Mi hijo está golpeando mi puerta en el barrio de Chamberí, en Madrid. Lo que no sabe es que yo estoy a más de 3.000 kilómetros de distancia, con la mirada clavada en un cielo que arde en verde y violeta.
Es 24 de diciembre, poco después de las cinco de la tarde. Nochebuena.
En la pantalla de mi móvil veo la cara de Javier. Me está haciendo una videollamada. Detrás de él reconozco la madera oscura de mi portal. Parece estresado, su aliento forma pequeñas nubes blancas en el aire frío de la capital. Toca el timbre. Una y otra vez.
No encontrará a nadie. Porque la Matilde que busca – la madre que siempre espera, la que siempre está disponible, la que agradece las migajas de atención – ya no vive ahí.
Dejo que suene un poco más. Necesito respirar hondo antes de mostrarle dónde estoy realmente. Para explicar esto, tengo que volver atrás. Exactamente un año.
La Navidad pasada fue el día en que mi corazón se congeló un poco. Me había preparado con tanta ilusión. Desde que mi marido, Antonio, falleció, el silencio llenaba mi piso como una niebla espesa.
La Navidad era mi faro. Había pasado dos días enteros en la cocina. Preparé mi famosa sopa de marisco y el cordero asado a baja temperatura, tal como le encantaba a Javier de niño. Mi coche olía a romero y a hogar mientras conducía hacia el chalet nuevo de Javier, en las afueras.
No había avisado. Pensaba que las madres no necesitan invitación. Pensaba que yo sería la sorpresa que haría felices a todos.
Cuando Javier abrió la puerta, vi la irritación en sus ojos antes incluso de que sonriera. —¿Mamá? —dijo—. ¿Qué haces aquí?
Detrás de él se oían risas. El tintineo de las copas de vino. Había calor y luz. Entonces apareció ella, mi nuera. Impecable en su vestido de fiesta. Me miró, luego miró las ollas que yo abrazaba como tesoros, y soltó la bomba con una voz terriblemente pragmática.
—Ay, Matilde —dijo—. Esto es… un poco incómodo. Hemos invitado a los García. La mesa está puesta al milímetro. No contábamos contigo.
No contábamos contigo.
Esa frase se quedó colgada en el aire, más cortante que el frío de diciembre. Miré por encima de su hombro. La mesa estaba perfecta. Manteles de hilo, velas, copas de cristal. Ocho sillas. Todas ocupadas. No había sitio para mí. Ni en la mesa, ni –así lo sentí– en sus vidas.
—Yo… solo quería traeros la cena —balbuceé. Me sentí diminuta de repente. Como una niña que molesta a los mayores—. No quería quedarme. Era mentira. No deseaba otra cosa en el mundo que quedarme.
—Pasa un momento, mujer —dijo Javier, frotándose la nuca—. Podemos bajar una silla plegable del trastero. Nos apretamos un poco.
Una silla plegable. En una esquina. Mientras los invitados “de verdad” se sentaban en las sillas buenas. —No —dije, forzando una sonrisa que me dolía físicamente—. Tengo… tengo planes. Mis amigas del bingo me esperan.
Le puse las ollas en los brazos, me di la vuelta y me fui. Esa Nochebuena, en mi cocina oscura de Madrid, cené un poco de pan con aceite. Escuchaba las campanadas a lo lejos y no lloré. Simplemente me sentí vacía.
Me prometí a mí misma: Nunca más. Nunca más seré la invitada incómoda en la vida de mi propio hijo.
Pasaron los meses. El verano vino y se fue. Y entonces, ordenando cajones, encontré un viejo folleto de viajes de Antonio. Había un marcador en una página: “Tromsø y las Luces del Norte – Un viaje al fin del mundo”. Siempre lo habíamos soñado. “Cuando nos jubilemos, Matilde”, decía siempre Antonio. “Iremos a ver cómo baila el cielo”.
Nunca lo hicimos. Primero la hipoteca, luego la carrera de Javier, luego la enfermedad de Antonio. Miré el folleto. Luego miré mi cuenta de ahorros. El dinero para la “residencia”. El dinero para “por si acaso”, para “no ser una carga”. Pero, ¿y si ese “por si acaso” nunca llega? ¿Y si el futuro es solo otra Navidad cenando pan con aceite?
Al día siguiente fui a la agencia de viajes de la Gran Vía. La chica me miró sorprendida: “¿Una persona sola? ¿A Noruega? ¿En Navidad?”.
—Sí —respondí—. Solo ida, por ahora.
¿Y ahora? Ahora pulso el botón verde de la videollamada.
—¡Mamá! —grita Javier. Suena casi en pánico—. ¿Dónde estás? ¡Estamos en tu puerta! ¡Hemos… hemos puesto un sitio extra este año! ¡Queríamos darte una sorpresa y recogerte!
Levanta una bolsa. Veo un regalo dentro. Siento un pinchazo en el corazón, pero no duele. Es solo melancolía. Javier es un buen chico. Pero es un adulto. Su vida está llena, y eso está bien. La mía no tiene por qué estar vacía solo porque la suya esté llena.
—Hola, hijo —digo. —¿Por qué no abres? —pregunta—. ¿Te ha pasado algo?
Giro la cámara. No le enseño el papel pintado de mi pasillo. Le enseño la nieve. Profunda, virgen, brillante. Y luego enfoco hacia arriba. Sobre mí, en la noche ártica de Tromsø, velos verdes y violetas danzan como espíritus, como música visible. Es lo más hermoso que he visto jamás.
—¿Mamá? —su voz se vuelve un susurro—. ¿Dónde… dónde estás?
—Estoy donde papá y yo siempre quisimos ir, Javier —digo, sintiendo cómo el aire helado me sonroja las mejillas. No me siento como una anciana de 72 años. Me siento de 20. —Ya no espero a que se libre una silla plegable. He buscado mi propio lugar en el mundo.
Javier se queda en silencio. Veo a mi nuera acercarse a la pantalla, con la mano en la boca. Ve la Aurora Boreal. —¿Estás allí sola? ¿En Navidad? —pregunta Javier, incrédulo.
Miro a mi alrededor. Junto a mí hay un grupo de mochileros y una pareja mayor de Japón. Nos acabamos de entender por señas y hemos compartido vino caliente. —No —digo suavemente—. No estoy sola. Estoy conmigo misma. Y con tu padre.
Una lágrima rueda por la mejilla de Javier. Quizás ahora lo entienda. Quizás entienda que el amor no significa esperar en un rincón hasta que te necesiten.
—Feliz Navidad, Javier —digo—. Dales un beso a los niños.
—Feliz Navidad, Mamá —susurra él—. Pareces… feliz.
—Lo soy —respondo.
Cuelgo. Guardo el móvil en mi abrigo de plumas. El frío aquí muerde, pero no hiere. Te despierta. Respiro hondo. Las luces del norte siguen bailando, solo para mí.
Pasamos la mitad de la vida enseñando a nuestros hijos a caminar para que puedan irse de nuestro lado. Pero a menudo olvidamos enseñarnos a nosotros mismos cómo seguir caminando cuando ellos ya se han ido.
No esperes a que alguien ponga una silla para ti. El mundo es inmenso. Y el mejor lugar en Navidad no es una mesa llena donde sobras, sino cualquier lugar donde tu corazón pueda volver a latir con fuerza.
Sé tu propia invitada de honor. Te estabas esperando.
Feliz Navidad a quienes tienen el coraje de elegirse a sí mismos.
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