Lo vi junto al borde del jardín, hablando con su padre. Entonces apareció Verónica. Le tocó el codo, lo apartó un poco. Se alejaron hacia un seto de rosales.
No oía nada, pero vi sus labios moverse deprisa. Ella sacó un papel doblado del bolso y se lo tendió. Julián lo abrió.
Leyó. Y vi cómo su cara cambiaba. Fue como ver cómo se forma una capa de hielo sobre un lago. Todo en él se endureció, se hizo frío.
La mandíbula se le tensó. Sus manos, las mismas manos que me habían tocado con tanta delicadeza pocas horas antes, apretaron el papel hasta arrugarlo.
Alzó la vista. Nuestros ojos se encontraron a través del jardín. Y en los suyos ya no reconocí nada.
Empezó a caminar hacia mí. La gente se hizo a un lado sin saber por qué, dejando un pasillo entre nosotros. Algo en su expresión hacía que todos se apartaran.
El corazón me golpeaba el pecho. No sabía qué pasaba, pero sabía que era malo. Lo sentía en los huesos, como se siente una tormenta antes de que llegue.
—¿Julián? —mi voz sonó más pequeña de lo que quería.
Se detuvo frente a mí. Estaba lo bastante cerca como para oler el cava en su aliento, para ver el músculo que le latía en la mandíbula.
—¿Es verdad? —preguntó, con una voz grave que no había oído nunca.
—¿Si es verdad qué? No sé de qué hablas…
Entonces su mano se movió. Rápida. Brutal.
El sonido de su palma contra mi cara resonó por el jardín como un disparo.
El dolor me explotó en la mejilla. Tropecé hacia un lado, casi perdiendo el equilibrio. El velo se me resbaló.
La vista se me llenó de lágrimas, mitad dolor, mitad shock. El murmullo de la música, de las conversaciones, se cortó en seco.
Me llevé los dedos a la mejilla ardiente y noté el sabor metálico de la sangre en la boca.
Lo miré. A mi marido de menos de una hora. Y vi a un desconocido.
—¿Cómo has podido? —su voz se rompió—. ¿Cómo has podido hacerme esto?
No sabía de qué hablaba. La mente me daba vueltas, intentando alcanzar la realidad. Me había pegado.
Delante de todos. En nuestra boda.
Verónica estaba detrás de él, con la mano sobre la boca, los ojos muy abiertos. Pero debajo del gesto de horror había algo más. Algo que se parecía demasiado a la satisfacción.
Los invitados estaban quietos. Doscientas personas congeladas en el espanto.
Y entonces lo entendí. Fuera lo que fuera ese papel, lo que fuera que Verónica le había contado, era mentira. Tenía que serlo.
Llevaba meses moviendo los hilos. Tenía que haber orquestado esto desde el principio.
La rabia que me atravesó fue tan limpia que quemó todo lo demás: el miedo, la sorpresa, incluso el amor. Solo dejó claridad.
Me enderecé, levanté la barbilla y lo miré directamente a los ojos.
—Pregúntame de qué me acusas —dije, con voz firme—. Dilo en voz alta.
—Ya sabes lo que has hecho —escupió.
—Dilo —insistí—. Delante de todos.
—El dinero —dijo, cada palabra un golpe—. Las cuentas en el extranjero. Has estado robando de mi empresa durante el último año.
Su voz se alzó, rota por la traición.
—Verónica me ha enseñado las pruebas. Extractos bancarios, transferencias, todo a tu nombre.
—Has desviado casi medio millón de euros.
La acusación quedó flotando en el aire como un gas tóxico. Medio millón. Malversación. Cuentas en paraísos fiscales.
Por un segundo absurdo, me dieron ganas de reír. Era tan ridículo que costaba creer que alguien pudiera tragarse aquello.
—Enséñamelo —dije.
—¿Qué?
—Enséñame esas “pruebas”. Que todos las vean.
Julián vaciló. Miró a Verónica. Ella dio un paso adelante.
—No creo que este sea el lugar… —empezó.
—Enséñamelas —repetí, alargando la mano.
Julián sacó el papel arrugado del bolsillo y lo alisó un poco. Eran extractos de cuentas, números de cuenta, registros de transferencias. Mi nombre destacado en amarillo. Decenas de movimientos, todos por varios miles de euros, dirigidos a una cuenta en las islas.
Lo miré con atención. La falsificación era buena. Profesional. Alguien se había tomado muchas molestias. Y mucho dinero.
—Esto es falso —dije.
—No —la voz de Julián se quebró—. No me vuelvas a mentir.
—Mi abogado lo ha comprobado. La cuenta existe. El dinero es real. Tu firma está en las órdenes de transferencia.
—Entonces tu abogado es un incompetente. O forma parte del juego.
Me giré hacia la gente. Algunas personas apartaron la mirada, avergonzadas. Otras se inclinaron hacia delante, enganchadas al drama.
Subí un poco la voz.
—Jamás he robado un solo euro a mi marido. Jamás he abierto una cuenta en el extranjero. Jamás he firmado estas transferencias. Esto es una fabricación.
Volví a Julián.
—Y puedo demostrarlo.
—¿Cómo? —cortó Verónica, con voz afilada.
La miré. Y sonreí, fría.
—Porque soy contable.
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