Llegó tarde a una entrevista por salvar a un desconocido… y horas después descubrió quién era en realidad
Las calles del centro de Madrid latían con la prisa del lunes por la mañana: tacones golpeando la acera, autobuses resoplando en los semáforos y voces rebotando entre fachadas de cristal y piedra. Claudia Rivas avanzaba esquivando gente, apretando contra el pecho una carpeta de polipiel ya gastada. Dentro llevaba su currículum, cartas de recomendación y algunas muestras de trabajos: semanas de preparación para una sola entrevista.
La empresa, Luna & Asociados, una agencia de marketing de tamaño mediano, la esperaba a las 10:00 en punto.
Para Claudia, aquello era “el momento”. La oportunidad de dejar atrás los turnos interminables sirviendo mesas por la noche y empezar, por fin, la vida profesional que soñaba desde hacía años. Miró el reloj: 9:45. Quedaban quince minutos.
Apretó el paso.
Entonces vio el revuelo.
Un pequeño círculo de personas se había formado en la acera, unos metros más adelante. Claudia redujo la marcha por pura curiosidad… y se quedó helada.
Un hombre yacía desplomado sobre el suelo. Tenía la piel pálida, casi ceniza, y el pecho no se movía. Rondaría los cincuenta y tantos. Llevaba un traje impecable, de esos que gritan “éxito” sin decir una palabra. Pero en ese instante nada de eso importaba.
No respiraba.
La carpeta se le resbaló de las manos.
Claudia se abrió paso entre la gente y se arrodilló junto a él.
—¿Señor? ¿Me oye? —preguntó con la voz temblorosa.
El corazón le golpeaba las costillas, pero una parte de su cabeza funcionó en automático: recordó un curso de primeros auxilios y RCP al que se apuntó dos veranos atrás, casi por insistencia de una amiga.
No había respuesta. No encontraba pulso.
—¡Alguien, llame a emergencias! —gritó, ya colocando las manos en el centro del pecho del hombre.
El mundo se redujo a un solo ritmo: una, dos, tres… Las compresiones le tensaban los brazos; el sudor le bajaba por la sien. Los labios del hombre empezaban a tornarse azulados, y a Claudia se le encogió el estómago de miedo, pero siguió.
A su alrededor, la mayoría miraba sin moverse. Algunos murmuraban. Alguna persona levantó el móvil, como si aquello fuera un espectáculo. Claudia no podía pensar en nada de eso. Solo en el pecho que no subía, en el aire que no llegaba.
Por fin se oyeron sirenas acercándose, cortando el ruido de la ciudad.
Dos sanitarios entraron con rapidez, se arrodillaron, la apartaron con cuidado y tomaron el control con una profesionalidad seca. Uno de ellos la miró un segundo, sin perder el foco, y le dijo con sinceridad:
—Puede que le hayas salvado la vida.
Claudia se echó hacia atrás, jadeando, con las manos temblorosas. Sintió un alivio que duró un instante… hasta que le cayó encima otra realidad como un peso.
Buscó la carpeta en el suelo. Los papeles estaban desparramados por la acera. Los recogió a toda prisa, torpe, con los dedos rígidos.
Su móvil vibró.
La pantalla marcaba: 10:07.
Ya era tarde.
La entrevista —la única puerta que llevaba meses intentando abrir— se había cerrado.
Claudia se quedó plantada en mitad de la acera, mirando cómo cerraban las puertas de la ambulancia. El hombre que acababa de salvar se lo llevaban a toda velocidad. La gente se dispersó como si nada. Y ella, de repente, se sintió sola con su decisión… y con su oportunidad perdida.
Se le quebró la voz cuando susurró para sí:
—¿Qué acabo de hacer…?
Cuando llegó a su piso pequeño, el cansancio se le pegó al cuerpo como una manta mojada. Le dolían los pies, la blusa estaba húmeda de sudor y la carpeta parecía pesar el doble.
Se dejó caer en el sofá y se quedó mirando el techo, sin fuerzas ni para llorar.
El móvil vibró con un correo nuevo.
Recursos Humanos – Luna & Asociados.
Claudia lo abrió con dedos temblorosos.
“Lamentamos informarle…”
No necesitó leer más.
Tiró el teléfono a un lado. Le ardía la garganta. Había hecho lo correcto —salvar una vida—, pero ese acto le había costado, según ella, el único futuro que tenía.
Las horas pasaron borrosas. No sabía si había dormido o solo se había quedado atrapada en su propia cabeza, hasta que un timbrazo agudo la sacudió.
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