Dos días eternos después, llegó la llamada. Nos citaron de nuevo en el despacho del señor Herrera. El mismo escritorio, la misma silla, pero el ambiente había cambiado. Allí estaba también el técnico de laboratorio, con una carpeta de cartón en la mano.
—Ya tenemos los resultados de las pruebas de ADN —dijo con voz neutra.
Contuve el aliento. Daniel me apretó la mano con tanta fuerza que me dolieron los dedos.
El técnico abrió la carpeta y carraspeó.
—Según el análisis comparativo, la Bebé A —hizo una pequeña pausa, mirándome directamente—, la niña que está actualmente bajo su cuidado, comparte marcadores biológicos claros tanto con la señora Laura Benítez como con el señor Daniel Benítez. Existe una probabilidad del 99,999 % de que sea su hija biológica.
El alivio me golpeó como una ola enorme. Sentí que el cuerpo se me aflojaba. Empecé a llorar, con sollozos de gratitud pura. Abracé a Clara, que dormía tranquila entre mis brazos, y hundí la cara en su manta suave.
—Gracias, gracias… —balbuceé—. Eres mía. Siempre has sido mía, mi niña.
Daniel nos rodeó a las dos con los brazos, fuerte, y pude sentir también su alivio.
Pero el técnico no había terminado. Su expresión seguía seria.
—Sin embargo —prosiguió—, este incidente deja en evidencia una vulnerabilidad importante. El riesgo estaba ahí. Aunque los diferentes controles lo reducen, no desapareció. Nuestro análisis confirma que la Bebé B estuvo, durante un tiempo, incorrectamente etiquetada y registrada en el sistema como si fuera su hija, a causa de la duplicación de datos. El intercambio físico se evitó únicamente gracias a la intervención a tiempo del personal siguiendo los protocolos establecidos después de detectar el error en el etiquetado.
El señor Herrera suspiró, visiblemente afectado.
—El fallo del sistema, unido a un descuido puntual en la verificación manual durante un cambio de turno, creó una situación con un riesgo inaceptable. Hemos tenido suerte. Demasiada suerte. Se va a abrir una investigación independiente. Revisaremos todos los procedimientos. Habrá nueva formación para el personal. El hospital no les ha ofrecido la certeza absoluta que cualquier madre y cualquier padre merecen, y por ello les pedimos disculpas de corazón.
La pesadilla había terminado. Clara era mía. Pero el miedo, el “y si…”, seguiría ahí como una cicatriz fina sobre la superficie de mi alegría. Era un recordatorio terrible de lo frágil que es todo, de lo rápido que lo impensable puede hacerse realidad.
Esa noche, ya en casa por fin, los tres —Daniel, Lili y yo— nos sentamos en el suelo de la habitación de la bebé, mirando cómo Clara dormía en su cuna. La luz de la luna entraba por la ventana, bañando el cuarto en un resplandor tranquilo. El silencio no estaba vacío; estaba lleno, sereno.
—Nunca vamos a olvidar esto, ¿verdad? —dijo Daniel en voz baja, con el brazo sobre mis hombros.
Negué despacio, apoyando la cabeza en su pecho.
—No. Pero quizá está bien así. Nos recuerda lo valiosa que es. Lo mucho que tenemos que cuidarla.
Lili se acurrucó a mi otro lado, apoyando la cabeza en mi brazo. Miró de mí a Clara, seria como una adulta en miniatura.
—¿Ves, mamá? —susurró—. Te dije que algo no iba bien. Hay que escuchar siempre a los hijos.
Sonreí entre lágrimas nuevas y la abracé con fuerza.
—Tienes razón, mi vida. Lo viste antes que nadie. Fuiste muy valiente.
Ella sonrió, sacando pecho con orgullo.
Mientras la casa se iba llenando del ritmo tranquilo del sueño, Clara se movió un poco, haciendo un ruidito suave. La miré, con su cara diminuta y perfecta, y sentí un amor feroz, protector, que parecía no tener límites.
La biología acababa de confirmar que era mi hija. Pero Lili tenía razón: aunque no lo hubiera sido, ya era nuestra. El amor no es solo cuestión de sangre ni de papeles. Es ese vínculo que se crea en los suspiros compartidos, en las nanas en voz baja, en la certeza absoluta, terca, del corazón de una madre… y, a veces, en los ojos atentos de una hermana mayor.






