Colgué y miré por la ventana de la cafetería.
Había coches pasando, gente con bolsas de la compra, adolescentes riendo con sus móviles. El mundo seguía, como si mi vida no estuviera patas arriba.
Respiré hondo.
La siguiente fase iba a ser una auténtica clase magistral de guerra estratégica.
La siguiente fase fue, efectivamente, una clase magistral de guerra estratégica.
Sofía trajo a un perito contable, un hombre tranquilo de unos cincuenta años llamado Manuel, con pinta de bibliotecario y alma de inspector de Hacienda. Era de esos que hablan bajito, pero cada dato que suelta es un misil dirigido.
Manuel lo rastreó todo.
Descubrió que Carlos llevaba tiempo declarando menos ingresos de los reales, que facturaba parte de sus trabajos como «colaboraciones externas» para que no aparecieran en nuestras declaraciones conjuntas, que movía dinero a una cartera de criptomonedas (otros 12.000 euros) y que había pagado cenas, viajes y regalos a sus novias con nuestra tarjeta compartida, marcando esos cargos como «comidas con clientes» y «gastos de representación».
El piso del centro ni siquiera estaba a su nombre real, sino a través de una pequeña sociedad que había creado a mis espaldas.
La cifra total de fondos comunes malgastados y desviados rondaba los 73.000 euros.
En nuestro código civil eso no es solo «poner los cuernos».
Eso es fraude económico dentro del matrimonio. Y los jueces, en general, odian eso.
Pero yo no me quedé ahí.
Contacté con Patricia, la primera «novia paralela» de Carlos. Aceptó declarar por escrito sobre el patrón de mentiras de Carlos sobre su estado civil.
Luego hice algo que me hizo sentir un poco mala, pero absolutamente necesaria: me apunté a su grupo de ciclismo.
No para montar un numerito con Delfina, la tercera en discordia. No soy tan caótica. Solo quería observar.
Y sí, ahí estaba ella: veintitantos, aspecto de profesora de yoga, pegada a Carlos en las pausas para beber agua. Cuando subió a sus redes un vídeo de «salidas matutinas con este ser tan especial» y lo etiquetó, hice captura.
Prueba de que seguía con el mismo patrón de conducta en pleno proceso de divorcio. Sofía estaba encantada.
—La mayoría de los divorcios son aburridos, solo papeleo —me dijo en una de nuestras reuniones—. Esto… esto es por lo que merece la pena haber estudiado Derecho.
También hice algo que estaba evitando.
Senté a Nora y a Lucía en la mesa de la cocina y les conté una versión adaptada a su edad de la verdad. No los detalles feos, pero lo suficiente.
—Papá ha tomado decisiones que no han sido sinceras —expliqué una tarde mientras hacíamos decoraciones de otoño—. Y esas decisiones han hecho daño a nuestra familia. Por eso ya no vive aquí.
—¿Es por la señora del centro comercial? —preguntó Nora en voz bajita.
Sentí cómo se me encogía el corazón.
—Eso forma parte, sí —contesté—. Pero sobre todo es por algo más grande: papá no ha sido honesto con nosotras. Y eso no está bien, ni siquiera en los adultos.
Lucía, mi filósofa de cinco años, levantó la vista del pegamento con purpurina.
—¿Papá está castigado?
—Más o menos —dije—. Es como un castigo muy largo.
Para el 23 de octubre tenía un informe pericial que detallaba los 73.000 euros desaparecidos, declaraciones de dos exnovias, pruebas de que seguía liado con otra mujer, documentación de la manipulación a Nora y correos sobre su intención de irse a otra ciudad sin hablar de la custodia.
El abogado de Carlos, un amigo suyo de la universidad especializado en empresas y contratos, ya estaba mandando propuestas de acuerdo «amistoso».
Querían negociar, mantener la cosa «civilizada».
Sofía me mandó un mensaje:
«Están asustados.»
«Bien —le respondí—. Que suden hasta la vista.»
La vista preliminar se fijó para el 14 de noviembre.
Se suponía que iba a ser un trámite. Una audiencia donde cada parte presenta su postura inicial, el juez dicta medidas provisionales y todos se van a casa a prepararse para el juicio de verdad.
El amigo de Carlos, al que llamaré Tomás, parecía confiado. Llevaba coleta, barba recortada y esa seguridad de quien cree que todo se arregla con cuatro frases bien dichas.
