Llamé a emergencias al ver motoristas rodeando a mi hijo autista, pero lo que vi allí me destrozó

Catorce motoristas rodearon a mi hijo autista en un aparcamiento y empezaron a hacer algo que me hizo llamar al número de emergencias.

Pero cuando llegué y vi lo que estaba pasando de verdad, caí de rodillas llorando.

Mi hijo de 8 años, Nico, que no había pronunciado una sola palabra en cinco años, estaba de pie en medio del círculo haciendo sonidos que yo nunca le había oído hacer.

Los motoristas no le estaban haciendo daño. Le estaban salvando de una forma que ningún médico, terapeuta ni profesor de educación especial había conseguido.

Y todo empezó porque Nico se escapó de casa a las dos de la madrugada buscando algo que había visto en sus sueños.

Lo que estos desconocidos con chalecos de cuero hicieron después cambiaría todo lo que yo creía sobre la condición de mi hijo, sobre los juicios que hacemos a los demás y sobre el tipo de personas que salen con sus motos a las dos de la mañana.

Pero antes necesito explicar por qué Nico estaba en ese aparcamiento, por qué le atraía tanto el sonido de los motores, y por qué el líder del grupo de motoristas –un antiguo bombero– estaba arrodillado en el asfalto, con lágrimas corriéndole por la cara curtida, susurrando:

«Sé que estás ahí dentro, campeón. Mi hermano era igual que tú».


Me llamo Laura Martín. Soy madre soltera, tengo 34 años y trabajo en dos empleos para pagar la terapia de Nico. Su padre se fue cuando Nico tenía tres años, justo después del diagnóstico. Dijo que él “no se había apuntado a tener un hijo roto”.

Nico dejó de hablar con tres años. No fue poco a poco: simplemente dejó de hacerlo. Un día decía “mamá”, “galleta” y “te quiero”. Al día siguiente, silencio. Y desde entonces, silencio.

Los médicos lo llamaron “mutismo selectivo combinado con trastorno del espectro autista”.

Nos dijeron que quizá nunca volvería a hablar. Probamos de todo: logopedia, musicoterapia, terapias de juego, medicación, dietas especiales, oración. Nada funcionó.

A veces se comunicaba con una tableta, señalando dibujos. Pero la mayoría del tiempo vivía en su propio mundo, un mundo al que ninguno de nosotros podía entrar.

Sin embargo, estaba obsesionado con las motos. Podía ver vídeos de motos durante horas, balanceándose hacia delante y hacia atrás, tarareando.

El sonido de los motores parecía calmarle como nada más. Su profesora de educación especial decía que era solo una “fijación”, algo muy normal en niños autistas.

Aquella noche –la noche en que todo cambió– yo había hecho un turno doble en el hospital. Soy enfermera y nos faltaba personal.

Mi madre estaba cuidando de Nico, pero se quedó dormida en el sofá. Las cerraduras especiales que había instalado para evitar que Nico se escapara –era un artista de la huida– se suponía que debían mantenerle dentro, pero olvidé echar la de arriba del todo.

A las dos de la madrugada, mi móvil empezó a sonar con la alarma del localizador GPS que siempre lleva. Estaba a casi un kilómetro de casa, en el antiguo centro comercial abandonado a las afueras.

Nunca he conducido tan rápido en mi vida.

Cuando entré con el coche en el aparcamiento, los faros iluminaron la escena de la peor pesadilla de cualquier madre: catorce motos formando un círculo, con los motores encendidos, y en el centro, mi niño.

Puse el coche en punto muerto de golpe y salí corriendo, marcando el número de emergencias con manos temblorosas.

—¡Están rodeándole! —grité al teléfono—. ¡Por favor, vengan rápido! ¡En el centro comercial viejo, a las afueras!

Pero cuando me acerqué más, escuché algo que me hizo pararme en seco.

Nico se estaba riendo.

No solo riendo: estaba haciendo sonidos. Sonidos con intención.

Los motoristas habían colocado las motos de cara hacia afuera, creando un círculo protector alrededor de él.

Aceleraban los motores siguiendo un patrón, y Nico los dirigía como si fueran una orquesta, moviendo sus manitas arriba y abajo.

