Me despidieron por ayudar a un motero en Nochebuena y cinco años después fueron ellos quienes me salvaron

Me despidieron como policía por ayudar a un motero a arreglar su luz trasera estropeada en Nochebuena, en vez de multarlo y llevarse su moto al depósito.

Veintitrés años de servicio intachable terminaron porque le di a un padre que intentaba llegar a casa con sus hijos una bombilla de repuesto de mi coche patrulla, en lugar de arruinarle la Navidad.

El comisario lo llamó “ayudar a una organización criminal”, aunque el único “delito” de aquel hombre era la pobreza y una luz trasera fundida.

Pero cuando ese motero se enteró de que me habían echado, hizo algo por mí que hizo llorar a un hombre duro como yo… y me enseñó lo que significa de verdad la palabra hermandad para gente como ellos.


El motero se llamaba Marco “Sombra” Díaz y, pese a su apodo intimidante y al chaleco de cuero lleno de parches de la peña motera “Hijos del Asfalto”, no era ningún jefe de banda peligrosa, sino un obrero agotado intentando volver a casa tras dieciséis horas seguidas en la fábrica de metal.

Le di el alto a las once de la noche del 24 de diciembre, en una carretera comarcal a las afueras de mi ciudad, una ciudad portuaria cualquiera de España donde todo el mundo parece conocerse… pero casi nadie se conoce de verdad.

Esperaba encontrar drogas, armas, algo turbio, basándome en los avisos que recibíamos casi a diario sobre los “Hijos del Asfalto”. En comisaría estaban obsesionados con ellos: demasiado ruido, demasiada chupa de cuero, demasiado fáciles de señalar.

En su lugar encontré una fiambrera, un bocadillo envuelto a medias, y un dibujo de niño pegado al depósito de la moto con cinta adhesiva. Ponía en letra infantil: “El ángel de la guarda de papá”.

Y vi pánico de verdad en sus ojos.

—Agente, sé que esto no tiene buena pinta —me dijo con las manos bien visibles en el manillar—. Pero acabo de salir de un turno doble en la fábrica. Mis niños me están esperando. Llevo tres días sin verlos despiertos.

La luz trasera no encendía nada. Por ley, debería haberle puesto una buena multa, inmovilizar la moto y acabar mi servicio tan tranquilo. El comisario había sido clarísimo: nada de excepciones para esa peña de moteros “conflictivos”, diera igual la historia que contaran.

Pero ese dibujo me tocó algo muy hondo. Mi propia hija solía dibujarme cosas parecidas cuando yo trabajaba turnos interminables.

—Levanta el asiento —le dije.

Frunció el ceño, confundido, pero obedeció. Yo fui al maletero del coche patrulla, cogí una de las bombillas de repuesto del pequeño kit de reparaciones que siempre llevaba y, en menos de cinco minutos, le cambié la luz.

—Feliz Navidad —le dije al terminar—. Vete a casa. Despacio. Que te esperan.

El alivio en su cara valía cualquier bronca que me cayera. O eso pensé.


Tres días después, estaba sentado frente al comisario Robles.

—Agente Herrera, explíqueme esto —dijo, tirando una foto sobre la mesa.

Era una imagen sacada de una cámara de seguridad, fija y fría: yo, claramente identificable, agachado detrás de la moto de Marco, arreglando su luz trasera.

—Señor, era Nochebuena —intenté mantener la calma—. El hombre no tenía antecedentes, venía directo de trabajar…

—¡Ese hombre es de los Hijos del Asfalto! Tenemos normas explícitas sobre los miembros de esa peña.

—Es un motero que trabaja en la fábrica, no un jefe de banda…

—Me da igual si es el Papa. Usted entregó material propiedad del ayuntamiento a un miembro de un grupo fichado. Eso es apropiación indebida y apoyo material a un elemento criminal.

—¡Era una bombilla de tres euros! —me salió del alma.

—Fue una ruptura de su juramento. Queda suspendido mientras se abre expediente.

La “investigación” fue una farsa. Ya habían decidido mi destino antes de empezar. Veintitrés años de servicio, de medallas, de noches hablando con gente al borde de tirarse de un puente, de proteger vecinos que ni siquiera sabían mi nombre… todo eso quedó reducido a una bombilla de tres euros.

La carta de despido llegó el 15 de enero. Motivo oficial: “Sustracción de material municipal y conducta impropia, concretamente prestar apoyo material a individuos pertenecientes a un entorno delictivo conocido”.

Me cerraron las puertas de todos los cuerpos de seguridad en cien kilómetros a la redonda. A mis cincuenta y un años, con hipoteca y dos hijos en la universidad, me quedé sin trabajo en la única profesión que había conocido.

Y ahí fue cuando la historia empezó a torcerse… para bien.


Estaba en el bar “El Puerto”, mi refugio de siempre, con mi tercer whisky delante, preguntándome cómo demonios le iba a decir a mi mujer que quizá perderíamos la casa, cuando la puerta se llenó de cuero y botas.

Entraron decenas de moteros de los Hijos del Asfalto, chalecos negros, parches, barbas, tatuajes. Al frente, Marco “Sombra” Díaz.

Mi mano, casi por instinto, fue hacia el lado donde antes llevaba la pistola reglamentaria.

—Tranquilo, Herrera —dijo Sombra, levantando las manos despacio, en señal de paz—. Venimos a ayudarte.

—No necesito vuestra ayuda —gruñí.

—¿No? ¿Qué tal va esa búsqueda de trabajo?

Se sentó sin pedir permiso y deslizó una tableta sobre la mesa. En la pantalla había una noticia: “Despedido un policía por un acto de bondad en Nochebuena”.

—Nosotros no lo filtramos —explicó—. Pero alguien sí. Y la historia está corriendo por todas partes. El problema es que el comisario Robles anda diciendo que tú estabas comprado por nosotros, que te vendiste.

—Jamás he cogido nada de nadie —respondí, más herido que enfadado.

—Lo sabemos —dijo Sombra—. Por eso estamos aquí.

Hizo un gesto con la cabeza y varios de los suyos empezaron a sacar carpetas de una mochila.

—Veintitrés años de policía. ¿Sabes cuántos de los nuestros has detenido en todo este tiempo?

—No sé… ¿unas cuantas docenas?

—Cuarenta y siete. Y cada uno de ellos dice lo mismo: que los trataste de forma justa. Sin pruebas inventadas, sin golpes gratuitos, sin cargos de relleno. Nos detenías cuando lo merecíamos y nos dejabas ir cuando no.

Abrió la primera carpeta.

—¿Te acuerdas de Tomás “El Flaco”? Lo detuviste en 2009 por una agresión. Era culpable y cumplió su condena. Pero tú te encargaste de que su hijo llegara al colegio todos los días mientras él estaba dentro. Lo llevabas tú mismo en el coche.

Me acordaba. La madre había muerto y el crío se quedaba solo si nadie lo ayudaba.

—¿Y qué? —mi voz sonaba más cansada que otra cosa.

—Que tú has sido el único policía honrado que hemos visto en años —dijo Sombra—. Y podemos demostrar que el que no lo es… es Robles.

Abrió otra carpeta. Fotografías del comisario Robles en un almacén junto al puerto, estrechando la mano a hombres trajeados que yo no conocía.

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