Sofía despertó en brazos de su abuela. Sus primeras palabras fueron suaves y seguras:
—¿Puedo despedirme de papá ahora?
Lucía asintió, con un nudo en la garganta.
—Sí, cariño. Vamos a hacerlo juntas.
La vistieron con un vestido blanco que Andrés le había comprado para su cumpleaños, uno que nunca llegó a estrenarse. Esta vez, cuando se acercó al ataúd, Sofía no lloró ni tembló. Se puso de puntillas, apoyó las dos manos sobre la madera pulida y esbozó una ligera sonrisa.
—Adiós, papá —susurró—. Gracias por decirme que no tenga miedo.
El silencio se hizo en la sala. Lucía sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. En la voz de la niña ya no había miedo, solo una calidez serena, la tranquilidad que llega cuando uno empieza a aceptar la realidad.
Cuando los empleados de la funeraria llegaron para llevar el ataúd al coche fúnebre, Sofía apretó la mano de su madre con fuerza. Caminaron detrás, paso a paso, siguiendo el cortejo que avanzaba hacia el pequeño cementerio donde Andrés sería enterrado.
Junto a la tumba abierta, el sacerdote dijo unas palabras breves. Lucía apenas escuchó nada; su mente volvía una y otra vez a los años compartidos con Andrés: las risas, las discusiones, los abrazos, las dificultades y el amor que, a pesar de todo, siempre estuvo allí.
Cuando llegó el momento de que Sofía dejara una flor sobre el féretro, la niña se inclinó y depositó un girasol solitario encima.
—Este es de parte de las dos —dijo en voz baja.
Lucía la miró, con las lágrimas corriendo sin freno por su rostro. Entonces metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó la nota que Andrés había escrito, la que Sofía había encontrado la noche anterior. La colocó con cuidado dentro del féretro, antes de que lo bajaran.
Sus manos temblaban mientras susurraba:
—Él lo sabe, Sofía. Sabe que lo perdonamos.
La ceremonia terminó. Poco a poco, familiares y amigos se fueron marchando, dejando palabras de consuelo antes de irse. Solo Lucía y Sofía se quedaron allí, sentadas un rato sobre la hierba, mirando cómo los trabajadores terminaban de cubrir la tumba.
Tras un largo silencio, Sofía se volvió hacia su madre.
—Mamá, ¿sigues triste?
Lucía asintió.
—Un poco, sí. Pero creo que papá querría que estuviéramos bien.
Sofía sonrió suavemente.
—Entonces yo también voy a estar bien.
Lucía rodeó a su hija con un brazo, sintiendo el latido firme y tranquilo de su pequeño corazón contra el suyo. Por primera vez desde la muerte de Andrés, ya no sintió el peso aplastante del dolor, sino algo distinto: amor… y la certeza silenciosa de que la vida seguiría adelante.
Esa noche, cuando Lucía arropó a Sofía en la cama, la niña susurró:
—Soñé con papá. Estaba sonriendo.
Lucía le dio un beso en la frente.
—Entonces quizá significa que está en paz.
Sofía la miró fijamente.
—Y nosotros también, ¿verdad?
Lucía sonrió entre lágrimas.
—Sí, mi vida. Nosotros también.
Cuando las luces se apagaron, la casa ya no se sentía vacía ni rota. No estaba marcada solo por la ausencia, sino llena del recuerdo sereno de un hombre que amó mucho, trabajó demasiado y que, gracias a la inocencia y el corazón de una niña, por fin fue perdonado.






