Mi abuelo millonario me dejó solo un billete a Saint-Tropez y descubrí una herencia secreta inimaginable

Me condujo por la terminal como si fuera una autoridad. Cruzamos por pasillos que no sabía que existían. Fuera, nos esperaba un coche negro brillante, con un chófer que ya sostenía la puerta abierta.

Dudé un segundo. Todas las historias de crímenes que había oído pasaron por mi cabeza.

—Entiendo su desconfianza —dijo el hombre—. Pero le aseguro que su abuelo hizo todo lo posible para que este momento ocurriera así, exactamente así. Por favor.

Subí al coche.

Mientras recorríamos las carreteras curvas de la costa, cada giro revelando otra vista imposible del mar, el hombre se presentó.

—Soy Víctor Hale, director ejecutivo de la Fundación Romano. He gestionado los asuntos de su abuelo aquí los últimos dieciocho años.

—¿Qué asuntos? ¿Qué fundación? Mi abuelo se dedicaba al ladrillo y a los hoteles.

Víctor sacó una tableta y empezó a deslizar documentos con una facilidad fría.

—Su abuelo vivió dos vidas, señor de la Vega. En España era Arturo, el hombre que construyó edificios de lujo. Aquí era Alessio, fundador de una de las organizaciones filantrópicas más discretas de Europa.

Me enseñó una foto que me dejó sin aire.

Era mi abuelo. Pero no el que yo conocía. Sonreía. De verdad. Estaba rodeado de niños en lo que parecía el patio de una escuela. Llevaba ropa sencilla, no el traje de tres piezas habitual. Parecía… feliz.

—La Fundación Romano tiene activos por unos cuatrocientos sesenta millones —dijo Víctor, como quien comenta el tiempo.

Casi me atraganto.

—¿Cuánto?

—Esa cantidad genera, de forma estable, unos veinticuatro millones al año para proyectos sociales —aclaró—. Todo legal, todo oculto a quienes no debían verlo.

El coche se detuvo frente a una villa blanca en lo alto de un acantilado, cubierta de buganvilla, con el mar extendiéndose a nuestros pies. Dentro, las paredes estaban llenas de fotos que jamás había visto.

Mi abuelo con refugiados en un campamento. Mi abuelo inaugurando un hospital en África. Mi abuelo leyendo cuentos en una biblioteca en Asia. Cientos, quizá miles de imágenes de un hombre que yo no conocía.

—Esta era su verdadera vida —dijo Víctor, observando mi cara—. La fundación ha construido más de doscientas escuelas en países en desarrollo. Ha financiado hospitales, proyectos de agua potable, programas de salud para niños. Todo en silencio. Todo con el dinero que sacó de su otra vida.

Yo no podía dejar de mirar las fotos.

—¿Y por qué nadie sabía nada? ¿Por qué tanto secreto?

Víctor caminó hacia una cristalera con vistas al mar y volvió a su tableta. Me mostró nuevas imágenes: Tomás tirando dinero en un casino, Marina riéndose mientras derramaba champán sobre el mar desde la cubierta de un yate.

—Su abuelo siguió de cerca a la familia en España —explicó—. Tenía investigadores, informes periódicos. Solía decir que el dinero no cambia a las personas, solo muestra lo que ya son. Y lo que vio… no le gustó.

—¿Y entonces nos borró a todos de su vida?

—No a todos —respondió Víctor, y esta vez su mirada se clavó en mí—. A usted lo siguió más que a nadie.

Sacó un vídeo. Me vi a mí mismo en el laboratorio del instituto, ayudando a un alumno después de clase. Otro vídeo: yo comprando material de química con mi propio dinero porque el presupuesto del centro no daba para más. Otro: en la feria de ciencias un sábado, animando a mis chavales mientras presentaban sus proyectos.

—Decía que usted le recordaba a él… antes de que el dinero lo torciera —dijo Víctor.

Sacó entonces un cuaderno de tapa de cuero y me lo puso en las manos.

Era la letra de mi abuelo. Página tras página.

Leí al azar:
“Hoy Tomás ha cerrado otra operación. Ha arruinado a tres familias para ganarse un bonus. Me he sentido orgulloso seis minutos y enfermo seis horas. Esto es lo que he creado”.

