—Estos son del grupo de los Delgado —explicó—. Llevan años moviendo droga por el puerto. Robles ha estado aceptando su dinero para centrarse en nosotros en lugar de en ellos. Nosotros hacemos ruido, somos visibles, somos un blanco fácil para las estadísticas. Mientras tú arrestabas moteros por peleas de bar, ellos movían paquetes enteros de mierda al otro lado del mar.
—¿Y por qué no habéis denunciado esto antes? —pregunté.
Sombra soltó una risa amarga.
—¿Una peña de moteros acusando al comisario de corrupción? Claro, eso habría sonado perfectamente creíble, ¿no?
—Entonces, ¿por qué ahora?
—Porque ya no eres un policía defendiendo su puesto —respondió—. Ahora eres un vecino al que han pisoteado. Y los vecinos sí pueden presentar denuncias que alguien escuchará.
La sesión del pleno del ayuntamiento fue el 1 de febrero. Yo había presentado una reclamación por despido improcedente, pensando que iría mi abogado, mi mujer y, con suerte, un par de amigos.
En su lugar, cuarenta y siete miembros de los Hijos del Asfalto llenaron la sala.
No venían solos. Vinieron con sus familias. Esposas, hijos, abuelos. Todos limpios, vestidos con respeto, sentados en silencio. Todos allí para apoyar al policía que, en algún momento, había detenido a la mitad.
El comisario Robles se quedó blanco cuando los vio entrar.
—Esto es una maniobra de intimidación —balbuceó, dirigiéndose al alcalde.
—Esto es participación ciudadana —respondió con calma la esposa de Sombra, una maestra de primaria—. Y venimos a hablar del carácter del agente Herrera.
Uno por uno, empezaron a testificar. No sólo los moteros, también vecinos que se habían enterado de la reunión. La chica a la que había convencido de que bajara del puente aquella noche de invierno. La mujer maltratada a la que ayudé a salir de casa con sus hijos. El veterano sin hogar al que invité a cenar en vez de llevarlo al calabozo por dormir en la estación.
Luego se levantó Sombra.
—Tengo algo que el pleno necesita ver —dijo.
Sacó un pequeño dispositivo de memoria.
—Imágenes de seguridad del 24 de diciembre de 2014. Hace diez años.
En la pantalla del salón apareció un vídeo. Se veía a Robles, por entonces inspector, en un callejón detrás de un bar, golpeando brutalmente a un detenido esposado. El rostro del detenido se veía claro: era Dani, el hermano pequeño de Sombra. Dos días después, según el informe oficial, había muerto “al caerse durante la huida”.
—Hemos tenido esto diez años —dijo Sombra, con la voz temblando pero firme—. Nunca lo usamos porque sabíamos que nadie nos creería. Pero que el comisario despida al único policía decente por ayudar a alguien en Nochebuena… eso cambia las cosas. Si él echa al único honesto por un acto de humanidad, mientras él mismo encubre una muerte…
La sala estalló en murmullos y gritos ahogados. El alcalde tuvo que pedir silencio varias veces.
Robles intentó salir, pero se encontró con una muralla de chalecos de cuero en la puerta.
—Apártense —ordenó.
—Aquí fuera ya no manda usted, comisario —dijo Sombra, sin levantar la voz—. Usted despidió al único policía al que respetábamos.
La investigación que siguió fue rápida y demoledora. Robles fue detenido por una unidad de investigación externa. Cuando salieron a la luz sus tratos con el grupo de los Delgado, entraron también organismos nacionales.
Cayeron con él otros diecisiete agentes implicados en sobornos, informes manipulados y favores “olvidados”.
A mí me reincorporaron con todos los atrasos y una promoción a teniente. El alcalde me pidió disculpas públicamente. El ayuntamiento cerró el caso con una indemnización lo bastante grande como para pagar la hipoteca de la casa.
Mi primer día de vuelta al uniforme, recibí un aviso: pelea en el bar “El Puerto” entre moteros y unos chavales borrachos que habían empezado a destrozar las motos aparcadas fuera.
Entré solo. Mi pareja todavía estaba de camino.
Los Hijos del Asfalto estaban allí, formando un semicírculo entre los estudiantes borrachos y las motos.
