Me lo explicó todo mientras yo bebía su café de prensa francesa: regímenes de custodia, tiempos de visita, cómo la «disipación de bienes comunes» jugaba a mi favor, posibles resultados.
Sus palabras eran frías y técnicas, pero en sus ojos brillaba una chispa. Le encantaban estos casos.
—Una cosa más —dije antes de irme—. Quiero que todo quede documentado. Cada mentira que le dijo a sus novias sobre estar divorciado, cada euro que movió, cada vez que manipuló a nuestras hijas. Quiero tenerlo tan atado que no pueda vender esto como un «nos fuimos distanciando».
Sofía sonrió.
Era la sonrisa de un tiburón al oler sangre.
—Haré que mi investigador empiece de inmediato.
Mientras tanto, Carlos estaba en caída libre.
Se había ido a vivir al piso moderno del centro —ese que yo, supuestamente, no debía conocer— y subía historias a redes sociales sobre «encontrar la paz en la soledad», con fotos cuidadosamente preparadas de él leyendo libros de filosofía en el balcón.
Libros de filosofía. Un hombre que en todos nuestros años de matrimonio no había leído nada que no fueran blogs de tecnología y foros de internet.
Su madre me llamó aquel fin de semana. Beatriz, la mujer que el día de nuestra boda dijo que yo era «exactamente la estabilidad que Carlos necesitaba», quería hablar.
—Carlos me ha dicho que lleváis años mal —dijo al teléfono, con ese tono de preocupación de suegra que en realidad significa «solo me creo la versión de mi hijo».
—¿También te ha contado que lleva tiempo teniendo aventuras? Plural. ¿O que ha ido sacando dinero de nuestros ahorros? ¿O que manipuló a Nora para que me ocultara cosas?
Silencio. Un silencio perfecto, incómodo.
—Seguro que ha habido un malentendido —intentó.
—No hay ningún malentendido. Tu hijo es un mentiroso y un infiel, documentado. Tengo capturas, extractos bancarios y testigos de sus exnovias. Pero sí, claro, hablemos de lo poco comprensiva que estoy siendo con sus «necesidades».
Colgué.
Era la primera vez en once años que le colgaba a Beatriz. Se sintió liberador.
Para el lunes 22 de septiembre, la noticia ya se había extendido por nuestro círculo.
Las ciudades grandes, en el fondo, son como pueblos: todo el mundo está conectado por alguna cadena de cafeterías, gimnasios, grupos de padres del colegio o clases de yoga.
Mireia se lo había contado a sus amigas, sus amigas a otras, y alguna amiga en común acabó contando la historia del «tío casado que iba por ahí diciendo que estaba divorciado».
La reputación de Carlos se estaba desmoronando en tiempo real.
Sus colegas de la empresa tecnológica empezaron a esquivarlo en los eventos de networking. Alguien «se olvidó» de incluirlo en la lista de la excursión anual a la montaña. Incluso el camarero de su bar de cócteles favorito le empezó a mirar torcido.
Pero lo que realmente le dolió fue esto: Nora dejó de hablarle.
Mi hija de ocho años, que lo adoraba, que había sido su sombra cada fin de semana, se negó a hacer videollamadas con él.
Cuando vino para su primera visita después de haberse ido de casa, ella se encerró en su habitación y no quiso salir.
—¿Por qué me hiciste mentirle a mamá? —le dijo a través de la puerta cerrada—. La mamá de mi amiga tiene a sus padres divorciados, y su papá no le hizo mentir. Tú dijiste que era nuestro secreto. Y los secretos no tienen que hacerte sentir mal.
Carlos estaba sentado en nuestro salón —bueno, ahora mi salón— con cara de haber recibido un puñetazo en el alma.
Jamás había pensado que sus actos tuvieran consecuencias más allá de que yo me enterara. No se le había pasado por la cabeza que su manipulación podía destrozar la confianza de su hija en él.
—Creo que deberías irte —le dije, tranquila—. De poco sirve tu tiempo de visita si tu hija no quiere verte.
Se fue.
Y por primera vez en seis meses, sentí algo diferente a la rabia o la tristeza.
Sentí poder.
El verdadero giro de la historia llegó un miércoles por la mañana de octubre. El 8 de octubre, para ser exactos.
Estaba en mi escritorio trabajando en el logotipo de una pequeña cervecería cuando sonó el móvil con un mensaje de un número desconocido:
«Hola, Laura. Soy Mireia Beltrán. Sé que es raro, pero… ¿podemos hablar? Tengo información que necesitas ver».
Mi primer impulso fue borrarlo.
El segundo, hacer una captura y mandársela a Sofía.
