Le dio una bofetada al abuelo en el estacionamiento… y no vio a los 47 camioneros

El tipo abofeteó al abuelo de 81 años tan fuerte que su aparato auditivo salió volando por el estacionamiento, sin saber que 47 camioneros lo estaban mirando desde dentro de la tienda.

Yo estaba echando gasolina en la gasolinera-tienda “El Camino”, a las afueras de la ciudad, cuando escuché la bofetada. Ese sonido inconfundible de palma contra mejilla, seguido del golpeteo de algo de plástico rebotando en el suelo.

Cuando me giré, vi a don Arturo Salgado —81 años, bombero voluntario jubilado, condecorado por salvar vidas— de rodillas en el estacionamiento, con sangre escurriéndole de la nariz.
El chaval que estaba delante de él no tendría más de 25. Gorra hacia atrás, tatuajes en la cara, pantalones medio caídos, grabando todo con el móvil mientras sus dos amigos se reían.

—Te hubieras metido en tus asuntos, viejo —dijo el chaval, acercando la cámara a la cara de don Arturo—. Esto va a tener un montón de vistas. “Abuelo bocón recibe su merecido”. Vas a ser famoso, abuelo.

Lo que el chaval no sabía era que don Arturo no había “bocado” nada. Solo les había pedido que movieran el coche de la plaza para personas con discapacidad para que él pudiera estacionar más cerca de la puerta con su tanque de oxígeno.

Lo que tampoco sabía era que “El Camino” era nuestro punto de reunión habitual, y que 47 miembros de la cooperativa de camioneros Ruta Firme estábamos dentro, en el salón del fondo, celebrando nuestra reunión mensual.

Yo soy Raúl “Tanque” Mendoza, 64 años, presidente de Ruta Firme.
Estábamos terminando el repaso de seguridad cuando escuchamos el alboroto.

Por la ventana vi a don Arturo intentando levantarse, las manos temblorosas mientras buscaba a ciegas su aparato auditivo.

—Hermanos —dije en voz baja—. Tenemos un problema.


La cosa con don Arturo es ésta: viene a esa gasolinera todos los jueves a las 14:00 en punto a comprar un billete de lotería y un café. Lleva quince años haciéndolo, desde que murió su esposa, doña Elena.

El dueño, don Ramírez, siempre le tiene el café preparado: dos cucharadas de azúcar, sin leche.
Don Arturo se sienta en la barra, cuenta historias de sus años de bombero, raspa sus billetes y se vuelve a casa.

Todo el barrio conoce a don Arturo.
Trabajó más de cuarenta años en el taller mecánico de la ciudad.
Arreglaba coches gratis cuando las madres solteras no podían pagar.
Enseñó a medio barrio a cambiar el aceite en su garaje.
Nunca pidió nada a cambio.

Y ahora estaba de rodillas en el estacionamiento mientras tres chavales lo grababan para subirlo a las redes.

El chico le dio una patada al aparato auditivo y lo mandó rodando por el asfalto.

—¿Qué pasa, abuelo? ¿No me oyes ahora? He dicho que TE LEVANTES.

Las manos de don Arturo estaban llenas de cortes por la caída. A los 81, la piel ya no rebota: se desgarra. La sangre se mezclaba con las manchas de aceite en el concreto mientras él intentaba incorporarse.

—Por favor… —dijo, la voz temblorosa, sin su aparato para medir el volumen—. Solo necesitaba aparcar…

—A nadie le importa lo que necesitas —se metió el amigo del chaval, también grabando—. Los viejos siempre pensando que mandan. Ahora es nuestra generación.

Fue entonces cuando hice la seña.

Cuarenta y siete camioneros nos levantamos al mismo tiempo. El ruido de las sillas arrastrándose sobre el piso de cemento resonó en toda la tienda.
Don Ramírez, que miraba nervioso desde detrás del mostrador, dio un paso atrás.

No corrimos. No gritamos.
Salimos en fila de dos, despacio, como si fuera cualquier otro día, pero con un ritmo en las botas que hizo que todos en el estacionamiento miraran hacia nosotros.

El chaval estaba tan concentrado en su vídeo que no nos vio al principio.

—Anda, diga algo para la cámara, señor —se burló—. Pida perdón por faltar el respeto…

Se quedó a medias cuando mi sombra lo cubrió.

Cuando se giró, aún con el móvil grabando, se encontró con mi pecho.
Luego levantó la mirada. Y la volvió a levantar.

—¿Algún problema? —pregunté tranquilo.

El chaval intentó hacerse el duro.

—Sí, este viejo quiso decirnos dónde aparcar. Ya lo pusimos en su sitio.

