Mi abuelo millonario me dejó solo un billete a Saint-Tropez y descubrí una herencia secreta inimaginable

Antes de que pudiera contestar, mamá apareció en el marco de la puerta con una taza de té. Se había quitado el vestido negro y llevaba su pijama cómodo, el de las pequeñas notas musicales que yo le regalé una Navidad.

—Yo creo que deberías ir —dijo en voz baja.

Papá la miró como si no hubiera oído bien.

—Elena, ese hombre acaba de humillar a nuestro hijo delante de toda la familia.

—No —lo corrigió ella, sentándose a mi otro lado—. Lo separó de los demás. Es distinto.
Rozó suavemente el billete con los dedos, como si fuese a desaparecer—. Tu padre era muchas cosas: frío, controlador, obsesionado con tenerlo todo bajo control. Pero jamás hacía algo por capricho. Nunca. Cada movimiento estaba calculado, incluso cuando no lo entendíamos.

—¿Le estás defendiendo ahora? —saltó papá—. Después de todo lo que nos hizo.

Mamá negó con la cabeza.

—No le defiendo. Intento comprenderlo. Y hay algo que no os he contado. Diez días antes de morir… me llamó.

Nos quedamos los dos mirándola. Hacía años que mi abuelo no llamaba a nuestra casa.

—Sonaba distinto —continuó—. Cansado, pero más presente que en décadas. Me dijo: “He estado observando a Daniel. Es diferente a los otros. Tiene algo que ellos no”. Cuando le pregunté qué quería decir, solo añadió: “Lo sabrá cuando llegue el momento”.

—¿Y por qué no me lo dijiste? —pregunté.

—Porque pensé que eran cosas de un hombre mayor intentando hacer las paces con su conciencia. Pero ahora, con este billete, no estoy tan segura.

Papá se levantó y empezó a pasear por la habitación.

—Esto es una locura. ¿De verdad estamos hablando de mandar a nuestro hijo a una especie de búsqueda del tesoro inventada por Arturo de la Vega?

—Es un día —dijo mamá—. Un vuelo. Si no hay nada, al menos Daniel sabrá que lo intentó. No pasará el resto de su vida preguntándose “¿y si…?”.

Miré otra vez el billete. El número del vuelo parecía parpadear.

—Mis alumnos tienen examen el lunes —murmuré.

—Yo me encargo —dijo mamá enseguida—. Aún me acuerdo de suficiente química para vigilar una clase.

—Esto es de locos —repitió papá. Pero en su voz ya no había fuerza. Sabía, como yo, que cuando mamá tomaba una decisión, era difícil moverla—. ¿Y si es peligroso?

—Es Saint-Tropez, no una zona de guerra —respondió ella, con una sonrisa leve—. Lo peor que puede pasar es que vea el mar, coma bien y vuelva con una buena historia.

Me levanté. De repente, la decisión estaba clara.

—Voy a ir.

Papá me miró, estudiando mi cara. Luego me abrazó con fuerza, como cuando era niño.

—Pues vas con la cabeza bien alta. Que nadie allí te haga sentir menos de lo que eres.

—¿Y qué soy? —pregunté, medio ahogado entre sus brazos.

—Mi hijo —contestó—. Y eso vale más que todo el dinero de los de la Vega.


La mañana siguiente llegó demasiado pronto y demasiado despacio a la vez. Apenas dormí pensando en mil escenarios. Tal vez había una caja de seguridad a mi nombre. Tal vez un secreto turbio. Tal vez nada.

Mis padres me llevaron al aeropuerto en la furgoneta de trabajo de papá, con manchas de pintura en el salpicadero y olor a serrín impregnado en los asientos. Sonaba la radio con un viejo tema de rock, nadie hablaba mucho.

En la zona de salidas, mamá me dio una pequeña maleta de mano que había preparado.

—Ropa limpia, neceser y cargador del móvil —enumeró—. Por si acaso.

—¿Por si acaso qué?

—Por si acaso esto no es el final de nada, sino el principio de algo.

Papá me sujetó por los hombros y me miró a los ojos.

—Pase lo que pase, lo encuentres o no lo encuentres… tú ya eres suficiente. ¿Lo entiendes? No necesitas su aprobación. Ni vivo, ni muerto.

—Lo sé —respondí.

—No, creo que aún no —dijo—. Pero lo sabrás.

Al cruzar el control de seguridad, me giré para verlos. Estaban allí, mamá apoyada en el pecho de papá, él rodeándole los hombros. Preocupados, pero orgullosos. Igual que el día que me gradué, o cuando conseguí mi plaza de profesor.

Tomás me había mandado un mensaje esa mañana: “Buen viaje, profe. Intenta no acostumbrarte a volar en business”. Lo borré sin responder.

El billete pesaba en mi mano mucho más de lo que debería pesar un trozo de papel.

La azafata sonrió al escanearlo.

—Saint-Tropez. Bonito destino. ¿Viaje de negocios o de placer?

—La verdad… no lo sé —contesté.

Ella rió, pensando que era un chiste. Ojalá lo fuera.

En la cabina, el asiento era más ancho que el sillón de leer de mi casa. Había directivos escribiendo sin parar en sus portátiles y una mujer elegantísima hablando francés al teléfono. Yo me sentía un impostor, pero el vuelo me dio demasiado tiempo para pensar.

Dormité un poco sobre el Mediterráneo, soñando con los ojos grises de mi abuelo y la risa de Tomás.

Al aterrizar en Marsella, el sol pegaba fuerte, nada que ver con el cielo gris de Madrid. El vuelo de conexión fue corto, apenas cuarenta minutos siguiendo la costa. Desde la ventanilla, la ciudad y los puertos se veían como un joyero lleno de puntos blancos y azules.

Pensé que cogería un taxi, buscaría un hotel y, con suerte, habría una carta esperándome en recepción explicando todo aquel absurdo.

En lugar de eso, al salir de la zona de equipajes, me encontré con algo que me dejó clavado al suelo.

Un hombre con un traje negro impecable sostenía un cartel con mi nombre:
“DANIEL DE LA VEGA”.

No “Herrera”. No mi apellido de siempre. El suyo.

El hombre era alto, de unos cuarenta y tantos, con sienes plateadas y ojos azules que parecían medirlo todo en un segundo. Su traje seguramente costaba más que todo lo que yo llevaba puesto.

—¿El señor Daniel de la Vega? —preguntó en un español con ligero acento francés.

—Sí… pero en realidad es Herrera. Daniel Herrera.

Bajó el cartel y se acercó un poco, lo suficiente para que oliera su colonia cara.

—Bienvenido a la Fundación Romano —dijo.

Las palabras me golpearon como un puñetazo.

—Perdón, ¿qué? Debe haber un error. Estoy aquí porque mi abuelo me dejó este billete. Arturo de la Vega.

—Lo sé —respondió él, observando mi cara de desconcierto con algo parecido a satisfacción—. O, como se le conocía aquí, Alessio Romano.

—Eso es imposible —balbuceé—. Mi abuelo era Arturo. Empresario. Español. Nacido y criado aquí.

El hombre sonrió apenas, una grieta en su fachada perfecta.

—Por favor, acompáñeme, señor de la Vega. Hay muchas cosas que explicar, y el aeropuerto no es el lugar adecuado.

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