Mi esposa murió hace dos años, pero ayer mi hijo aseguró que la vio esperando frente al colegio

Mi esposa murió hace dos años, pero ayer mi hijo aseguró que la vio esperando frente al colegio

Con toda la información recopilada, Daniel y Raquel fueron a la comisaría al día siguiente. Les atendió la inspectora Herrera, una mujer de mediana edad, con expresión cansada pero atenta. Escuchó la historia desde el principio, miró las fotos del coche, el nombre del registro, la imagen del DNI, la dirección de la casa y la foto del salón que Daniel había hecho desde la ventana.

—Entiendo su preocupación —dijo al final—. En principio, podríamos estar ante un caso de acoso, suplantación de identidad y quizá algo más. Abriremos una investigación.

Al cabo de unos días, el caso se fue volviendo más extraño. Al revisar los documentos médicos relacionados con el accidente de Laura, surgió un detalle inquietante: su cuerpo, muy dañado por el impacto y el fuego, había sido identificado sobre todo por las fichas dentales y unos documentos personales que llevaba en el bolso.

—¿Está diciendo que ella podría seguir viva? —preguntó Daniel en voz baja, sentado frente a la mesa de la inspectora.

Herrera frunció el ceño.
—No puedo afirmarlo. Es poco probable. Pero si alguien manipuló los registros o el proceso de identificación, podría haberse cometido un error. O algo más grave. Vamos a revisar el informe de la autopsia y las entradas del hospital de ese día.

Mientras la policía avanzaba despacio, Daniel empezó a notar otras cosas. Llamadas desde números ocultos que se cortaban al segundo saludo. Sombras que creía ver al otro lado de la calle cuando volvía a casa. Los dibujos de Diego cambiaron: ahora, en casi todas sus hojas, aparecía una mujer de pie junto a un lago, o a un río, siempre de espaldas, siempre mirando hacia algún punto lejano.

Una tarde, al volver con Diego del supermercado, Daniel encontró un papel doblado en el felpudo de la puerta. Lo abrió.

“Él está más seguro sin ti.”

La frase era corta, escrita con bolígrafo azul, con una letra pulcra. Daniel sintió un golpe de miedo y rabia al mismo tiempo. Por primera vez, se preguntó con seriedad si Laura realmente había muerto aquella noche, o si alguien había aprovechado aquel accidente para desaparecer y empezar una vida nueva con su nombre.

Una semana después, sonó su teléfono. Era la inspectora Herrera.
—Señor Morales, hemos encontrado algo. Le agradecería que viniera a la comisaría.

En la sala de reuniones, la inspectora extendió varias carpetas y fotos sobre la mesa.
—Hemos localizado a la mujer de la casa que visitó. Su verdadero nombre es Lina Márquez. Fue enfermera de urgencias durante años. Y trabajó en el hospital donde se identificó el cuerpo de su esposa.

Daniel miró la fotografía policial de Lina. El parecido con Laura era tan fuerte que resultaba difícil creer que hubieran sido dos personas diferentes. Era como ver a su esposa a través de un cristal deformado.

—Hace tres años —continuó Herrera—, antes del accidente de su mujer, Lina sufrió una agresión grave por parte de su pareja. Hubo denuncias, juicios pendientes… Ella quedó con secuelas físicas, necesitó varias operaciones de reconstrucción. El mismo día del accidente en el que falleció su esposa, Lina también fue atendida en urgencias. Coincidieron en el mismo hospital, casi a la misma hora.

Daniel no podía apartar la vista de las fotos.

—Nuestra hipótesis —siguió la inspectora— es que, en medio del caos de aquella noche, Lina encontró la oportunidad de desaparecer. Con la ayuda de alguien de dentro, muy probablemente un trabajador que ya estamos investigando, pudo intercambiar datos, documentos, incluso las etiquetas que identificaban los cuerpos. Lina adoptó la identidad de su esposa para escapar de su antigua vida y de las agresiones que sufría.

Daniel sintió náuseas.
—¿Y Laura? —preguntó apenas audible—. ¿Qué fue de ella entonces?

—Creemos que el cuerpo que se identificó como Lina era en realidad el de su esposa —contestó Herrera, con voz suave—. La pérdida fue real. Lo que ha sido una mentira es todo lo que vino después, con esta mujer usando su nombre.

Daniel se llevó la mano a la frente, mareado.
—¿Y mi hijo? ¿Por qué se acercaba a Diego? ¿Por qué seguía viniendo al colegio?

—Lina arrastra una historia muy dura —dijo la inspectora, cerrando una de las carpetas—. Entre el trauma, las operaciones, los cambios de identidad y la culpa, su mente se ha ido rompiendo. Está recibiendo atención psiquiátrica. Según los primeros informes, estaba convencida de que, al asumir la identidad de Laura, también asumía su vida. En su cabeza, Diego era su hijo. Ir al colegio, verlo, hablarle… era, para ella, seguir siendo madre.

Daniel se quedó en silencio largo rato. Escuchaba las palabras, pero le costaba encajarlas. Una mujer desconocida, cargando con la cara y el nombre de Laura. Un accidente que había sido real, una viudez verdadera, y al mismo tiempo una especie de sombra moviéndose alrededor de su familia, inventando fotos que nunca existieron.

—De momento —añadió Herrera—, Lina está ingresada y no puede acercarse a usted ni a Diego. La ley es clara. Le mantendremos informado.

Daniel salió de la comisaría como si flotara. El cielo estaba nublado, pero él apenas lo notó. Solo quería llegar a casa, ver a su hijo y comprobar que seguía ahí, tan real y tan frágil como siempre.

Esa noche, Diego dibujaba en la mesa del comedor mientras la televisión murmuraba de fondo. El niño coloreaba un sol grande sobre un paisaje de árboles.

—Papá —dijo de pronto, sin levantar la vista del papel—, la señora que se parecía a mamá… me dijo que lo sentía.

Daniel lo miró con el pecho encogido.
—Lo sé, hijo —respondió, acercándose para rodearlo con un brazo—. Ya se ha ido. No va a hacerte daño.

Diego apoyó la cabeza en su costado, como cuando era más pequeño.
—Yo también la echo de menos —susurró—. A la de verdad.

Daniel le dio un beso en el pelo.
—Yo también —contestó.

Aquella noche, después de acostar a Diego, Daniel se sentó con la luz apagada en el salón, mirando la ventana oscura que daba a la calle. Sabía que, en algún lugar de aquel hospital donde ahora estaba internada, una mujer que había robado el rostro de Laura intentaba recomponer sus recuerdos y su vida rota. Sabía, también, que lo que había pasado no desaparecería así como así.

Con el tiempo, Diego crecería. Haría preguntas. No solo sobre la muerte de su madre, sino sobre aquella otra mujer que se le acercó en la verja del colegio y que decía llamarse igual que ella.

Y Daniel comprendía que, llegado ese día, no podría esconderle nada. Tendría que contárselo todo: el accidente, las confusiones, el miedo, las mentiras y la verdad extraña de una desconocida que quiso ser su madre sin serlo.

Tendría que contarle, en definitiva, cómo alguien se puso la cara de Laura… y cómo, aun así, nadie pudo ocupar el lugar que ella seguía teniendo en sus vidas.

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