Cuando subía las manos, aceleraban más fuerte. Cuando las bajaba, aflojaban.

Y él hacía sonidos que encajaban con ellos: “Brum”, “Brrrr” y otros ruidos de motor que jamás le había oído.

El más grande de los motoristas, un hombre enorme con la barba gris hasta el pecho, estaba arrodillado al lado de Nico, sin tocarle –de alguna forma sabía que a Nico no le gustaba que le tocasen– pero lo bastante cerca como para agarrarle si se caía.

—Eso es, campeón —le decía con voz suave—. Tú dinos cómo tiene que sonar. Lo estás haciendo perfecto.

Nico miró al motorista e hizo otro sonido: —Rrrrrr.

El hombre aceleró su moto para igualar el sonido.

Nico soltó una carcajada y lo intentó otra vez, más fuerte: —RRRRR.

Las catorce motos aceleraron al mismo tiempo.

Fue entonces cuando yo caí de rodillas.

Mi hijo estaba comunicándose. Estaba conectando con otros. Estaba… jugando.

El líder del grupo fue el primero en verme. Levantó la mano hacia los demás, y los motores fueron apagándose poco a poco. Nico dejó de hacer sonidos al instante; su cuerpo se tensó.

—No, no, no —dijo el motorista con dulzura—. No hemos terminado. Las motos solo están descansando. —Me miró—. ¿Eres la mamá?

Asentí, incapaz de hablar por las lágrimas.

—Le encontramos caminando por la carretera —explicó—. Los coches se apartaban de golpe para no llevárselo por delante. Nosotros paramos el tráfico, intentamos sacarle de allí, pero se agitaba mucho cuando intentábamos alejarle.

Entonces Rafa encendió su moto, y el crío se encendió también. Empezó a hacer esos sonidos, intentando imitarnos.

Otro motorista, más joven y con los brazos llenos de tatuajes, añadió:

—Mi sobrino es autista. Reconocí los signos. El aleteo de manos, el balanceo. Pensé que el ruido le estaba calmando.

—No ha hecho un solo sonido en cinco años —susurré.

Los motoristas se miraron entre ellos.

—¿Segura? —preguntó el líder—. Porque lleva “hablando” con nuestras motos veinte minutos. Escucha.

Encendió de nuevo su moto, manteniendo las revoluciones bajas. Nico se animó enseguida e hizo un sonido grave, igualando el tono casi perfecto.

—Es ecolálico —dijo uno de los motoristas. Me giré y vi que lo había dicho una mujer con chaleco de cuero, de unos cincuenta y tantos años.

—Soy logopeda —se presentó—. Me llamo Rita González. Salgo los fines de semana con esta peña de exbomberos motoristas, “Los Guardianes”.

Tu hijo está mostrando ecolalia: imita sonidos. Es una buena señal. Significa que la capacidad verbal está ahí, solo que bloqueada.

—Hemos probado terapias de sonido…

—¿Y habéis probado motos? —preguntó con una media sonrisa—. Míralo. No solo está escuchando los motores. Los está sintiendo. Las vibraciones, los patrones. Para algunos niños dentro del espectro, esa sensación física les abre una puerta.

En ese momento llegaron los coches de policía, tres patrullas con las luces encendidas.

Los agentes se acercaron con cuidado, con la mano cerca del cinturón, porque catorce motoristas y un niño, a esas horas, parecía una situación peligrosa.

—Hemos recibido un aviso de posible secuestro de un menor…

—He sido yo —me apresuré a decir—. Me asusté. Ellos le están ayudando. Por favor.

El agente que iba delante frunció el ceño hasta que vio a Nico. Mi hijo se había acercado a una de las motos y tenía la mano sobre el depósito, sintiendo las vibraciones.

Ahora estaba haciendo otro sonido: —Bu-bu-bu-bu.

—Está intentando seguir el ritmo del motor al ralentí —explicó Rita—. Es impresionante.

El líder de los motoristas –su apodo era “Trueno”, supe después– se levantó despacio.

—Agentes, somos la Asociación de Motoristas Solidarios “Los Guardianes”. La mayoría somos bomberos retirados. Encontramos a este niño caminando en medio de la carretera. Somos padres, abuelos. Solo queríamos mantenerlo a salvo hasta que llegara su madre.

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