedaba sin aire al subir las escaleras. En sus brazos descubría pequeños moretones, como sombras violáceas que aparecían de un día para otro. Lucía no se separaba de él. Siempre a su lado, siempre pendiente, siempre con una sonrisa suave, pero con una tristeza escondida en la comisura de los labios.
Él bromeaba, reía, hacía lo posible por parecer el mismo de siempre. Pero ahora que miraba bien, su risa tenía un hueco por dentro, como si algo se estuviera rompiendo en silencio.
La semana siguiente ya no pude aguantar más.
Una mañana entré en su cocina, con el corazón apretado.
—Lucía, tenemos que hablar —le dije, y la voz me tembló—. Ahora.
Ella se quedó muy quieta, con un vaso en la mano, y luego asintió. La llevé al dormitorio y abrí el cajón de la mesita de noche, donde yo misma había mirado días atrás. Saqué lo que había escondido allí: vendas, gasas, frascos de desinfectante y una camiseta de Diego rígida por la sangre seca.
El rostro de Lucía perdió todo el color.
—Lucía… —susurré—. Por favor, dime qué está pasando. ¿Diego te está haciendo daño? ¿Alguien te está haciendo daño a ti?
Se quedó inmóvil unos segundos, como una estatua. De repente, las lágrimas empezaron a caerle por las mejillas, una tras otra, sin que pudiera pararlas.
—No, mamá… —sollozó—. No es lo que usted piensa.
Tragó saliva, respiró hondo y, con la voz rota, murmuró:
—Diego está enfermo.
Sentí como si me arrancaran el aire de los pulmones.
—¿Enfermo? ¿De qué hablas, hija?
—Leucemia —dijo casi en un susurro—. Lleva meses luchando. Los médicos dicen que… que tal vez no le queda mucho tiempo. No quería que usted lo supiera. Decía que se iba a preocupar demasiado.
Me senté en el borde de la cama porque las piernas ya no podían sostenerme. De golpe recordé su energía el día de la boda, sus pasos firmes al bailar con ella, las carcajadas en la fiesta, el brillo en sus ojos. No había visto las señales. O quizá no quise verlas.
Lucía se arrodilló frente a mí, con el rostro enrojecido por el llanto.
—Los sangrados empezaron hace unas semanas —explicó—. De la nariz, de las encías… A veces, mientras duerme. Yo cambio las sábanas para que no se despierte rodeado de sangre. Quiero que, al abrir los ojos, vea la cama limpia, como si todo estuviera bien. Sólo quería protegerlo… no sabía qué más hacer.
Le tomé las manos entre las mías.
—Ay, Lucía… —murmuré, intentando hablar sin romperme—. No tendrías que haber pasado por esto sola.
A partir de ese día, ya no la dejé sola ni un segundo.
Empezamos a cuidar de Diego entre las dos, como un pequeño equipo silencioso. Cambiábamos las sábanas, preparábamos comidas ligeras, le acercábamos el vaso de agua cuando ya le costaba levantar los brazos. Nos turnábamos para velar sus noches, escuchando su respiración, agradeciendo cada amanecer en el que todavía seguía con nosotros.
Con el tiempo, empecé a comprender hasta dónde llegaba el amor de Lucía. No era sólo la esposa de mi hijo. Era su guardiana, su refugio, su paz en medio de la tormenta. Ella le hablaba con ternura, le leía en voz alta, le acariciaba el pelo cuando tenía fiebre. Y él, incluso débil, le sonreía como si fuera la única luz que necesitaba.
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