Pasé a otra entrada:
“Daniel ha vuelto a quedarse después de clase sin cobrar, ayudando a sus alumnos. Elena lo ha criado bien, a pesar de mis esfuerzos por romperla. Tiene las manos de Francisco y su corazón. Tal vez eso valga más que todo mi imperio”.

Miré las fotos, el cuaderno, el mar.

Todo en mi vida empezaba a recolocarse… pero de una forma que nunca habría imaginado.


Víctor me dejó tiempo para leer. Cuando levanté la vista del cuaderno, el sol ya se estaba poniendo sobre el mar.

—¿Y ahora qué? —pregunté, con la voz más cansada que otra cosa.

Víctor se apoyó en el marco de la puerta del despacho.

—Ahora usted tiene que decidir —dijo—. O se hace cargo de la fundación y dedica una parte importante de su vida a este trabajo… o vuelve a España, sigue con su vida y se olvida de que esto existe. Si elige la fundación, sus primos no pueden saber nunca la verdad. El día que lo descubran, intentarán destruirlo con abogados, codicia y ruido. El testamento en España es intocable. Esto no.

Sentí que el aire era más pesado.

—¿Y por qué yo? —pregunté—. ¿Por qué no dejarlo a profesionales, a usted, a un equipo?

—Porque ya lo hacemos —respondió, sin ofenderse—. Pero su abuelo sabía que cuando él muriera, la tentación de convertir todo esto en un monumento a su nombre sería enorme. Él no quería una estatua. Quería continuidad. Necesitaba a alguien que no estuviera enamorado del dinero, sino del impacto. Y sintió que esa persona era usted.

Abrió otra carpeta y la puso delante de mí.

—Aquí están las condiciones que él mismo redactó. Si usted acepta, se convierte en el presidente de la Fundación Romano. Tendrá un equipo, tendrá apoyo, no estará solo. Pero la orientación, la filosofía… dependen de usted.

Leí las hojas sin que se me quedara nada. Las palabras se mezclaban: “patronato”, “proyectos educativos”, “sanidad”, “agua potable”, “becas”. Todo impregnado de la letra de mi abuelo.

—¿Y si digo que no? —pregunté al final.

—Entonces yo sigo gestionando la fundación durante unos años más, hasta que el patronato nombre a otra persona. Usted volverá a su instituto, y este lugar será un sueño extraño que tuvo una vez. Nadie le juzgará. Su abuelo dejó muy claro que era una elección, no una obligación.

Salimos a la terraza. El mar parecía una placa de plata bajo el cielo anaranjado.

—Empezó todo esto después de que su madre se casara con su padre —añadió Víctor, apoyándose en la barandilla—. Me lo contó muchas veces. Dijo: “Mi hija ha elegido lo que yo desprecié: el amor por encima del dinero. Si ella puede cambiar de dirección, quizá yo también”.

Me quedé mirando el horizonte, intentando imaginar a Arturo aquí, sentado en la misma silla, con la misma vista, sintiendo la misma culpa.

—Le quedan más cosas por ver —dijo Víctor—. Le enseñaré los proyectos. Después decide.


Pasamos dos días enteros revisando la fundación. No era solo un nombre bonito en una placa. Era un mundo entero.

En un país de Asia, niñas que habían sido las primeras de su familia en aprender a leer, sentadas en aulas con paredes recién pintadas gracias a la fundación. En África, operaciones médicas gratuitas para niños con problemas de corazón que, de otra forma, no llegarían a cumplir los diez años. En pueblos de América Latina, sistemas de agua potable que habían reducido las enfermedades de los más pequeños a la mitad. Bibliotecas en zonas rurales. Becas silenciosas para jóvenes que, sin ayuda, jamás habrían pisado una universidad.

Cada proyecto venía con fotos, informes, anotaciones.

Y en todas partes, la letra de mi abuelo.

“Hay que comprobar si de verdad llega el medicamento al pueblo”, “este director de escuela parece más interesado en los números que en los niños”, “repetir visita sin avisar”.

Miré a Víctor.

—Era controladora hasta cuando hacía el bien —dije.

Él sonrió apenas.

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