El anillo era de platino, con un diamante grande que me pesaba en el dedo, cargado de promesas y de posibilidades. Me besó mientras el violín seguía sonando y yo me permití creer que podía tener esto.
Que merecía ser feliz. Que quizá, por una vez, el universo estaba empezando a devolverme algo después de tanto dolor.
Pusimos la fecha en junio, un año y medio más tarde. Tiempo de sobra para organizar una boda perfecta.
Verónica insistió en ser mi dama de honor.
—Vamos a ser hermanas —dijo, apretándome la mano con una firmeza sorprendente—. Tenemos que llevarnos bien.
Quise creerla. Me forcé a hacerlo. Pero en cada prueba del vestido, en cada cata de tarta, en cada reunión con proveedores, la sorprendía mirándome con esos ojos fríos.
Y, a veces, cuando creía que yo no la veía, se inclinaba hacia Julián para susurrarle algo al oído y su expresión se ensombrecía apenas un segundo, antes de volver a la sonrisa perfecta.
—¿Qué te dice siempre? —le pregunté una vez, después de una reunión especialmente tensa con el florista.
—Nada importante —respondió—. Está agobiada con sus cosas, no la tomes en serio. No dejes que te afecte.
Pero me afectaba. Esa incomodidad se me clavó bajo la piel como una astilla.
Tres meses antes de la boda, descubrí que estaba embarazada.
Me hice la prueba en el baño de la oficina, con las manos temblando tanto que casi se me cae el test al suelo. Dos rayitas rosas. Claras.
Llevaba un hijo de Julián.
El momento era malísimo. Habíamos decidido esperar al menos un año después de la boda. Pero la vida no suele pedir permiso.
Decidí contárselo esa noche durante la cena.
Había comprado un body diminuto con la frase “Valió la pena esperar” y lo envolví en papel de seda. Estaba nerviosa, pero ilusionada. Aquello era nuestro futuro creciendo dentro de mí.
Era la prueba de que algo bueno podía salir de tanto dolor.
Llegué temprano a su piso, usando la llave que me había dado. Las luces estaban apagadas, pero oí voces en el dormitorio.
La de Julián y otra voz femenina. El corazón se me paró por un segundo.
Durante un instante horrible pensé… Pero luego reconocí la voz. Era Verónica.
Me acerqué despacio, sin querer espiar, pero incapaz de evitarlo. La puerta del dormitorio estaba entornada. Por la rendija los vi sentados al borde de la cama, de espaldas a mí.
—Tienes que contárselo antes de la boda —decía Verónica—. No es justo dejar que entre en esto sin saberlo.
—No puedo —la voz de Julián sonaba espesa, cargada de algo. ¿Culpa? ¿Miedo?—. Si se entera, me dejará.
—Pues quizá debería dejarte. Esto es un desastre anunciado y tú lo sabes.
—La quiero.
—¿La quieres de verdad? ¿O te gusta la idea de ella? La niña huérfana, tan rota y agradecida, que te mira como si fueras su salvador.
Su voz era veneno puro.
—He hecho mis deberes, Julián. Su historial económico es un caos.
—Tiene deudas de tarjeta, préstamos estudiantiles, una quiebra con veintidós años.
—Eso no es quien es ahora —protestó él.
—¿Seguro? Despierta. Se está aprovechando de ti. Vio en ti dinero, estabilidad, una salida de su vida mediocre, y se agarró. Igual que…
—No —lo cortó él—. No compares esto con lo de mamá.
Silencio. Luego Verónica habló más bajo, pero más peligrosa.
—Solo intento protegerte. Sabes lo que pasó con papá después de que muriera mamá. Cómo esa mujer se hizo la viuda desconsolada y se llevó una buena parte de todo. No voy a dejar que te pase lo mismo.
Tenía la mano sobre la boca, conteniendo un ruido que era mitad sollozo, mitad grito.
Sí, había tenido problemas económicos en mis veinte. Como mucha gente. Sí, me había equivocado. Pero había trabajado años para salir de eso. Y jamás, jamás había visto a Julián como un salvavidas de oro.
¿O sí?
La duda se coló como gas tóxico. ¿Había alguna parte de mí, tan escondida que ni siquiera la veía, que había sentido alivio al encontrar a alguien estable, con recursos, con un futuro seguro?
Yo sabía que amaba a Julián. Lo amaba por quién era, no por lo que tenía. Pero allí, en la penumbra, escuchando cómo diseccionaban mi pasado, mis intenciones, mi valor, algo se rompió dentro de mí.
Algo que no sabía que estaba tan frágil hasta que se quebró.
Me retiré despacio. Salí del piso. El body del bebé se quedó en mi bolso, sin estrenar, convertido de repente en un secreto que ardía.
No le conté lo que había escuchado. Me repetí que estaba siendo paranoica, que había malinterpretado cosas.
Pero las palabras hacían eco dentro de mi cabeza una y otra vez.
“Se está aprovechando de ti.”
“Vida patética.”
“Igual que mamá.”
Los preparativos de la boda se aceleraron en un torbellino agotador. Mis náuseas matutinas iban a peor, pero yo las ocultaba. Sonreía en las pruebas finales del vestido, en la cena de ensayo, ante la avalancha de parientes que llegaban a la ciudad.
Julián parecía distraído. Trabajaba hasta tarde. Atendía llamadas en otra habitación. A veces lo veía mirarme con una expresión que no entendía, como si intentara resolver un rompecabezas.
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