La recuperación fue lenta. Estuve dos semanas en un hospital militar. La herida del destornillador cerró antes que las pesadillas.
Mi superior me visitó una vez.
—Hiciste lo correcto.
Pero lo correcto no se sentía bien. Se sentía como cansancio.
La investigación se deshizo como una cuerda vieja: cuentas con movimientos raros durante años, solicitudes de ayudas con datos falseados, informes manipulados. A Iván lo acusaron por agresión grave. Como era de esperar, cada uno culpó al otro. Se traicionaron entre ellos con la misma facilidad con la que antes me señalaron a mí.
En la prensa lo llamaron “El caso de la familia Ríos”. Odié ese nombre. Sonaba a película. Pero no era ficción. Era solo el eco de años de silencio.
Declaré dos veces. La sala estaba fría y el aire pesaba con esa incredulidad que te mira de arriba abajo y decide si tu dolor “merece” existir. Mi madre no me miró ni una sola vez. El abogado de mi padrastro me llamó “inestable”. Yo me enderecé con el uniforme bien puesto y dije la verdad igual.
Cuando todo terminó, no sentí victoria. Sentí vacío. Un agotamiento que me dejaba sin ganas de celebrar nada.
Me ofrecieron apoyo psicológico, traslado, incluso una salida anticipada si lo necesitaba. Acepté un destino lejos, en otra comunidad, lo suficientemente lejos como para que la memoria no me encontrara en cada esquina.
A veces los reclutas me preguntan por qué me alisté. Antes inventaba una respuesta bonita. Ahora digo la verdad:
—Porque necesitaba una razón para creer que valía la pena salvarme.
Años después, recibí una carta de Iván desde prisión. No era una disculpa. Solo una línea:
“Siempre quisiste ganar.”
Quizá sí.
Pero sobrevivir no es ganar. Sobrevivir es aguantar.
Todavía guardo el destornillador: limpio, esterilizado, metido en una caja cerrada. No como trofeo, sino como recordatorio.
De lo que cuesta el silencio.
Y de lo que significa, por fin, hablar.






