Lo que hizo esta niña en el velatorio de su padre dejó a toda la familia completamente sin aliento

Lo que hizo esta niña en el velatorio de su padre dejó a toda la familia completamente sin aliento

En el velatorio de su padre, la pequeña Sofía, de ocho años, no se separaba del ataúd. Se sentó a su lado en silencio durante horas, sin apartar la vista de él. Todos pensaban que estaba en shock… hasta que, esa misma noche, se metió dentro para acostarse a su lado.

Había sido un día larguísimo. El salón de la casa de la abuela de Sofía estaba lleno de gente: vecinos, familiares, antiguos compañeros de trabajo de su padre, Andrés García. En el aire flotaba el olor a lirios y café recién hecho. Murmullos de conversación se mezclaban con el llanto ahogado de un bebé en algún rincón.

Pero Sofía no se fijaba en nada de eso. Llevaba sentada desde la mañana en una pequeña silla de madera, pegada al ataúd de su padre. Sus manos diminutas descansaban sobre la superficie barnizada, y sus piernas colgaban sin llegar al suelo.

—Cariño, ven a comer algo —le dijo su madre, Lucía, arrodillándose a su lado—. Tienes que comer, ¿sí?

Sofía no respondió. Ni siquiera la miró. Sus ojos seguían fijos en el rostro inmóvil de su padre, el mismo rostro que antes se iluminaba de risa cuando la arropaba por las noches.

Lucía suspiró, agotada.

—Tal vez necesita tiempo —murmuró la abuela de Sofía, desde detrás—. Déjala que haga su duelo a su manera.

Las horas fueron pasando y Sofía no se movió. La gente entraba y salía, susurrando que quizá la niña no entendía la muerte. Pero Sofía entendía más de lo que ellos creían. Ella había estado allí la noche en que el corazón de su padre se detuvo en el hospital; había visto a los médicos correr, intentarlo todo… y fracasar.

Ahora, lo único que quería era estar cerca de él una última vez.

Ya entrada la noche, la mayoría de los presentes se había ido. Solo quedaban algunos familiares, recogiendo platos y vasos vacíos. Lucía, rendida por el cansancio y las lágrimas, se quedó dormida en un sillón, con el rostro pálido y los ojos hinchados.

Fue entonces cuando Sofía se levantó en silencio. Sus pies descalzos apenas hacían ruido sobre el suelo frío. Se subió a la silla, se inclinó sobre el ataúd y dudó un instante.

Luego, muy despacio, levantó una pierna y se metió dentro.

El salón estaba en penumbra, iluminado solo por una lámpara en una esquina y algunas velas. Nadie se dio cuenta de su movimiento al principio… hasta que una tía suya se dio la vuelta y soltó un grito.

—¡Sofía!

Todos corrieron hacia el ataúd. Lucía despertó sobresaltada y se levantó de un salto.

Sofía estaba acostada junto a su padre, con la cabeza apoyada en su hombro, los ojos cerrados, como si durmiera.

El pánico llenó la habitación. Algunas personas empezaron a llorar, otros gritaban que la sacaran de ahí. Pero, en ese primer segundo congelado, Lucía no fue capaz de moverse. Se quedó helada, temblando, mirando a su hija dentro del ataúd, envuelta en el mismo silencio que rodeaba a los muertos.

El corazón se le encogió, porque por un instante no supo quién de los dos parecía más en paz: su marido difunto… o su niña viva.

—Sofía, cariño… ¡despierta, por favor!

La voz de Lucía se quebró mientras metía los brazos en el ataúd para sacar a su hija. Sofía respiraba con calma, tranquila, pero se negaba a abrir los ojos. Su mejilla seguía apoyada en el pecho frío de su padre cuando Lucía por fin consiguió apartarla.

Todos quedaron inmóviles. La tía que había gritado lloraba ahora, aferrada a su rosario, mientras la abuela de Sofía susurraba:

—No se ha desmayado… está descansando. Miren su cara.

El cuerpo pequeño de Sofía se quedó flojo en los brazos de su madre, pero su respiración seguía siendo regular. Era como si, al acostarse al lado de su padre, hubiera encontrado el único consuelo que nadie más podía darle.

Al cabo de unos segundos, la abuela tomó a Lucía del brazo y la guió hasta el sofá.

—Déjala descansar, hija. No la despiertes. Lleva muchos días aguantando todo esto por dentro.

Lucía se sentó, temblando, sin dejar de mirar el rostro de su niña. A la luz suave de la lámpara, se dio cuenta de algo: la mano de Sofía estaba fuertemente cerrada sobre algo que debía haber cogido del interior del ataúd.

Cuando Lucía abrió con cuidado su pequeño puño, se quedó sin aliento. Era un papel doblado.

Dentro, con la letra inconfundible de Andrés, había solo unas pocas palabras:

“Si algún día me pasa algo, dile a Sofía que lo siento. Quería quedarme más tiempo.”

Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas. No sabía que esa nota existía. Andrés la había escrito unas semanas antes del infarto, pero nunca se lo había mencionado a nadie. Llevaba meses trabajando jornadas larguísimas, intentando salvar el pequeño negocio familiar, ahogado por las deudas. Se había exigido tanto, que su corazón no resistió más.

Lucía entendió, en ese momento, por qué Sofía no había llorado. La niña había escuchado la discusión que tuvieron la semana anterior, cuando Lucía, desesperada, le reprochó a Andrés que quería más al trabajo que a su familia.

Y ahora, Sofía debía creer que su padre había muerto por aquella pelea.

Con la nota apretada contra el pecho, Lucía sintió un dolor más profundo que cualquiera de los que ya conocía. La culpa que creía haber escondido bien en el fondo volvió con toda su fuerza.

Sofía se movió en sus brazos, abriendo los ojos poco a poco.

—Mamá…

Lucía se secó las lágrimas a toda prisa.

—Estoy aquí, mi vida.

—Papá estaba frío —susurró Sofía, con voz débil—. Yo quería darle calor. No quería que estuviera solo.

Lucía rompió a llorar. Abrazó a su hija con todas sus fuerzas y le dijo entre sollozos:

—Tú no has hecho nada malo, corazón. Papá sabía que tú lo querías mucho.

Sofía escondió la cara en el hombro de su madre.

—Él me dijo… que lo sentía —murmuró, medio dormida—. Y que ya podía dormir tranquila.

Lucía se quedó rígida.

—¿Qué has dicho?

Sofía parpadeó, cansada.

—Que dijo perdón, y que me durmiera…

No era una afirmación sobrenatural, solo la imaginación intensa de una niña en duelo, buscando paz en medio del dolor. Pero aquellas palabras le atravesaron el corazón a Lucía como un rayo.

Por primera vez desde la muerte de Andrés, sintió que la culpa asfixiante se levantaba, aunque fuera un poquito.

Besó la frente de Sofía y susurró:

—Descansa, mi cielo. Mañana iremos a ver a papá juntas… y nos despediremos como él se merece.

Esa noche, cuando la casa por fin quedó vacía y las velas se consumían lentamente, Lucía se quedó sentada junto al ataúd hasta el amanecer, con la nota de Andrés entre las manos.

Comprendió que aquellas últimas palabras no eran solo para Sofía… también eran para ella.

A la mañana siguiente, la luz del sol se coló, suave, por las cortinas del salón, iluminando las coronas y ramos que rodeaban el ataúd de Andrés. El aire ya no se sentía tan pesado, solo silencioso. Tranquilo.

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