El café todavía estaba caliente cuando vi entrar a dos mujeres con prisa y una mirada de “aquí pasa algo”.
Eran de ese tipo que no piden, ordenan. Traían mochilas, chaquetas abiertas, el pelo recogido a medias y el mismo gesto de quien vive con el reloj clavado en el pecho.
No hacía falta ser adivina para saber lo que buscaban. Mi nombre no está escrito en mi frente, pero la culpa sí suele caminar delante de los demás, como un perro suelto.
Mi móvil volvió a vibrar sobre la mesa, insistente. Doce llamadas se habían convertido en dieciséis. La pantalla mostraba “Candela” otra vez, y debajo, un mensaje nuevo: “Mamá, por favor. Vega está llorando. Mauro no se pone los zapatos. ¿Qué haces?”
Leí despacio. Como quien se permite, por primera vez, el lujo de leer su propia vida desde fuera.
En la cafetería sonaba una radio bajita. Alguien reía en una mesa del fondo. Había olor a pan tostado y a mantequilla. El mundo seguía girando sin mi agenda.
Me di cuenta de algo: no era que me hubieran olvidado. Era que habían construido una rutina tan sólida sobre mí que, al quitarme, el suelo se les abrió como una trampilla.
No contesté. No todavía.
Terminé la última miga de tostada, me limpié la comisura con la servilleta y abrí el libro por la página marcada. No porque estuviera concentrada. Sino porque necesitaba ver, aunque fuera en letras, otra historia distinta a la mía.
Pasaron diez minutos.
Entonces entró Candela.
La reconocí por su manera de mirar antes de entrar del todo, como si el espacio la pudiera regañar. Venía con el abrigo mal puesto y la cara lavada a toda prisa. En una mano sostenía el móvil como si fuera un arma. En la otra, las llaves del coche.
Me vio. Y se quedó quieta.
No fue un “¡por fin!”. Fue un “no puedo creerlo”. Como si yo fuera un mueble que, de repente, hubiera decidido salir andando.
Se acercó a mi mesa con pasos cortos, conteniendo el enfado y algo peor: el miedo.
—¿Pero estás bien? —dijo, y fue lo primero que hizo bien en toda la mañana.
Asentí sin entusiasmo.
—Estoy perfecta.
Candela miró la taza, la tostada, el libro. Miró mi cara como si buscara una fiebre o una explicación escrita en la piel.
—Mamá… —bajó la voz—. Los niños… la reunión… el colegio… ¿dónde estabas? ¿Por qué no has venido?
Ahí estaba el verbo. “Venir”. Como si mi vida fuera un servicio de reparto.
Dejé el libro despacio. No cerré de golpe. No quería dramatismo. Quería verdad.
—Estoy aquí —dije—. En una cafetería. Desayunando.
—¡Eso ya lo veo! —se le escapó, y se mordió el labio como si se arrepintiera demasiado tarde—. No me refiero a eso.
La observé. Tenía ojeras. Una mancha pequeña de maquillaje sin difuminar en la mejilla. Las manos ligeramente temblorosas. No era maldad lo que traía. Era agotamiento. Y costumbre.
—¿Y qué te creías que iba a hacer? —pregunté—. ¿Seguir igual hasta que me rompa?
Candela apretó las llaves. Sonó el metal contra metal como si la vida le estuviera temblando también.
—No entiendo esto. Ayer estabas… normal.
—Ayer escuché algo —dije, y mi voz se quedó más tranquila de lo que esperaba—. En el pasillo. Tú estabas con Vega.
Candela tragó saliva. Su cara cambió en una milésima. Como cuando recuerdas el sonido exacto de una frase y te das cuenta de que esa frase fue un cuchillo.
—Mamá, eso… son cosas de niños.
—No. Eso fue una cosa tuya —respondí, sin levantar el tono—. Vega es una niña. Tú eres una mujer adulta. Y te reíste.
Candela abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla. Su cuerpo buscaba una salida. El café no tenía puertas traseras para ella.
—No me reí… —empezó.
—Te reíste —repetí—. Y luego dijiste que Bibiana es “muy divertida”. Como si eso explicara que yo sea… ¿cómo era? Ah, sí. La aburrida. La estricta.
Candela se sentó sin pedir permiso. Se sentó porque las piernas ya no le sostenían el personaje. La madre organizada. La hija agradecida. La mujer que “puede con todo”.
—No quise decirlo así —susurró.
—Lo dijiste como lo sentías.
Ella bajó la mirada a la mesa. A la madera con pequeñas marcas. A mi taza. A mi vida convertida en objeto.
—Mamá, estoy hasta arriba. No tengo tiempo. No me da la vida. Y sí… Bibiana llega y… todo es fácil. Los niños la adoran. Y yo… —se le humedecieron los ojos de rabia y vergüenza— yo necesito que me quieran. Aunque sea por un rato.
Ahí estaba. No era solo mi historia. Era la de todas. La de la cadena de mujeres sosteniéndose con las uñas. La de las madres que quieren ser la “divertida” porque la “responsable” siempre se lleva la peor parte.
No me ablandé por eso. Pero lo entendí.
—Yo también necesitaba que me quisieran por algo que no fuera limpiar, cocinar y llevar —dije.
Candela alzó la vista, con un gesto casi infantil.
—Te queremos.
Me reí, una risa corta, sin alegría.
—¿Me queréis o me usáis?
La pregunta quedó flotando como humo. En la mesa de al lado, alguien removía azúcar. En la nuestra, el tiempo se detuvo.
Candela se tapó la cara con una mano.
—Mamá, lo siento. Lo siento de verdad. Pero… hoy ha sido un desastre. Mauro ha vomitado del nervio. Vega no quería ponerse el abrigo. Y yo he tenido que cancelar la reunión. Y tu yerno está que trina.
—Claro —dije—. Porque si yo no estoy, todo se cae.
—No lo digas así.
—¿Cómo lo digo entonces? —pregunté, y mi voz por fin tembló un poco—. ¿Como lo que soy? La infraestructura silenciosa.
Candela respiró hondo. Y por primera vez no buscó justificarse. Buscó un puente.
—¿Qué quieres? —preguntó, y su tono cambió—. Dímelo. No lo sé. No lo sé, mamá. Pero dime qué quieres.
Me quedé callada. Porque esa pregunta, tan simple, era nueva. Nadie me preguntaba qué quería. Me preguntaban si podía.
Miré mi libro. Miré la calle por el cristal. Un coche pasó despacio. Un perro olfateaba una farola. Las cosas pequeñas que se pierden cuando solo vives para apagar incendios ajenos.
—Quiero volver a ser tu madre —dije al fin—. No tu empleada. Quiero ser la yaya de los niños, no la conductora, ni la cocinera, ni la administradora de tu casa.
Candela asintió, con lágrimas ya sin disimular.
—Vale.
—Y quiero límites —añadí—. Horarios. Días. No “cuando te venga bien”. No “es solo esta semana”. No “por favor, mamá, es una urgencia”.
—Pero…
Levanté una mano.
—Escucha. Te he ayudado siete años. No me arrepiento de amar a mis nietos. Me arrepiento de haber permitido que mi amor se volviera invisible.
Candela tragó.
—¿Y qué hacemos ahora?
Me incliné un poco hacia ella.
—Ahora vas a volver a tu casa y vas a decirles a los niños que la Yaya también tiene una vida. Que la Yaya también se cansa. Que la Yaya no está para que todo funcione, está para quererlos.
Candela parecía a punto de decir “pero son pequeños”. Y se mordió la lengua.
—¿Y yo? —dijo, muy bajito—. ¿Qué hago yo?
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