Mi hija millonaria me echó a la calle con 67 años… y acabó rogando piedad ante mi puerta

—Señor Vela, necesito preguntarle por el testamento de Ricardo.

Él frunció el ceño, confundido.

—Por supuesto. ¿Julia no te dio tu copia? Después de la lectura le entregué el original firmado y varias copias.

Noté cómo se me helaba la sangre.

—¿Hubo una lectura formal?

—Claro. Tú debías estar presente. Julia me aseguró que estabas demasiado afectada por el duelo, y que ella se encargaría de todo, incluida tu parte de la herencia.

Sentí que la silla se me movía bajo los pies.

—Señor Vela, nadie me informó de ninguna lectura. Julia me dijo que ella lo heredaba todo. Que yo… no tenía nada.

La expresión de Arturo cambió de desconcierto a alarma.

Abrió un archivador, sacó una carpeta gruesa y la puso delante de mí con gesto grave.

—Elena, eso es absolutamente imposible. El testamento de tu marido es clarísimo respecto a tu herencia.

Reconocí el documento al instante: la rúbrica de Ricardo al final, las firmas de los testigos, las páginas numeradas.

Arturo empezó a leer en voz alta:

—“Yo, Ricardo Morales, en pleno uso de mis facultades, lego a mi amada esposa, Elena Morales, lo siguiente: nuestra vivienda principal situada en la calle del Roble 847, con todos sus muebles y efectos personales. Asimismo, le dejo el setenta por ciento de todos mis activos financieros, incluidas cuentas bancarias e inversiones, que ascienden aproximadamente a veintitrés millones de euros.”

Veintitrés millones.
La casa.
El setenta por ciento.

La cabeza me daba vueltas.

Arturo continuó:

—“A mi hija, Julia Morales, lego la cantidad de diez millones de euros, que se mantendrán en un fideicomiso, con entregas a partir de su 45 cumpleaños, y que quedan condicionadas a la forma en que trate a su madre tras mi fallecimiento…”

Se detuvo y me miró por encima de las gafas.

Ricardo lo había sabido. De alguna manera, había intuido de qué era capaz nuestra hija.

—Señor Vela… —susurré, con la voz temblando—. Julia me dijo que yo no heredaba nada. Se mudó a mi casa. Me dio doscientos euros y me mandó buscar una residencia.

La cara del abogado se enrojeció de indignación.

—Elena, lo que ha hecho tu hija se llama abuso y estafa a una persona mayor. Ha cometido delitos graves.

—Pero ella me enseñó papeles. Documentos con sellos, firmas…

—Eran falsificaciones, casi con toda seguridad —respondió él—. O, en el mejor de los casos, borradores antiguos. Tu marido actualizó este testamento apenas seis meses antes de morir. Lo hizo precisamente porque le preocupaba la obsesión de Julia con el dinero y su enorme sentido de derecho a todo.

El despacho empezó a dar vueltas a mi alrededor.

Recordé todas las veces que Julia había ignorado mis opiniones, me había interrumpido delante de otros, había puesto los ojos en blanco cuando mencionaba cualquier cosa relacionada con sus vacaciones de lujo o los logros profesionales de Marcos.

Ricardo había visto esas escenas. Había observado en silencio. Y había preparado su jugada.

Arturo prosiguió:

—Hay algo más. En el apartado del fideicomiso de Julia, tu marido añadió una cláusula específica: si ella no te trata con la dignidad y el respeto que mereces después de su muerte, la totalidad de esos diez millones pasan a ser tuyos.

Lo miré, aturdida.

—¿Está diciendo que…?

—Que la avaricia de tu hija le acaba de costar diez millones. Su herencia ahora también es tuya. No vas a heredar veintitrés millones, Elena. Vas a heredar los treinta y tres millones completos, además de la casa y todo su contenido.

La ironía era tan perfecta que casi daba risa… si no doliera tanto.
Julia, al intentar asegurarse de quedarse con todo, había activado la trampa que Ricardo había diseñado para protegerme.

—¿Qué tengo que hacer ahora? —pregunté, más pequeña que nunca en aquella gran butaca.

Arturo me dedicó una sonrisa cálida. Por primera vez desde la muerte de Ricardo, sentí un poco de verdadero apoyo.

—Ahora, Elena, vamos a denunciar la falsedad de esos documentos y el abuso que has sufrido. Avisaremos a la policía, a los bancos, a las entidades financieras. Y después llamaremos a tu hija para comunicarle que está a punto de recibir el susto de su vida.

—¿Ella puede luchar por esto en los tribunales?

—¿Con qué recursos? —replicó él—. Todas las cuentas que cree controlar son, en realidad, tuyas. Vamos a pedir que se congelen hasta que se aclaren los delitos. Cada inversión, cada saldo, cada tarjeta de crédito ligada a ese patrimonio… todo quedará bloqueado.

Me imaginé a Julia en “mi” casa, quizá ya dibujando planes de reforma, comprando muebles por internet con un dinero que creía suyo.

Marcos, en su despacho, calculando porcentajes y proyecciones con “su” nueva fortuna.

Y no tenían ni idea de que, en cuestión de horas, su mundo cuidadosamente planeado empezaría a desmoronarse.

El despacho de Arturo se convirtió en el centro de mando de lo que él, con humor, llamó “Operación Justicia”.

Hizo llamadas a los bancos para congelar cuentas. Contactó con la unidad de delitos económicos de la policía para informar de la posible falsificación de un testamento y del abuso económico a una persona mayor.

Al cabo de un rato, llegó una inspectora, una mujer de mirada afilada llamada Marta Millán, para revisar las copias de los documentos falsos que yo aún conservaba en el bolso.

—Estos papeles están muy bien hechos —dijo, pasando los dedos por los sellos—. Esto no es algo improvisado. Aquí hay planificación, acceso a modelos legales, quizá incluso ayuda de alguien con conocimientos profesionales.

—¿Cree que Julia tuvo ayuda? —pregunté.

—Casi seguro —respondió la inspectora—. Alguien tuvo que preparar esto. Puede haber sido Marcos o alguien de su entorno financiero. Tendremos que investigarlo.

Dos horas después, el plan ya estaba en marcha.

Todas las cuentas congeladas.
Las tarjetas de crédito de Julia, inutilizadas.
Los contratos de suministros que había pasado a su nombre, suspendidos hasta que un juez resolviera quién era la verdadera propietaria de la casa.

Mi móvil sonó a las 15:47 en punto.
En la pantalla, el nombre de mi hija.

Tragué saliva y contesté.

—¿Sí?

—Mamá, ¿dónde estás? —La voz de Julia sonaba agitada—. Hay un problema enorme con las cuentas. El banco dice que el patrimonio de papá está congelado. ¿Qué está pasando?

Inspiré hondo.

—Hola, Julia. Estoy sentada en el despacho de Arturo Vela. ¿Te acuerdas de él? El abogado de papá. El mismo que leyó el testamento real en una sala vacía mientras tú le decías que yo estaba “de viaje”.

Hubo un silencio pesado al otro lado de la línea.
Luego, un intento torpe de recuperar el control.

—Mamá, no sé qué te habrán contado, pero…

—Me han contado que has mentido y que has intentado robarme, cariño —dije, con una calma que me sorprendió incluso a mí—. También me han contado que tu padre era bastante más perspicaz de lo que ninguno de nosotras imaginaba.

Haz clic en el botón de abajo para leer la siguiente parte de la historia. ⏬⏬

Scroll to Top