La cabaña se sentía vacía. La luz que él había visto seguía temblando sobre la mesa, pero el mundo nunca me había parecido tan oscuro.
Pasó un año. Trescientos sesenta y cinco días.
La cabaña estaba demasiado silenciosa. Cada vez que oía crujir una rama, pensaba que era él. Cada vez que un motor sonaba a lo lejos, se me subía el corazón a la garganta, segura de que era el todoterreno negro de vuelta.
Caí en un sitio oscuro. Dudé de todo. ¿De qué servían mis “curas” si el mundo podía entrar y arrancarlas de raíz? Mi abuela decía:
—No le fallaste, Ana. Le diste una cerilla en una cueva totalmente a oscuras. Lo que haga con esa luz ya no depende de ti. Depende de él. Y de Dios.
Pero yo me sentía como si le hubiera fallado. Le había enseñado una chispa solo para que se lo llevaran de nuevo a la oscuridad. No sabía si seguía vivo. No sabía si estaba en Suiza, o encerrado en una habitación blanca, o si la luz que vi se había apagado para siempre.
La vida siguió. Las estaciones pasaron. El frío amargo de aquel octubre dio paso a la nieve profunda del invierno, que se derritió en el verde explosivo y desafiante de la primavera en la sierra. El verano llegó caluroso y seco. Y de pronto, otra vez, era octubre.
El aniversario.
Yo estaba partiendo leña, descargando mi duelo y mi miedo sobre los viejos troncos de pino. ¡Tac! ¡Tac! ¡Tac!
Oí el coche.
Me quedé inmóvil, el hacha en la mano.
No era un rugido. Era un zumbido suave.
Un coche subía por nuestro camino. Un coche eléctrico azul. Modesto, silencioso, manchado de barro por el trayecto.
Se detuvo justo donde se había parado el todoterreno.
Se abrió la puerta del conductor y bajó un hombre.
Era el señor Herrera.
Pero no lo era. El traje gris había desaparecido. Llevaba vaqueros. Una camisa sencilla de botones, arrugada en los codos. Su cara estaba… cansada. Parecía más viejo. Parecía… humillado por la vida.
Yo no me moví. Me quedé allí, con el hacha en la mano.
Él me vio. Levantó una mano, las palmas abiertas.
—Ana. Por favor. Vengo… vengo en son de paz.
Yo no bajé el hacha.
—Tiene cinco segundos para decirme por qué está en mi propiedad antes de que llame a la Guardia Civil. Y esta vez no está cargada con sal.
Hizo una mueca.
—Me lo merezco. Me merezco… todo eso. No he venido a… he venido a pedir perdón.
Solté una carcajada amarga.
—¿Perdón? No puede pedir perdón y ya está.
—Tienes razón —dijo, en voz baja. Miró al suelo—. Fui… un monstruo. Un padre asustado, que reaccionó como un bruto. Te lo arrebaté.
—¿Dónde está? —le corté, con la voz rota—. ¿Está bien?
—Lo está —dijo Herrera, y esta vez sí se le rompió la voz. Una lágrima le cayó por la mejilla. La secó, enfadado consigo mismo—. Lo está.
—La clínica de Suiza… fue un desastre —continuó, mirando a los árboles—. Habitaciones estériles, fármacos, analistas. Lo metieron en tanques de privación sensorial. Intentaron “forzar” un avance. Él empeoró. Se quedó… catatónico. No quería comer. Se estaba… apagando. Me dijeron que me preparara.
Sentí que se me aflojaban las piernas. Apoyé el hacha en el montón de leña.
—Una noche —siguió—, estaba sentado junto a su cama. Solo… esperando el final. Y me puse a… tararear. Ni siquiera sé por qué. Una melodía tonta.
—Y entró una enfermera. Me dijo: “¿Qué es eso?”. Y yo: “No lo sé. Algo… de mi cabeza”. Y ella: “Está… su ritmo cardiaco está cambiando. Sus ondas cerebrales…” Me señaló el monitor. “Siga, siga haciéndolo”.
—Así que seguí. Tarareé toda la noche. Y a la mañana siguiente, Daniel… él… me apretó la mano.
—Yo no entendía nada. Hasta que… lo recordé. En el trayecto desde tu cabaña hasta el avión… tú tarareabas. Lo oí en la grabación de la cámara del guardaespaldas. Estabas de rodillas frente a él, tarareando esa misma melodía.
Yo no me había dado ni cuenta. Era un viejo cantar que mi abuela siempre tarareaba mientras trabajaba.
—Despedí a todos —dijo Herrera—. A los suizos, a los especialistas. Me lo llevé a casa. No al ático de cristal en la ciudad. Compré una casa en el campo. Con… árboles. Y… simplemente… le hablé. Como tú. Le describí los colores. Los árboles. Los pájaros.
Me miró, los ojos suplicantes.
—Tardó… seis meses. Pero ha vuelto, Ana. Ha vuelto.
—¿Y… sus ojos? —susurré.
—Sus especialistas… lo llaman “trastorno neurológico funcional”. Psicosomático. El trauma por la muerte de su madre… hizo que su cerebro… apagara la vista. Como si se hubiera fundido un fusible. Dijeron que quizá no volvería a ver.
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