La última vez que vi a mi abuelo con vida fue seis meses antes de que muriera, en su 86 cumpleaños. Me miró como si fuese transparente cuando le di la mano y le dije “felicidades”, y enseguida giró la cabeza para hablar del último ascenso de Tomás en un gran fondo de inversión.
Esa noche decidí que había terminado de intentarlo. Él había dejado claro quién importaba en la familia y quién no. Y yo no entraba en la lista.
Por eso, cuando estábamos en su despacho para la lectura del testamento, no esperaba nada. El orden ya estaba decidido, escrito en piedra… o mejor dicho, en notaría y en acciones.
La lectura del testamento fue justo después del entierro. La lluvia de octubre había cesado, pero el cielo seguía gris y pesado, a juego con el ambiente mientras volvíamos al despacho.
El señor Delgado ordenó sus papeles con la precisión de un cirujano preparando una operación. Había sido el abogado de mi abuelo durante más de treinta años, y en su cara no se veía nada más que distancia profesional mientras se disponía a repartir una fortuna con la que se podría alimentar a una ciudad entera.
—Antes de empezar —dijo, ajustándose las gafas—, debo aclarar que el señor de la Vega fue muy específico con sus deseos. Cada detalle se revisó y firmó dos semanas antes de su fallecimiento.
Dos semanas. Cuando ya sabía que se moría, pero no tuvo tiempo, o ganas, de llamarme. No es que lo esperara, pero igual dolía.
Tomás se tronó los dedos, un tic que tenía desde niño cuando estaba emocionado.
—Venga, acabemos con esto —comentó—. Algunos tenemos vuelos que coger.
Ya había recordado tres veces que al día siguiente volaba a Asia por “un negocio importantísimo”.
El abogado abrió el primer sobre, con el nombre de Tomás grabado.
—A mi nieto, Tomás Alejandro de la Vega, que ha demostrado la ambición y el empuje necesarios para mantener el legado empresarial de la familia —leyó—, le dejo mis propiedades inmobiliarias en Barcelona, incluyendo la Torre de la Vega en la Diagonal, el complejo Marina Azul en la costa y otras dieciséis propiedades comerciales con un valor estimado de veintisiete millones de euros.
Tomás apretó el puño como si acabara de marcar un gol en el minuto noventa.
—Lo sabía. Sabía que reconocía el talento cuando lo veía.
—Además —continuó el abogado—, le dejo mi colección de coches clásicos, incluidos el deportivo rojo de los años sesenta, el descapotable alemán de los cincuenta y otros diez vehículos guardados en la finca de Madrid.
—¡El deportivo! —gritó Tomás—. Solo ese vale una fortuna. Abuelo, eras grande…
Mi tía María Eugenia le lanzó una mirada reprobatoria por las formas, pero sonreía igual.
El señor Delgado pasó al siguiente sobre.
—A mi nieta, Marina Rosa de la Vega, cuya presencia en redes ha dado un toque moderno al apellido familiar, le dejo mis propiedades en la Costa Brava, incluida la casa principal frente al mar, valorada en catorce millones de euros; la casa de la playa en una cala privada, valorada en siete millones; y mi isla privada en las Baleares.
Marina chilló tan fuerte que pensé que el techo iba a temblar.
—¡Dios mío, la isla! ¿Sabéis lo que significa? Retiros exclusivos, eventos privados… esto me va a cambiar la vida —decía, ya tecleando en su móvil. Seguro que redactando el anuncio perfecto.
—Además —añadió el abogado—, recibirá mi flota de yates, incluidos los tres principales que se encuentran en el puerto deportivo.
—¡Tres yates! —boqueó ella—. Es que no me lo creo.
Su asistente la grababa, obviamente preparando el vídeo de “del luto a la gratitud” para sus seguidores. Mi tío Leandro le dio unas palmaditas en el hombro.
—Tu abuelo sabía que los ibas a aprovechar bien, hija.
Noté a mi madre tensarse a mi lado. Me cogió la mano con fuerza. Papá se quedó inmóvil, con la mandíbula apretada como cuando se contiene para no decir algo demasiado sincero.
—A mi hija Elena —continuó el abogado—, le dejo la suma de ciento veinte mil euros y mi colección de primeras ediciones, con la esperanza de que encuentre en sus páginas la sabiduría que yo nunca supe darle.
Ciento veinte mil. Sonaba a mucho, hasta que lo comparabas con los millones que estaban volando por la habitación. Los libros también tendrían su valor, pero el mensaje era claro: elegiste tu camino, esta es la consecuencia.
