Pensé que la historia acabaría ahí. Que el Jefe de Estudios se iría a su despacho, escribiría un informe y, al cabo de unos días, volvería con otro candado más grande y una sonrisa de “esto no es personal”. Pero esa misma tarde, cuando el instituto se quedó vacío y la lluvia volvió a golpear las ventanas como uñas impacientes, vi algo que no esperaba: una circular en el tablón del pasillo.
No era una amenaza. No era un “queda terminantemente prohibido”. Era una reunión.
**“Convocatoria extraordinaria. Convivencia y necesidades básicas del alumnado. Aula de usos múltiples. 19:00.”**
Me quedé mirándolo con la fregona en la mano, como si las letras pudieran cambiar de sitio. En ese centro, las reuniones suelen ser para hablar de faltas, partes, sanciones y estadísticas. Nunca para hablar de hambre. Nunca para hablar de compresas.
Pensé en no ir. Yo no soy nadie. Soy Matilde, la que limpia, la que recoge papeles del suelo y borra las huellas de zapatos mojados. Pero recordé a Nerea plantándose delante de un candado como si fuera una puerta a la vida.
Así que fui.
A las siete, el aula de usos múltiples olía a calefacción vieja y a café recalentado. Había cuatro profesores, la orientadora con su carpeta de anillas, dos madres con cara de cansancio, un padre que no paraba de mirar el móvil, y el Jefe de Estudios sentado al fondo como un juez al que le han obligado a escuchar.
Y allí estaban ellos. No muchos. Pero los suficientes: Nerea, el chico del fútbol, una de las “populares” con el pelo perfecto y los ojos rojos de haber llorado, y dos chavales más que yo apenas reconocía porque siempre caminaban como sombras.
El director abrió la reunión con esa voz de quien habla para que quede constancia, no para que le entiendan. Dijo palabras grandes: “protocolos”, “seguridad”, “responsabilidad del centro”. Yo apreté el mango de la fregona contra la palma para no salir corriendo.
Hasta que la orientadora levantó la mano.
—Antes de hablar de normativa, —dijo— hablemos de la realidad. ¿Cuántos alumnos tenemos con dificultades económicas? ¿Cuántos faltan a clase por vergüenza? ¿Cuántos no desayunan?
Silencio. Ese silencio que cae cuando alguien nombra lo que todos ven pero nadie quiere decir.
Nerea se levantó despacio. La vi tragar saliva. Tenía quince años cuando la encontré temblando en el baño; ahora tenía la misma mirada, pero con una chispa más firme.
—Yo falto —dijo— cuando no puedo. Y no es por vaga. Es porque no quiero que me vean manchada. Porque una vez me pasó… y aún me acuerdo de las risas.
Se le quebró la voz, y en ese momento la chica “popular” se levantó también. Habló sin mirar a nadie.
—Yo me reí. —Sus uñas, largas y cuidadas, temblaban—. Me reí porque tenía miedo de que me señalaran a mí. Y desde que existe la taquilla… llevo semanas dejando cosas. Para compensar. Para no ser esa persona.
El padre del móvil lo bajó por fin. Lo miró como si acabara de descubrir que era de plástico.
El chico del fútbol se aclaró la garganta, incómodo, como si eso de hablar de emociones le diera alergia.
—La gente piensa que yo lo tengo todo. Pero mi madre trabaja de noche y mi padre… bueno, mi padre se fue. Yo he cogido de la taquilla, sí. Y también he dejado. Porque no es solo para “los pobres”. Es para el que lo necesita. Punto.
El Jefe de Estudios apretó la mandíbula. Yo lo vi. No era maldad. Era vergüenza. La peor de todas: la de darse cuenta de que llevas años mirando al pasillo sin ver a las personas.
El director carraspeó.
—Entiendo la situación, pero… —y ahí venía el “pero” de siempre.
Entonces, sin pensarlo, levanté la mano. Me sorprendí a mí misma. Todos giraron la cabeza hacia mí, la señora de la limpieza con el uniforme gris y las manos agrietadas.
—Perdone, —dije, y mi voz salió más fuerte de lo que esperaba—. Yo estoy aquí todas las tardes. Y les puedo asegurar una cosa: lo que hay en esa taquilla no es suciedad. Es dignidad. Y la dignidad no da problemas de higiene. Da problemas a quien no quiere verla.
Hubo un segundo de quietud, como si el aire se quedara suspendido.
La orientadora asintió despacio. El director me miró por primera vez, de verdad. No como se mira a un mueble del aula, sino como a una persona.
—¿Matilde, verdad? —dijo.
Yo asentí, tragando.
—¿Fue usted quien empezó…?
No lo dije. No hacía falta.
—No importa —intervino Nerea, rápida—. Ahora es de todos.
Y ahí, como si la frase abriera una compuerta, empezaron a hablar. Una madre contó que su hija había dejado de comer en el comedor para que su hermano pequeño tuviera más en casa. La otra madre confesó que había pedido un préstamo para pagar libros. Un profesor admitió que había visto alumnos dormirse en clase no por aburrimiento, sino por hambre. Y el padre del móvil, con la cara blanca, murmuró que en su casa “no iba tan bien como parecía”.
El director se pasó la mano por la frente. Cuando volvió a hablar, la voz le sonaba distinta, como si por fin se hubiera quitado la corbata del cuello.
—De acuerdo. —Respiró hondo—. La taquilla se queda. Pero necesitamos hacerlo bien. No para controlarlo, sino para protegerlo.
El Jefe de Estudios levantó la vista, sorprendido.
—¿Cómo? —preguntó, casi molesto.
—Con un protocolo humano —dijo la orientadora, y sonrió por primera vez—. Sin cámaras. Sin listas. Sin preguntas. Solo organización para que sea seguro y útil.
Y entonces pasó algo bonito, de esos momentos que no salen en la tele. Los alumnos propusieron turnos. La chica “popular” dijo que podían hacer una caja discreta en conserjería para donaciones. El chico del fútbol se ofreció para recoger ropa limpia de su barrio. Un profesor de tecnología, que parecía duro como un pupitre, dijo que podía reparar la cerradura sin cerrarla del todo, para que no quedara a merced de cualquiera con malas intenciones.
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