Me levanté. Fui al baño y me miré en el espejo. Tenía las mejillas rojas por el frío, el pelo revuelto, las ojeras suaves de alguien que viajó.
Y aun así… me vi bonita. No de “revista”. Bonita de verdad.
Bonita de estar despierta.
Esa madrugada me costó dormirme. No por ansiedad. Por emoción.
Como si mi cuerpo no supiera qué hacer con tanta libertad de golpe.
Al final, cuando el cielo se apagó del todo, me metí bajo las cobijas y escuché mi propia respiración. Y me vino una imagen: Antonio doblando un mapa en la mesa de la cocina, señalando con el dedo un punto lejano.
“Ahí.” Y yo diciendo: “Algún día.”
Me quedé dormida con una certeza simple, casi infantil: El “algún día” ya empezó.
A la mañana siguiente, Tromsø era otra cosa. Una ciudad blanca, callada, con el sol fingiendo que existe desde abajo del horizonte. Bajé a desayunar y vi a un par de personas del grupo de anoche.
Nos saludamos como si fuéramos vecinos de toda la vida.
El mochilero alto levantó su taza.
—Aurora queen —bromeó, señalándome.
Yo me reí.
—Reina, no —dije—. Aprendiz.
Después del desayuno caminé despacio por el puerto. Había barcos quietos, gaviotas, y un olor a mar frío que te limpia por dentro. Entré a una tiendita de recuerdos.
Vi postales con luces verdes y violetas, y compré una. En el reverso, sin pensarlo mucho, escribí:
“Antonio: el cielo baila. Y yo también.”
Doblé la postal y la guardé en mi bolso. No sabía dónde la iba a mandar. Tal vez no hacía falta mandarla.
Tal vez escribirla ya era suficiente.
A mediodía, el móvil volvió a vibrar. Una videollamada. Esta vez no era Javier.
Era mi nuera.
Me quedé helada, pero no del frío. La acepté. Su cara apareció en la pantalla con los ojos hinchados, sin maquillaje perfecto, sin vestido de fiesta.
Se veía… humana.
—Matilde —dijo, y mi nombre en su boca sonó diferente, sin ese tono práctico de “esto es incómodo”.
Yo no dije nada. La dejé hablar.
—Yo… yo no sabía que te habíamos hecho sentir así. Javier me lo contó anoche. —Tragó saliva—. Vi el cielo. Vi lo que estabas viendo. Y… fue como si me diera vergüenza por primera vez.
La palabra “vergüenza” me sorprendió tanto que casi me dio risa. Nunca pensé escucharla.
—No te llamo para pelear —continuó—. Te llamo para decirte que… lo siento. Y para pedirte algo.
Yo apreté el móvil.
—¿Qué cosa?
Bajó la mirada un segundo.
—Que cuando vuelvas… si quieres… cenemos juntos. No por compromiso. No por quedar bien. Porque… porque eres la abuela de mis hijos. Y porque Javier… también te necesita, aunque se haga el fuerte.
Ahí estaba. No era un discurso perfecto. Pero era un inicio. Y yo, por primera vez, me di el permiso de elegir cómo contestar.
—Gracias por decirlo —respondí, despacio—. Pero voy a ser clara: no vuelvo para “encajar”. Vuelvo para vivir. Si cenamos, será con respeto. Sin sillas plegables. Sin “no contábamos contigo”.
Ella asintió rápido, con lágrimas apretadas.
—Lo entiendo.
—Y otra cosa —añadí, sorprendiéndome a mí misma—: no me llamen solo cuando les entra la culpa. Llámenme cuando les nazca. Cuando quieran saber de mí, no cuando necesiten que yo los salve de sentirse mal.
Se quedó callada. Luego dijo:
—Sí.
Cortó. Yo me quedé con el móvil en la mano. Y me di cuenta de que me temblaban los dedos.
No de miedo.
De adrenalina.
Porque poner límites también es una aventura, aunque nadie te venda un folleto para eso.
Seguí caminando. Vi a una niña arrastrando un trineo, con las mejillas rojas igual que las mías. Su mamá la siguió riéndose, y yo pensé en mis propias manos, años atrás, abrochándole la bufanda a Javier.
En esa Matilde joven que creía que ser madre era desaparecer un poquito cada día para que los demás tuvieran más espacio. Qué equivocada estaba. Ser madre es amar.
Sí.
Pero ser persona también.
Esa noche, ya más tranquila, volví a salir a buscar el cielo. No apareció con tanta fuerza como la noche anterior. Solo un velo pálido, tímido, casi como un suspiro.
Y sin embargo, yo sentí que era suficiente. Porque ahora entendía algo: La aurora no baila para impresionarte. Baila porque está viva.
Y yo también.
Saqué el móvil y vi un último mensaje de Javier:
“Gracias, mamá. Te prometo que voy a aprender. Disfruta. Y… cuando vuelvas, ¿me cuentas todo? Como cuando yo era niño.”
Sonreí. No con tristeza. Con esa alegría suave que llega cuando alguien por fin te mira de frente.
“Sí,” respondí. “Te cuento todo. Pero primero, déjame vivirlo.”
Guardé el móvil. Levanté la cara. Y ahí, sobre Tromsø, el cielo volvió a encenderse un poquito, como si me guiñara el ojo.
No era una mesa llena. No era una casa perfecta. Era algo mejor.
Era mi lugar.
Y por primera vez en muchos años, en Nochebuena, no me sentí invitada de nadie. Me sentí la dueña de mi propia vida.






