Uno de los policías reconoció a Trueno.
—¿Sois los que hacéis cada año la recogida de juguetes para el hospital infantil?
—Desde hace quince años —asintió Trueno.
La tensión bajó. Los agentes tomaron nota de lo ocurrido mientras Nico seguía explorando las motos, haciendo sonidos distintos con cada una. Las motos grandes de paseo sacaban de él un “bruuuum” grave; las motos más ligeras provocaban sonidos más agudos.
—¿Siempre le han gustado las motos? —me preguntó Rita.
—Siempre. Es su mayor obsesión. Ve vídeos de motos todo el tiempo.
—Existe un programa —dijo, sacando el móvil—. En otra ciudad utilizan motos con niños autistas que no hablan. Combinan sonido, vibración y ritmo… y han tenido resultados increíbles. Te puedo mandar la información.
Trueno la oyó.
—¿Un programa en otra ciudad? Eso podemos hacerlo aquí. ¿Cuántos estaríais dispuestos a ayudar? —preguntó al grupo.
Todos levantaron la mano.
—Podríamos quedar una vez a la semana —sugirió Rita—. En un lugar controlado. Empezamos solo con los motores y, si se puede, más adelante pequeños paseos.
—Yo no puedo pagar… —empecé.
—¿Te ha pedido alguien dinero? —me interrumpió Trueno—. Mi hijo volvió de una misión en el extranjero sin piernas y con la cabeza hecha pedazos. Esta hermandad le salvó. Le dio una razón para seguir. Ahora nos toca a nosotros devolver un poco de lo que recibimos.
Nico se había acercado a la moto de Trueno, una máquina enorme de color negro con detalles cromados. Puso las dos manos sobre el depósito y soltó el sonido más fuerte de la noche:
—¡TRUENO!
Todos se quedaron congelados.
Yo dejé de respirar.
—¿Ha dicho…? —murmuró alguien.
—TRUENO —repitió Nico, esta vez más claro, dando palmaditas al depósito de la moto.
Los ojos de Trueno se llenaron de lágrimas. Aquel hombre enorme, que seguramente hacía años que no lloraba, empezó a llorar delante de todos.
—Eso es, campeón. Eso es trueno. Así suena la moto.
—Trueno —repitió Nico, más suave, probando la palabra.
Fue su primera palabra en cinco años.
Las tres horas siguientes fueron un borrón en mi memoria. Los motoristas se quedaron hasta el amanecer, turnándose para encender sus motos para Nico, que hacía sonidos con cada una. No todas eran palabras, pero eran vocalizaciones claras, con intención.
Rita me explicó que las motos le daban a Nico un “puente”: algo que conectaba su mundo interior con el exterior.
Los sonidos predecibles, las vibraciones que él podía controlar, el hecho de que sus gestos hicieran que los motoristas aceleraran o parasen… todo eso le daba una sensación de control que nunca había tenido.
—¿De verdad podemos hacer esto? —le pregunté a Trueno cuando empezó a clarear—. ¿Sesiones cada semana?
—Señora, tenemos compañeros repartidos por media región. Si esto ayuda a tu hijo, somos capaces de cruzar el país en moto —contestó.
—¿Pero por qué? No nos conocéis.
Trueno señaló a Nico, que ahora estaba sentado en el suelo entre dos motos, con una mano en cada depósito, notando la diferencia entre las vibraciones.
—Ese crío iba por una carretera en mitad de la noche, siguiendo algo que no sabía explicar. Todos hemos estado ahí alguna vez.
Perdidos, buscando algo, atraídos por el sonido de los motores porque nada más tiene sentido. La única diferencia es que nosotros teníamos edad para comprarnos nuestras propias motos. Él necesita ayuda para encontrar la suya.
—Tiene ocho años. No puede conducir…
—No se trata de conducir —me cortó Trueno—. Se trata de pertenecer. De encontrar su voz. Aunque esa voz suene como un motor.
La noticia llegó a la televisión local y a internet en menos de una semana. “Motoristas rompen cinco años de silencio de un niño autista”. El vídeo de Nico diciendo “Trueno” se hizo viral.
De pronto, grupos de motoristas de otros lugares empezaron a escribir, contando historias parecidas.
Empezamos a reunirnos todos los sábados en una nave vacía que la asociación de exbomberos tenía alquilada.
Colocaban un semicírculo de motos, de distintos tamaños y sonidos. Nico iba de una a otra haciendo sonidos y, de vez en cuando, palabras sueltas.
“Suave”, para las motos menos ruidosas.
“Fuerte”, para las más potentes.
“Rápida”, para las motos deportivas.
Cada palabra era un milagro.
Rita invitó a otros logopedas a observar. Se quedaban boquiabiertos. Una profesora de una universidad muy prestigiosa llegó a decir que el caso de Nico podría cambiar la forma de trabajar con el mutismo selectivo en niños dentro del espectro autista.
Pero el gran avance, el avance de verdad, llegó seis semanas después.
Nico caminaba por delante de la fila de motos cuando se detuvo ante una nueva: una moto clásica, antigua, de un motorista que venía de otra ciudad. Puso la mano encima, sintió la vibración, y luego me miró directamente.
—Mamá —dijo, clarito—. Mamá, bonita.
Me derrumbé. Literalmente caí de rodillas, llorando. Seis semanas de terapia con motos habían conseguido lo que cinco años de terapias tradicionales no lograron.
—Usa tus palabras, mi amor —le susurré—. Por favor, usa tus palabras.
Se acercó a mí, ese niño que había estado encerrado en el silencio tanto tiempo, y puso su mano en mi mejilla.
—¿Mamá llora?
—Lágrimas de alegría, cariño. Mamá llora de alegría.
—Feliz —repitió, y volvió hacia las motos—. Trueno feliz.
Los motoristas también lloraban. Esos hombres duros, con chalecos llenos de parches y manos encallecidas, se secaban los ojos mientras un niño de ocho años encontraba su voz gracias a sus máquinas.
De eso han pasado ocho meses. Nico ahora habla con frases cortas. No de forma perfecta ni siempre clara, pero habla.
Me dice cuando tiene hambre, cuando tiene miedo, cuando quiere ir al baño. La semana pasada me dijo que me quería, por primera vez en cinco años.






