La Última Semana de Benno y Todo lo que Aún Podía Salvar en Mí

Temblaba, no de frío, sino de desconfianza.

Me agaché a su altura.

—No vengo a sustituir a nadie —murmuré, más para mí que para él—. Sólo a caminar contigo.

Salimos.

El barrio era el mismo, pero de repente estaba lleno de detalles: el olor a pan de la esquina, la maceta nueva en el balcón de Carmen, el graffiti que nunca había leído, el sonido de una radio lejana en un piso abierto.

Rambo tiraba con timidez hacia los sitios donde había gente.

No quería cruzar calles vacías.

Se calmaba cuando oía voces.

Entonces pensé en Diego, en Carmen, en la cantidad de personas que, como ese perro, caminaban con miedo por pasillos sin nadie que les rozara la mano con un costado.

Cuando volvimos a la clínica, la auxiliar me miró de arriba abajo.

—Le ha sentado bien el paseo —dijo—. A los dos.

Sonreí sin darme cuenta.

Esa noche, de vuelta en mi piso, colgué el collar de Benno en otro lugar.

Ya no detrás de la puerta, como algo que se guarda y se olvida, sino en la pared del salón, junto al dibujo de Diego.

No como un altar triste, sino como un recordatorio.

Cada vez que lo miraba, veía no sólo al perro que se fue, sino a las manos que había empezado a tocar desde entonces: la de la vecina con las bolsas pesadas, la del chico del tercero con miedo a los exámenes, las correas temblorosas de los perros que necesitaban aprender que aún quedaban paseos.

Benno me enseñó tarde a mirar.

Pero no demasiado tarde para todo.

Su última semana fue mi gran fallo.

El resto de mi vida puede ser, todavía, mi disculpa.

Y en este país de pantallas encendidas y puertas cerradas, quizá la forma más sencilla de cambiar algo sea esa: levantar la mirada, notar al que tiembla a tu lado, ofrecerle la mano antes de que sea una última vez que no volverá.

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