El tercero, el que acabé siguiendo, fue contestar:
«En la misma cafetería de la otra vez, 14:00».
Cerrar el círculo, pensé.
Mireia llegó con un aspecto muy distinto al de la primera vez que la vi. Sin maquillaje perfecto, sin americana de ejecutiva. Solo unos vaqueros, una sudadera y la cara de alguien que ha llorado últimamente.
Se sentó frente a mí con una carpeta de cartón que daba mala espina.
—No he venido a pedirte perdón —empezó—. O sea, lo siento, pero no es por eso por lo que quería hablar contigo.
—Entonces, ¿por qué?
Empujó la carpeta hacia mí.
—Porque Carlos no es quien ninguna de las dos creíamos. Y tú tienes derecho a saberlo antes de que el divorcio se vuelva aún más feo.
Dentro de la carpeta había extractos bancarios que demostraban que Carlos no tenía una, sino tres cuentas bancarias que yo desconocía. Tres.
La cantidad total escondida ascendía a 47.000 euros. Casi 50.000 euros de nuestro dinero común, desviados de forma sistemática durante dieciocho meses.
Y eso ni siquiera era lo peor.
—Me dijo que iba a pedirme matrimonio —dijo Mireia en voz baja—. Que estaba mirando anillos. Me enseñó fotos de una joyería del centro. Dijo que cuando se finalizara el divorcio quería empezar de cero conmigo, construir la vida que siempre había querido.
La miré fijamente.
—¿Me estás diciendo que planeaba casarse contigo mientras seguía casado conmigo? ¿Con dinero que había robado de nuestras cuentas?
—Todavía hay más —suspiró ella. Sacó unas capturas impresas—. Revisé su portátil después de enterarme de ti. Sí, ya sé, invadir su intimidad, lo que quieras. Tenía una carpeta llamada «Salida»… llena de documentos legales sobre custodia, reparto de bienes, incluso un borrador de correo a su jefe pidiendo traslado a otra ciudad. Lleva más de un año planificando esto, Laura. Tú no eras un obstáculo que él intentaba gestionar. Eras un recurso que estaba exprimiendo antes de irse.
El ruido de la cafetería se volvió un murmullo lejano.
Más de un año.
Mientras yo preparaba nuestro viaje de aniversario. Mientras le apoyaba con el estrés de la empresa. Mientras yo me levantaba a las tres de la mañana cuando Lucía tenía fiebre, hacía todas las recogidas del cole y cada tarea invisible que mantiene una casa funcionando.
—¿Por qué me enseñas esto? —pregunté al fin.
La mandíbula de Mireia se tensó.
—Porque conmigo ha hecho lo mismo que contigo. Me usó, me mintió, me hizo cómplice de hacerte daño. Y cuando ayer le enfrenté por el divorcio que, por lo visto, nunca existió, ¿sabes qué me dijo? —la voz se le quebró—. Que yo era «demasiado exigente» y que «necesitaba espacio para aclararse». La misma frase que seguramente te ha dicho a ti.
No se equivocaba.
—Y además —añadió Mireia— he encontrado otra cosa. Está hablando con una tercera mujer, una tal Delfina, del grupo de ciclismo. Lleva al menos dos meses escribiéndose con ella, incluso mientras estaba conmigo.
No pude evitarlo: solté una carcajada.
La desfachatez era casi impresionante.
Carlos estaba haciendo malabares con tres mujeres como si se entrenara para un circo, mientras en redes sociales se vendía como padre entregado.
—Gracias —dije al final—. De verdad. Esto… —toqué la carpeta—… lo cambia todo.
Mireia asintió y se levantó para irse. Luego se detuvo.
—Por lo que vale, tus hijas tienen suerte de tenerte. Él hablaba de ellas a veces, pero siempre como si fueran accesorios de su vida, no personas de las que es responsable. Tenía que haber visto ahí la señal de alarma.
Cuando se fue, me quedé sentada veinte minutos, digiriendo todo.
Luego llamé a Sofía.
—¿Qué tan rápido podemos pedir una modificación urgente de custodia? —pregunté.
—Si tienes documentación de abuso financiero y pruebas de que planea irse sin avisar, muy rápido. ¿Por qué?
Le conté todo: las tres cuentas, los planes de mudarse, el patrón de relaciones paralelas, la manipulación de nuestra hija.
—Presentaré la solicitud antes del viernes —dijo Sofía, y escuché cómo tecleaba sin parar—. También vamos a pedir una auditoría financiera completa. Si ha escondido 47.000 euros, puede haber más. Y, Laura, esa carpeta de «Salida» que demuestra premeditación y vaciado sistemático de bienes… al juez no le va a hacer ninguna gracia.
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