La semana en que Benno murió, lo aparté tres veces diciendo que estaba “muy ocupado”… y cada vez él me miró como si estuviera intentando despedirse.
Ahora, en mi pequeño piso de Madrid, con su comedero vacío en la cocina y la correa colgada detrás de la puerta, el silencio suena más fuerte que cualquier ruido de tráfico en la calle.
Benno tenía catorce años.
La veterinaria hablaba de la edad, del corazón cansado, de las articulaciones. Yo apunté las pastillas en un papel, marqué “revisión” en el calendario del móvil y seguí con mi trabajo desde casa: videollamadas, informes, correos que parecían urgentes. No quise ver que esa semana iba a ser la última.
El lunes estaba en una reunión en línea, ocho caras en pequeñas ventanitas discutiendo gráficos y números.
Benno se acercó cojeando, apoyó la cabeza en mis piernas. Pesaba, como si ese gesto le costara.
Silencié el micrófono.
—Ahora no, Benno… —murmuré, y lo aparté suavemente.
Él se sentó justo delante de la silla y se quedó mirándome. Largo rato. Sus ojos viejos parecían más claros que nunca. Yo no aguanté esa mirada y volví a la pantalla, convencido de que lo importante estaba ahí.
El martes tiró de la correa como no lo hacía desde hacía años.
No quería la vuelta rápida a la manzana. Insistía en ir hacia la plaza detrás de la iglesia del barrio, donde yo solía sentarme cuando acababa de llegar a Madrid, cuando todo era nuevo y Benno era casi un cachorro.
Llegamos al rincón donde había habido un banco.
Benno se paró allí, se sentó y se quedó mirando el espacio vacío. Yo aproveché para responder mensajes en el móvil. Él, quizá, estaba despidiéndose de una etapa de mi vida que yo mismo había intentado olvidar.
Yo tampoco lo entendí entonces.
El miércoles nos cruzamos con Diego, el chico del tercero.
Dieciséis años, auriculares enormes, sudadera con capucha. Normalmente sólo nos saludábamos con un gesto de la cabeza.
Aquella tarde, Benno se detuvo y tiró hacia él.
Le empujó la trufa gris contra la mano, moviendo la cola despacio.
Diego se quitó un auricular y sonrió.
—Hola, abuelo —le dijo al perro, acariciándolo entre las orejas.
—Está muy mayor —dije yo.
Diego asintió.
—A veces se queda sentado delante de tu puerta cuando llego del instituto. Como si comprobara que sigues ahí.
No supe qué contestar.
Solté una risa corta, incómoda, y cambié de tema. Pero aquella frase se me quedó clavada.
El jueves, Benno sacó de debajo de mi cama una vieja caja de cartón.
Cayeron unas fotos: yo con el pelo más largo, una sonrisa que casi no reconocía, un amigo de otra época, y Benno joven, con el lomo fuerte.
Benno atrapó con la boca su juguete preferido, un peluche destrozado en forma de oso, y lo llevó hasta mi cama. Lo dejó sobre la almohada, se sentó a un lado y me miró, como si me entregara algo.
Le hice una foto y se la mandé a una amiga.
“Se ha puesto nostálgico 😂”, escribí.
Ella respondió con emoticonos riéndose.
Yo guardé el móvil y le acaricié la cabeza sin pensarlo mucho, de paso, como quien hace un gesto automático.
El viernes respiraba con más esfuerzo.
Se levantaba, daba dos pasos por el pasillo y se quedaba parado, como si se le acabara la energía. Sus ojos buscaban los míos una y otra vez.
Llamé a la clínica. Me dieron cita para la semana siguiente.
“Sólo para controlar”, me repetí.
Esa noche se quedó mucho rato frente a la puerta del balcón.
El patio interior estaba en silencio, algunas ventanas encendidas, ropa tendida inmóvil en la cuerda. Benno olía el aire frío, quieto, atento.
Cuando lo llamé, regresó despacio, y al pasar rozó mi pierna con el costado, con una suavidad tan consciente que casi parecía una palabra.
El sábado decidí dejarlo todo y dárselo a él.
Cogí el transporte y lo llevé al Parque del Retiro.
Caminaba muy despacio, pero con una especie de determinación. Se detenía ante los árboles, olía los bancos, miraba a los niños que corrían detrás de un balón, a una mujer mayor que paseaba sola, a una pareja discutiendo en voz baja. Como si quisiera guardar todas esas imágenes.
Nos sentamos cerca del estanque, lejos del ruido.
Benno apoyó todo su peso contra mi pierna. Notaba su corazón latiendo rápido bajo el pelo, su respiración corta.
Por primera vez en muchos días, no saqué el móvil.
Nos quedamos simplemente allí, mirando el agua.
Esa noche, en casa, no quiso acostarse en su colchón del recibidor.
Se plantó en la puerta de mi dormitorio hasta que yo abrí los ojos.
—Ven, Benno… —susurré.
Se tumbó en el suelo, pegado a la cama, lo bastante cerca para que mi mano llegara a su lomo. Sentí cómo su respiración se hacía lenta, cómo su cuerpo se relajaba. Yo también me dormí así, con la mano sobre él.
El domingo, antes de que amaneciera, un ruido suave me despertó.
Benno estaba de nuevo frente al balcón, su cuerpo temblando ligeramente.
Abrí la puerta.
Entró un aire frío, el patio seguía oscuro, sólo una luz encendida en algún piso.
Benno no salió.
Miró hacia fuera, luego se giró hacia mí. En sus ojos no vi miedo, sino un cansancio hondo, antiguo.
Me arrodillé a su lado.
—Estoy aquí, Benno —dije en voz baja—. Estoy contigo.
Sentí su corazón desbocado bajo mi mano. Después, poco a poco, fue bajando el ritmo.
Él intentó apoyar la cabeza en mi palma una última vez.
Y allí, en ese borde entre el salón caliente y la madrugada helada, su cuerpo se quedó quieto.
Más tarde, la veterinaria me dijo, con voz muy suave, que muchos animales esperan a estar tocados por la persona que quieren para irse.
Era una frase pensada para consolar.
Una parte de mí se aferró a eso.
La otra no dejaba de contar todos los signos que no había querido ver en aquella semana.
Por la tarde, llamaron a la puerta.
Era Diego, sin auriculares, con una hoja en la mano.
—He dibujado a Benno —dijo, algo nervioso.
En el papel aparecía mi perro en el rellano de la escalera, sentado, con una pata levantada, como si saludara.
—A veces me esperaba cuando volvía del instituto —murmuró—. Le voy a echar de menos.
Le invité a pasar a tomar algo.
Hacía mucho que nadie se sentaba en mi mesa.
Hablamos del instituto, del trabajo, de lo raro que es sentirse solo viviendo pared con pared con tanta gente. Y hablamos de Benno, como si seguir pronunciando su nombre lo mantuviera un poco más en la casa.
Cuando Diego se fue, el piso seguía vacío, pero ya no sonaba igual.
Cogí el collar de Benno, lo hice girar entre los dedos y miré el rincón donde siempre dormía.
En un país donde tantos viven pegados a una pantalla o detrás de una puerta cerrada, un perro viejo me enseñó dónde mirar de verdad: hacia los otros, hacia los pequeños gestos, hacia esos silenciosos “adiós” que casi siempre descubrimos demasiado tarde.
No supe vivir bien su última semana.
Pero gracias a Benno, intentaré no perderme las próximas últimas veces, con nadie.
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