Seguro que le había vendido a Carlos la idea de que «estas cosas se arreglan en mediación» y que «no hace falta ponerse dramáticos».
No tenían ni idea de lo que les esperaba.
Sofía se levantó con su traje negro perfectamente entallado y se dirigió a la magistrada, una jueza de familia de unos sesenta años llamada Pilar Núñez, famosa por tener paciencia cero con los juegos económicos.
—Señoría, este no es un divorcio típico —empezó Sofía, clara y firme—. Aquí no hablamos de una simple ruptura. Hablamos de un patrón de fraude económico, manipulación de una menor y engaño sistemático durante al menos dieciocho meses. Solicito incorporar a las actuaciones el informe pericial, las declaraciones testificales y las pruebas de conducta lesiva durante el propio proceso.
Le entregó al funcionario un dossier de varios centímetros de grosor.
La cara de Carlos se puso blanca. Tomás dejó de sonreír.
La jueza estuvo casi veinte minutos pasando páginas. Veinte minutos de silencio en una sala donde se oía cada tos, cada movimiento de silla, cada suspiro nervioso.
Yo miraba a Carlos removiéndose en su asiento, susurrando desesperado a Tomás, dándose cuenta, poco a poco, de que estaba hundido.
—Señor Benítez —dijo por fin la jueza, mirándole por encima de las gafas—. Aquí constan aproximadamente 73.000 euros de bienes gananciales disipados, cuentas bancarias no declaradas, uso de una sociedad interpuesta para ocultar un alquiler, indicios de irregularidades fiscales y, además… —pasó otra página— …la utilización de su hija de ocho años para encubrir una relación extramatrimonial.
Carlos abrió la boca.
No salió nada.
Tomás intentó intervenir.
—Señoría, mi cliente reconoce ciertos desajustes económicos, pero…
—¿«Desajustes»? —le cortó la jueza—. Su cliente ha vaciado cuentas comunes, ha mentido en declaraciones conjuntas y ha ocultado patrimonio en pleno proceso de divorcio. Eso, en mi juzgado, no es un «desajuste».
Volvió a mirar a Carlos.
—¿Dispone usted, señor Benítez, de los 73.000 euros para reintegrarlos al patrimonio común?
Silencio.
—Señor Benítez, le he hecho una pregunta.
—Parte está invertida… —balbuceó— en productos de alto riesgo. El mercado ha estado inestable.
—Es decir, jugó con dinero del matrimonio —resumió la jueza—. Muy bien. Entonces, esto es lo que va a ocurrir.
Se inclinó hacia el micrófono.
—Medidas provisionales: la señora Benítez mantiene la posesión exclusiva del domicilio familiar. El señor Benítez deberá abonar una pensión compensatoria mensual de 2.000 euros, más la pensión de alimentos que corresponda para dos hijas menores, a calcular según sus ingresos reales. Las visitas paternas serán supervisadas por un profesional designado por el juzgado, hasta nueva valoración.
Tomás se levantó de golpe.
—Señoría, con todo el respeto, eso es desproporcionado…
—Le recuerdo, letrado, que su cliente obligó a una niña de ocho años a guardar un secreto sobre su infidelidad —lo interrumpió la jueza—. Podría haber ordenado una suspensión total de las visitas. Siéntese.
Tomás se sentó.
—Además —continuó la magistrada—, el señor Benítez deberá presentar en el plazo de catorce días un listado completo de todos sus activos, incluidas cuentas digitales, inversiones y criptomonedas. El incumplimiento supondrá sanciones económicas y, si procede, la apertura de diligencias penales por alzamiento de bienes. Este juzgado remitirá, asimismo, copia del informe pericial a la administración tributaria para que estudie las irregularidades detectadas.
Yo intenté no sonreír.
De verdad que lo intenté.
Sofía me apretó la mano por debajo de la mesa.
—¿Algo más, señora Cárdenas? —preguntó la jueza.
—Solo una petición adicional, señoría —respondió Sofía—. Que se prohíba al señor Benítez cambiar de residencia a más de cincuenta kilómetros sin autorización judicial, dado que existen documentos que indican su intención de marcharse a otra ciudad.
—Concedido. —La jueza golpeó la mesa con el mazo—. Señores, nos volvemos a ver en la vista de enero. Se levanta la sesión.
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