Acosaron al chico nuevo — y entonces 10 motoristas aparecieron en la puerta del instituto
—¿Y tú por qué no te vuelves a donde viniste, eh? —escupió uno de los chicos, con una sonrisa torcida.
Era el primer día de Samuel en el Instituto Sierra del Roble. El sol caía fuerte sobre el patio, como en esas mañanas secas del norte de México, pero el frío de las voces a su alrededor le hizo encogerse por dentro. Tenía catorce años: ciudad nueva, escuela nueva, una oportunidad de empezar de cero… o eso creía.
En menos de unas horas, ya se había convertido en el blanco.
Un grupo de muchachos —rubios y morenos mezclados, ruidosos, con el uniforme impecable y la actitud de quien se cree dueño del mundo— lo acorraló cerca de la reja de entrada. Uno le empujó el hombro; otro le dio una patada a su mochila y los cuadernos salieron disparados sobre la banqueta.
—¿Ni eso puedes levantar, “nuevo”? —se burló otro.
Samuel tragó saliva y se agachó a recoger sus cosas.
—No quiero problemas —dijo en voz baja, casi como si hablar más alto fuera a empeorar todo.
Eso solo hizo que se rieran más.
El camión escolar ya se había alejado, y quedó el sonido de las carcajadas, el roce de los tenis contra el suelo y esa sensación amarga de estar solo en medio de todos. Samuel intentó mantenerse firme, pero otro empujón lo mandó al piso. Su libro de matemáticas cayó con un golpe sordo.
—Qué pena —dijo el cabecilla, Bruno, con media sonrisa—. Este no es tu tipo de escuela.
A unos metros, varios estudiantes miraban… y no hacían nada. Ese silencio dolió más que el empujón. Samuel levantó la vista desde el suelo con la vergüenza ardiéndole detrás de los ojos, como si le hubieran encendido una fogata en el pecho.
Hasta que un sonido nuevo se metió en el aire.
Un rugido profundo, rítmico.
Motores.
Diez motocicletas doblaron la esquina, una tras otra, con el brillo del metal reflejando el sol. El ruido era como trueno contenido. Las risas se apagaron de golpe. Los chicos se quedaron quietos, sin saber si correr o hacerse los valientes.
Los motoristas se acercaron despacio: hombres y mujeres con chamarras negras, cascos, botas fuertes. No eran gente que pasara desapercibida. Tenían una presencia que hacía que hasta el aire pareciera más serio.
El que iba al frente era alto y ancho de espalda, con barba entrecana que brillaba bajo el sol. Frenó cerca de la escena y dejó la moto al ralentí. Las otras se colocaron a su lado, justo frente a la puerta del instituto. Diez motores, diez corazones de acero latiendo al mismo tiempo.
Samuel seguía en el suelo cuando el hombre apagó el motor, levantó la mica del casco y miró a los chicos como quien ya ha visto demasiadas injusticias en la vida.
—¿Qué está pasando aquí, muchachos? —preguntó, tranquilo… pero con una autoridad que no necesitaba gritar.
Nadie contestó. La sonrisa de Bruno se desarmó.
—Nada… solo… lo estábamos ayudando a levantar —balbuceó.
El motorista alzó una ceja.
—Eso no parece ayuda.
Luego miró a Samuel.
—¿Estás bien, hijo?
Samuel asintió con un movimiento pequeño, sin mucha fuerza. Pero en ese instante ocurrió algo que se le quedaría grabado para siempre: detrás del hombre, los demás apagaron los motores y bajaron al mismo tiempo. Diez pares de botas tocaron el suelo con un golpe seco, como si la tierra les obedeciera.
Solo ese sonido hizo que los acosadores dieran un paso atrás.
Y entonces Samuel vio el parche en la chamarra del líder: “Hermandad de Acero — Veteranos”.
Gente que no toleraba cobardes.
Aquel momento —con sus cuadernos tirados, el orgullo lastimado y el retumbar de los motores todavía vibrando en el pecho— fue el instante en que todo cambió.
Los motoristas acompañaron a Samuel hasta la oficina. El pasillo, que unos minutos antes estaba lleno de murmullos y miradas curiosas, se quedó en silencio como una iglesia. La directora, la profesora Gálvez, parpadeó sorprendida cuando vio entrar a aquel grupo.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó con cuidado, midiendo cada palabra.
El líder se quitó el casco con calma.
—Me llamo Ramiro Salazar. Venimos con la Hermandad de Acero, un grupo de veteranos. Íbamos pasando y vimos a unos alumnos molestando a este muchacho.
Samuel se quedó a su lado, mirando al suelo, pero con los hombros un poco más rectos que antes.
La directora frunció el ceño.
—¿Acoso?
—Más bien una emboscada —dijo Ramiro, firme—. Solo queríamos asegurarnos de que llegara bien.
En menos de una hora, la historia corrió por todo el instituto. Bruno y sus amigos fueron llamados a la oficina. Sus excusas se enredaron, se contradijeron y terminaron cayéndose solas. Cuando revisaron las cámaras y quedó claro lo ocurrido, la consecuencia llegó rápido: suspensión y sesiones obligatorias con orientación escolar.
Ese mismo día, al salir, Samuel vio a los motoristas esperando cerca de la reja. Ramiro sostenía un casco extra en la mano.
—Súbete, hijo. Te llevamos a casa.
Samuel se quedó quieto, nervioso.
—No creo que mi mamá—
—Ya hablamos con ella —dijo Ramiro, y por primera vez se le notó una sonrisa leve—. Nos espera allá.
El trayecto fue una sacudida para el corazón de Samuel. El viento le pegaba en la cara mientras el convoy avanzaba por la carretera. Era una mezcla rara: miedo, libertad, y una sensación nueva, casi desconocida… como si por fin perteneciera a algún sitio.
Cuando llegaron, su madre, Laura, salió corriendo. La cara se le había puesto blanca del susto, pero al verlo se le llenaron los ojos de lágrimas. Abrazó a Samuel con tanta fuerza que casi lo dejó sin aire. Luego miró a Ramiro.
—¿Lo encontraron?
Ramiro asintió.
—A tiempo.
Laura les contó, ya más tranquila, que el papá de Samuel había sido militar y había fallecido algunos años antes. Los ojos de Ramiro se suavizaron, como si esa frase le hubiera tocado una herida antigua.
—Entonces tu hijo trae más fuerza de la que cree —dijo.
Esa noche se quedaron a cenar. Nada elegante: hamburguesas caseras, refrescos, risas sencillas llenando una casa que últimamente había estado demasiado callada. Samuel descubrió que cada uno de esos motoristas había pasado por momentos duros. Algunos hablaban poco. Otros contaban chistes malos. Pero todos tenían algo en común: esa forma de mirar como quien entiende el dolor ajeno.
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