—Gracias, padre —dijo mamá en voz baja, con más dignidad de la que él merecía.
—Y por último… —el señor Delgado sacó un sobre pequeño, arrugado, como si lo hubieran tirado a la papelera y luego rescatado—. A mi nieto Daniel.
La sala se quedó en silencio. Incluso Marina dejó de escribir.
—A mi nieto, Daniel Herrera —leyó—. Le dejo… esto.
Me alargó el sobre. Estaba de verdad arrugado, con mi nombre escrito a toda prisa, sin el cuidado de las otras cartas. Me temblaban los dedos cuando lo abrí.
Dentro había un solo billete de avión. Clase business, Madrid–Marsella, con conexión a Saint-Tropez. Fecha: mañana por la mañana, ocho en punto. Y una nota escrita a mano en un trozo de papel arrancado de algún sitio: “Clase business. No pierdas ese vuelo”.
Nada más.
El silencio duró unos tres segundos… hasta que Tomás estalló en carcajadas.
—¿Es una broma? ¿Un billete? ¿Solo un billete? —se dobló de la risa, casi cayéndose de la silla—. Es increíble. A Daniel le ha tocado un viajecito. Una sola escapada.
Marina me quitó el sobre de las manos antes de que pudiera reaccionar.
—A ver, a ver… Ay, que es de verdad. Es un billete real, ni siquiera abierto, con fecha fija: mañana. —Soltó una risita—. Al menos es en buena clase. El abuelo se estiró para la única herencia de su nieto favorito.
—Igual es una prueba —añadió Tomás, secándose las lágrimas de risa—. Si no vas, no hay nada. Y si vas, tampoco, solo vistas bonitas de Saint-Tropez.
—Seguro que hay reserva de hotel para una noche en algún sitio normalito —añadió Marina—. Daniel, haz fotos para los pobres que solo hemos recibido unos cuantos millones en propiedades.
Me ardía la cara. Cada palabra era una bofetada, y lo peor era que no podía discutir. Era exactamente lo que parecía: una forma elegante de quitarme de en medio mientras se repartían el resto. Una última humillación.
La voz de mi tía María Eugenia cortó las risas.
—Bueno, padre siempre tenía sus motivos. Quizá es su forma de decirle a Daniel que abra la mente, que vea cómo vive la gente de éxito antes de volver a su pequeño trabajo de profesor.
—Ya está bien —dijo mi padre, con esa voz baja que solo usaba cuando estaba realmente enfadado. Todos se callaron—. Ya habéis tenido vuestra gracia. Lo hemos entendido. El hijo del carpintero no merece lo mismo que el hijo del financiero. Mensaje recibido.
—No seas tan susceptible, Francisco —respondió mi tío Leandro—. No es personal.
—Claro que es personal —replicó papá—. Solo que algunos aquí creen que construir cosas con las manos vale menos que construirlas con papeles. Pero ya veremos qué dura más: un mueble bien hecho o un edificio levantado deprisa para venderlo caro.
La sala se llenó de voces cruzadas, reproches y excusas. Yo no escuché nada. Miraba el billete en mis manos. Saint-Tropez. Mañana.
Sin explicación. Sin contexto. Sin lógica. Solo un destino y una orden: “No pierdas ese vuelo”.
Esa noche me senté en mi antiguo cuarto en casa de mis padres, dándole vueltas al billete. Todo seguía casi igual que cuando era adolescente. El póster de la tabla periódica seguía en la pared. Mis viejos libros de texto, alineados en la estantería. Desde la ventana se veía el árbol donde papá me había construido una casita cuando tenía siete años. El tiempo la había castigado, pero ahí seguía. Todo en esa casa tenía historia, peso, sentido. El billete, en cambio, parecía un error en el sistema.
Papá llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta, como había hecho toda la vida. Traía dos cervezas ya abiertas.
—Creo que te viene bien esto —dijo, sentándose en el borde de la cama y alargando una.
—No tienes por qué ir —dijo, después de un trago largo—. Tu abuelo jugó con las personas toda su vida, moviéndolas como fichas, poniéndolas a prueba. No dejes que siga jugando contigo desde la tumba.
—¿Y si significa algo? —pregunté, arrancando la etiqueta de la botella con los dedos—. ¿Y si hay algo más?
—¿Y si no lo hay? —respondió él—. ¿Y si solo es una última jugada para que sigas bailando a su ritmo? Tienes alumnos que cuentan contigo el lunes. Tienes una vida aquí, buena.
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