—Buenas noches, teniente —saludó Sombra, con una media sonrisa—. Estos chicos ya se iban, ¿verdad?
Los chavales empezaron a soltar insultos contra “los picoletos” y “los moteros de mierda”. Uno lanzó una botella que pasó zumbando a pocos centímetros de mi cabeza y se estrelló contra la pared.
Entonces entendí del todo lo que Sombra me había dicho una vez sobre el olor a cuero empapado de cerveza. Porque, de repente, ya no estaba solo.
Los moteros se adelantaron medio paso. No levantaron las manos, no empujaron a nadie. Sólo se plantaron ahí, como un muro, dejando muy claro que cualquiera que quisiera hacer daño al policía tendría que pasar primero por ellos.
—O venís por las buenas —les dije a los chavales—, o tendréis que explicarle al juez por qué decidisteis atacar a un agente mientras destrozabais la propiedad de un grupo de veteranos.
(La mitad de los Hijos del Asfalto habían servido en el ejército o en servicios de emergencia.)
Vinieron por las buenas.
Más tarde, ya en comisaría, mientras los chicos rellenaban papeles con resaca moral, Sombra se acercó a mí.
—Esa luz trasera que arreglaste no sólo salvó mi Navidad —dijo.
Lo miré, sin entender.
—Mi hija estaba en el hospital aquella noche —continuó—. Leucemia. El médico no sabía si llegaría a la mañana siguiente. Por eso iba tan rápido. Tenía miedo de que se fuera sin verme.
—¿Y…? —me costó preguntar.
—Remisión. Lleva cuatro años limpia. Quiere ser policía, imagínate. Dice que quiere parecerse al agente que ayudó a su padre a llegar a tiempo.
Tuve que girarme un segundo para recomponerme.
—Te apoyamos, Herrera —añadió Sombra—. No porque seas blando con nosotros. ¡Si me has detenido dos veces en el último mes! Te apoyamos porque eres justo. Porque ves a la persona antes que al chaleco o a la placa.
De eso hace cinco años. Ahora soy capitán y dirijo una comisaría muy distinta a la que manejaba Robles. Seguimos deteniendo a los Hijos del Asfalto cuando se pasan de la raya; hace nada tuvimos que multarlos por organizar una timba ilegal de cartas.
Pero cuando el hijo del agente Martínez murió atropellado por un conductor borracho, los Hijos del Asfalto hicieron de guardia de honor en el funeral. Cuando organizamos campañas de juguetes en Navidad, ellos aportan tanto como nosotros. Cuando los nuevos policías necesitan aprender sobre seguridad en moto, ¿quién crees que se ofrece primero para dar la charla?
La bombilla de tres euros que casi acaba con mi carrera cuelga ahora enmarcada en la pared de mi despacho. Justo al lado hay una foto de la última Navidad: yo, con el uniforme, rodeado de cuarenta y siete moteros en el hospital infantil, cargados de juguetes.
Robles está cumpliendo una larga condena. La estructura criminal de los Delgado fue desmantelada. ¿Y los Hijos del Asfalto? Siguen siendo rebeldes, siguen dando guerra con sus fiestas ruidosas, siguen oliendo a gasolina y cerveza.
Pero cuando, en un servicio complicado, huelo ese cuero gastado detrás de mí, sé que no estoy solo. Porque a veces la hermandad va más allá de las placas y de los parches. A veces, hacer lo correcto pesa más que seguir el reglamento al pie de la letra.
Y a veces, una simple bombilla de tres euros lo cambia todo.
Sigo siendo policía. Pero aprendí algo aquella Nochebuena en la que ayudé a un motero “señalado” a llegar a casa con su hija enferma: la famosa “línea azul” no es la única que sostiene a una comunidad.
También la sostienen la hermandad de la carretera, los padres que sólo quieren llegar a tiempo, la gente que no olvida un gesto de bondad y lo devuelve multiplicado.
La placa y la hermandad. Enemigos naturales que acabaron siendo aliados improbables.
Todo porque, una Nochebuena, decidí ser primero humano… y después policía.
Los tres euros mejor gastados del ayuntamiento.






