La semana después de que Benno murió descubrí que el silencio también tiene horarios: a las ocho de la mañana cuando debería sonar su cuenco, a las nueve de la noche cuando antes me traía la correa.
Y fue en ese silencio repetido cuando entendí que, aunque él se había ido, me había dejado trabajo pendiente.
Los primeros días, el piso olía a desinfectante de la clínica y a tristeza húmeda.
Lavé su manta, recogí sus juguetes, fregué el suelo como si así pudiera borrar la escena del balcón.
Pero el collar seguía allí, sobre la mesa, como una pequeña luna de cuero y metal, mirándome cada vez que pasaba.
Intenté volver a la normalidad.
Abrí el portátil, me conecté a las reuniones, asentí a las mismas frases de siempre.
“Optimizar procesos”, “aumentar productividad”, “alinear objetivos”.
Palabras huecas que rebotaban contra las paredes de ese mismo salón donde Benno había dado su último suspiro.
En una de esas videollamadas, vi mi propia cara en la esquina de la pantalla.
Ojeras marcadas, la espalda hundida, una expresión cansada.
Pensé en cómo me habría mirado Benno: con esa mezcla de paciencia y urgencia que sólo tienen los viejos perros que ya no quieren perder tiempo.
Cerré la tapa del portátil en mitad de una frase de mi jefe.
Por primera vez en años, no me disculpé.
No dije “problemas de conexión”.
Simplemente lo apagué.
El timbre sonó al rato.
Era Diego.
Llevaba una camiseta arrugada, la mochila colgando de un hombro y, bajo el brazo, una carpeta.
—He hecho otro dibujo —dijo, un poco avergonzado.
Esta vez era Benno en el parque del Retiro, con la correa suelta y las orejas medio caídas.
Los árboles eran torcidos, las personas alrededor apenas unos trazos, pero el perro estaba vivo en el papel.
—Es como lo recuerdo —logré decir.
Diego encogió los hombros.
—Mi madre dice que se nota cuando alguien te ha querido mucho. Que se te nota en la cara, en cómo hablas. Creo que a Benno se le notaba.
Lo invité a pasar.
Hicimos café, calenté leche.
Hablamos más de lo habitual.
De sus exámenes, de lo pesado que era estudiar en casa, de su padre trabajando todo el día fuera, de cómo la casa a veces le parecía demasiado vacía.
—Benno me hacía sentir menos solo en la escalera —confesó, casi en un susurro—. Era como un viejo portero que lo vigilaba todo.
Su frase me pinchó en un sitio que no sabía que tenía.
Yo había vivido tantos años pensando que Benno era “mi” perro, sin darme cuenta de que también había sido compañía silenciosa para otros.
Cuando Diego se fue, el dibujo se quedó apoyado en la nevera, sujetado por un imán con forma de sol.
Dos días después, bajé a tirar la basura y me encontré con la vecina del primero, la señora que siempre llevaba el mismo abrigo gris.
Iba cargada con bolsas pesadas.
Antes, yo habría pasado con un “buenas tardes” rápido.
Esta vez, algo en mí —o quizá la memoria de un hocico empujando manos— me hizo parar.
—¿Le ayudo? —pregunté.
Ella se quedó sorprendida un segundo, como si no estuviera acostumbrada a que alguien la viera.
—Si no es molestia… —respondió al final.
Subimos despacio por las escaleras.
Su piso olía a sopa y a fotos antiguas.
En el mueble de la entrada había una pequeña figura de cerámica: un perro blanco con manchas negras.
Ella vio hacia dónde miraban mis ojos.
—Era de mi marido —explicó—. Siempre decía que algún día tendríamos un perro de verdad. Al final, se nos pasó el tiempo.
Sonrió, pero había algo de tristeza en sus labios.
Nos quedamos un rato hablando en el marco de la puerta.
Su nombre era Carmen.
Llevaba treinta años en el edificio.
Sabía quién había vivido en cada piso, qué niños se habían marchado, qué parejas se habían separado.
Yo, que creía conocer el lugar porque sabía el código del portal y dónde estaba el contenedor de vidrio, descubrí que en realidad no había mirado a nadie.
Cuando volví a mi piso, el silencio ya no era sólo mío.
Tenía las voces de Diego, de Carmen, las historias que nunca había preguntado.
Esa noche, saqué de un cajón una libreta que hacía años que no usaba.
En la primera página escribí: “Últimas veces que no quiero perderme”.
Y debajo, una lista extraña: “Dar los buenos días a Carmen”, “preguntar a Diego por su examen de matemáticas”, “llamar a mi hermana sin mirar el reloj”, “bajar al parque sin auriculares”.
No eran grandes gestos.
Eran cosas pequeñas.
Como las de Benno.
Un sábado, varias semanas después, pasé por delante de la clínica veterinaria.
Había un cartel en la puerta: “Se necesitan voluntarios para pasear perros de protectora”.
Me quedé mirándolo más tiempo del necesario.
Dentro, el olor a desinfectante se mezclaba con el de pienso y miedo.
Una auxiliar me saludó con una sonrisa cansada.
—¿Puedo ayudarle?
Tragué saliva.
—He venido por lo de los paseos —dije—. No sé si podría… bueno, lo intento.
Ella asintió.
—Siempre hace falta alguien que camine despacio —comentó—. Hay muchos que ya son mayores.
La primera vez que sostuve otra correa sentí una traición leve en el pecho.
No era el tacto de Benno, no era su peso, no eran sus pasos.
Era un mestizo pequeño, de pelo rizado, con una mancha oscura sobre un ojo y un nombre que no terminaba de pegarle: “Rambo”.
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