Llamé a la policía por la moto de mi padre… y el agente me reveló el secreto que me rompió por dentro

Odié la moto de mi padre… hasta que un policía me mostró por qué la montaba

Llamé a la policía contra mi propio padre por hacer demasiado ruido con su moto en el barrio, con la esperanza de que por fin se la llevaran y se acabara “esa maldita obsesión” que yo había odiado toda la vida.

La operadora anotó nuestra dirección mientras yo miraba desde la ventana de mi habitación. Abajo, papá sacaba brillo a los cromados de aquella moto vieja y ruidosa, sin saber que su hija de dieciséis años acababa de denunciarlo como si fuera un delincuente.

Esa moto lo había arruinado todo: el matrimonio de mis padres, mi vida social, mi oportunidad de ser “normal”. Yo solo quería que desapareciera para siempre.

Mamá se había ido por culpa de eso. Decía que ya no podía competir con “la otra mujer” de mi padre, y, sinceramente, yo pensaba que tenía razón. Papá quería más a esa moto que a nosotras.

Veinte minutos después, cuando la patrulla se detuvo frente a casa, sentí una victoria fría en el pecho. Por fin alguien le haría entender que su obsesión había roto nuestra familia.

Pero el agente que bajó del coche no se acercó para detener a mi padre.

Caminó despacio, se cuadró con respeto, le hizo un saludo y luego le estrechó la mano como si fueran viejos conocidos.

Yo no podía oír lo que decían desde arriba, pero vi a papá señalar nuestra casa. Los dos levantaron la vista… justo hacia mi ventana.

Me agaché de golpe, con el corazón a mil. ¿Cómo sabía que yo estaba ahí?

Cinco minutos después, papá llamó a la puerta de mi habitación.

—Catalina —dijo—. El agente Ramírez quiere hablar contigo.

Nunca lo había visto así. No estaba furioso. Estaba… decepcionado. Como si algo se le hubiera roto por dentro.

El agente estaba en la sala, con la gorra en las manos. Yo esperaba un sermón por hacer una denuncia falsa, o por exagerar. Pero no dijo nada de eso.

Sacó su teléfono y me enseñó una foto que me cambió todo lo que creía saber sobre mi padre… y sobre aquella moto.

En la pantalla aparecía una niña pequeña, quizá de cuatro años, acostada en una cama de hospital, conectada a máquinas. Abrazaba un osito de peluche que llevaba un chaleco diminuto de cuero, como si fuera un disfraz.

—Esa es mi hija, Lía —dijo el agente Ramírez, en voz baja—. Hace cuatro años se estaba muriendo. Necesitaba un trasplante de riñón. No había compatibilidad en la familia. Tu padre leyó nuestra historia en el periódico.

Miré a papá, confundida. Él no me miraba. Tenía los ojos clavados en el suelo.

—Tu padre se hizo las pruebas —continuó el agente—. Era compatible. Y le dio a mi niña su riñón… sin conocernos. Fue al hospital a las cinco de la mañana para la cirugía. En esa moto. Dijo que el rugido lo calmaba.

El mundo se me inclinó, como si la casa se moviera.

—¿Qué? —se me escapó.

El agente no levantó la voz. No necesitó hacerlo.

—Pero no es lo único. Desde entonces, cada mes, tu padre lleva a Lía a sus revisiones en esa moto… porque ella dice que ese sonido le recuerda que está viva.

Yo sentí náuseas, como si me faltara el aire.

—El “ruido horrible” que tú denunciaste… —añadió— es el sonido que mi hija llama su latido.

Quise decir algo, pero no me salió.

—Papá nunca me dijo… —murmuré, y me odié por lo pequeña que sonó mi voz.

—Porque así es tu padre —respondió el agente—. Y tampoco te ha contado lo de los otros catorce niños a los que ha ayudado.

—¿Catorce? —me tembló la voz.

Papá tragó saliva y por fin habló.

—El grupo… el grupo de motoristas con el que salgo a veces —dijo, casi como si pidiera permiso para existir—. Hacemos traslados médicos cuando se puede. Acompañamos a familias. Recaudamos para tratamientos. También hablamos de donación, para que la gente pierda el miedo.

El agente desbloqueó el teléfono y me mostró más fotos.

—Mira esta. —Señaló la pantalla—. Ese es Tomás Martínez. Tu padre y su gente reunieron treinta mil para su tratamiento contra el cáncer.

Pasó otra.

—Y esta es Sara Chen. Tu padre condujo ocho horas en una tormenta de nieve para entregar sus medicinas cuando hubo un error con la farmacia y no llegaban a tiempo.

Cada imagen era un golpe directo al estómago: niños con cicatrices, con sillas de ruedas, con pañuelos en la cabeza, sonriendo al lado de hombres con chaquetas de cuero y manos manchadas de grasa… al lado de mi padre.

—Pero mamá dijo… —empecé.

Papá me cortó, sin dureza.

—Tu madre se fue porque yo no quise vender la moto —dijo, apenas—. Lo que ella no entendió… lo que yo nunca supe explicarle… es que venderla era abandonar todo esto. ¿Cómo eliges entre tu familia… y niños que se están muriendo?

Me caían lágrimas sin permiso. Lloraba feo, con el cuerpo temblando, como si el pecho se me partiera.

—¿Por qué no me lo dijiste? —solté, más como queja que como pregunta.

Papá me miró por primera vez.

—¿Me habrías escuchado, Cata? —dijo despacio—. Has odiado esa moto desde que tuviste edad para sentir vergüenza. Cada vez que intenté explicarte algo, tú te ibas dando un portazo.

No tuve defensa. Porque era verdad. Todas las veces.

El agente Ramírez se levantó, ya listo para marcharse.

—Catalina, tu padre ha salvado más vidas con esa “moto estúpida” de las que la mayoría de gente salva en toda su vida. Quizá ya va siendo hora de que veas lo que hace de verdad.

Cuando el agente se fue, nos quedamos en silencio. Un silencio espeso, incómodo, lleno de cosas que yo nunca había querido mirar.

Al final, lo dije en voz baja:

—¿Me lo enseñas?

Ese fin de semana, por primera vez en mi vida, me subí detrás de mi padre en aquella moto grande y ruidosa. Me puse el casco, agarré su chaqueta con miedo… y salimos.

Fuimos al Hospital Infantil Santa Isabel.

Y cuando nos acercamos, pasó algo que yo no esperaba: una planta entera empezó a reaccionar antes de que siquiera entráramos. Como si el sonido avisara.

Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬

Scroll to Top