—¿Viejo mandón, eh? —miré a don Arturo, todavía en el suelo—. ¿Don Arturo Salgado? ¿El hombre que pagó el entierro del hijo de doña Rosa cuando la familia no tenía un peso? ¿El que enseñó a medio barrio a arreglar coches sin cobrarles? ¿Ese don Arturo?

La seguridad del chico empezó a tambalearse.
Sus amigos habían dejado de grabar. De repente estaban muy conscientes de que una muralla de chalecos reflectantes y brazos cruzados los rodeaba.

—Él… él nos llamó vagos —balbuceó.

—No —dijo don Arturo desde el suelo—. Les pedí que se movieran de la plaza para discapacitados. Tengo el permiso. Mi oxígeno…

—¡Cállese! —El chaval levantó la mano para abofetearlo otra vez.

Le sujeté la muñeca a mitad de camino. No fuerte. Solo firme.

—Ya basta.

—¡Suélteme! ¡Esto es agresión! ¡Estoy grabando!

—Mejor —dijo Lobo, mi jefe de disciplina—. Que se vea bien la cara de todos. A la policía le va a interesar tener testigos de cómo golpeaste a un hombre de 81 años con problemas de salud.

El chaval tiró de su brazo y se soltó.

—Nos vamos.

—No —dije—. No se van.

—¡No puede retenernos!

—Yo no te retengo. Pero vas a recoger ese aparato auditivo, vas a pedir perdón a don Arturo… y luego vas a esperar a la policía.

—Yo no pienso pedir perdón a nadie.

Fue don Arturo quien habló, todavía en el suelo, la voz más firme ahora:

—Déjalos ir, Raúl. Estoy bien.

Lo miré. Sangrando, humillado, con el aparato roto en algún lugar del estacionamiento… y aun así pidiéndome que los dejara ir.

—¿Está seguro?

—La violencia no arregla la violencia. Eso siempre decía Elena.

El chaval se rió.

—Eso, hazle caso al abuelito, chofer. La violencia no…

La bofetada llegó tan rápido que nadie la vio venir.

No vino de mí.
Vino de la novia del chaval, que acababa de llegar en su coche.

—Kevin, ¿qué demonios estás haciendo?

Salió del coche aún con el uniforme de enfermera. Caminó directa hacia nosotros.

—¿Ese es don Arturo? ¿ES DON ARTURO EL QUE ESTÁ EN EL SUELO?

Kevin se puso pálido.

—Cariño, puedo explicarlo…

—¿Explicarme qué? —lo cruzó de brazos—. ¿Que tiraste al suelo al hombre que arregló gratis el coche de mi mamá? ¿Al que te consiguió tu primer trabajo en el taller antes de que te echaran por robar herramientas?

Le soltó otra bofetada.

—¿Y ahora lo tiras al suelo?

—Nos faltó al respeto…

—¿Cómo? ¿Existiendo? ¿Siendo mayor?

Lo apartó de un empujón y se arrodilló junto a don Arturo.

—Don Arturo, lo siento muchísimo. Déjeme ayudarle.

—¿Lupita? —entrecerró los ojos—. ¿La pequeña Lupita Álvarez? ¿Ya eres enfermera?

—Sí, señor, gracias a la carta de recomendación que usted me escribió para la beca. ¿Puede ponerse en pie?

Dos de mis compañeros ayudaron a don Arturo a levantarse mientras Lupita revisaba sus heridas.
Kevin intentó escabullirse, pero Lobo se puso delante.

—Tu novia tiene razón —dijo Lobo—. Tienes que dar la cara.

—No tengo que hacer nada. Nosotros nos vamos.

Pero sus amigos ya se alejaban, borrando los vídeos de sus móviles. No querían saber nada más del asunto.

—Kevin —dijo Lupita, sin apartarse de don Arturo—. ¿Sabes lo que este hombre ha hecho por nuestro barrio? ¿Sabes por qué viene cada jueves?

—No me importa…

—Su esposa está enterrada en el cementerio del pueblo. La visita todos los jueves, y luego viene aquí a comprar un billete de lotería porque ella siempre decía que algún día tocaría el premio gordo. Lleva quince años haciendo lo mismo. Nunca ha ganado más de cincuenta euros, pero sigue jugando porque así se siente cerca de ella.

La pose de “duro” de Kevin se desmoronaba.
Las personas que se habían acercado —clientes, vecinos— conocían a don Arturo. Y todos miraban ahora a Kevin.

—Y tú —siguió Lupita— lo tiraste al suelo, ¿por qué? ¿Por unos “me gusta”? ¿Por unos vídeos? ¿Eso es en lo que te has convertido?

Don Ramírez salió con un botiquín y el café de don Arturo.

—Aquí tiene, don Arturo. Café, dos de azúcar, sin leche… De ahora en adelante, siempre invita la casa.

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