Gracia creció.
Aprendió a sonreír, a reírse, a gatear. Llenó el piso de ruido, de juguetes por el suelo, de biberones a medio lavar y de una forma de amor que era sencilla, sin condiciones, sin contratos.
Mi tío nos ayudó mucho. Algunos amigos del “antes” reaparecieron, discretos, con tuppers de comida y mensajes preguntando si necesitaba algo. No estaba tan sola como había pensado.
Y poco a poco aprendí a ser feliz otra vez.
No esa felicidad desesperada de cuando estaba con Julián, como si tuviera que agarrarla fuerte para que no se escapara. Una felicidad más tranquila. Más silenciosa.
Estaba en mi despacho cuando llegó la llamada. Número desconocido. Estuve a punto de no descolgar.
—¿Sí?
—Soy yo —dijo una voz que reconocí al instante. Julián. Sonaba mayor. Cansado.
Debería haber colgado. Pero la curiosidad me mantuvo en la línea.
—¿Qué quieres?
—Solo… quería que supieras que hoy han condenado a Verónica. Quince años. Prisión.
—Lo sé —respondí—. Lo he leído.
—También quería decirte… —se quedó callado—. Lo siento. Por todo. Tenías razón. En todo.
Respiró hondo al otro lado.
—No confié en ti. Dejé que ella me envenenara. Y te pegué. Dios… te pegué. Me odio por eso. Cada día.
—Bien —dije. No con crueldad. Con simple honestidad.
—¿Cómo está Gracia?
—Perfecta. Y la verás el mes que viene, en tu visita supervisada. ¿Vendrás?
—Sí. No pienso faltar.
Carraspeó.
—¿Eres feliz?
Miré alrededor. Mis títulos en la pared. Las fotos de Gracia en el escritorio, con helado en la cara, con la mochila del cole, con un dibujo en la mano. Los archivadores llenos de casos, de otras mujeres y hombres buscando la verdad.
—Sí —dije—. Lo soy.
—Me alegro —murmuró—. De verdad.
Hubo una pausa.
—De todas formas… quería que supieras esto: tú has sido lo mejor que me ha pasado en la vida. Tú y Gracia. Aunque lo destrocé. Aunque no lo merecía.
—Lo sé —respondí. Y colgué.
Miré la foto de Gracia. Sonreía a la cámara, con la cara manchada de helado, pura alegría.
Ella nunca me vería como me vio la gente en aquel vídeo. Nunca me vería pedir perdón por existir.
Vería a su madre de pie. Con cicatrices, sí. Pero de pie.
Pasó el tiempo.
Un día recibí una carta con matasellos lejano. Sin remitente. El papel era caro, grueso. Dentro había un texto cortado a mano. La letra, inclinada, era de Verónica.
La leí apoyada en la encimera de la cocina, mientras Gracia dormía la siesta.
Decía cosas que no esperaba leer nunca.
No pedía perdón por el dinero. Por los años robando de la empresa de la familia.
“Por eso no estoy arrepentida”, había escrito. “Lo único que siento de verdad es lo que te hice a ti.”
Reconocía que yo había sido daño colateral en una guerra que yo ni siquiera sabía que existía: ella contra su padre, contra las comparaciones, contra el hijo perfecto.
“Llegaste creyendo que el amor era suficiente”, escribió. “Y yo me propuse demostrar que no eras más que otra interesada. La verdad es que te tenía envidia.”
“La envidia de alguien que no sabe querer sin sacar la calculadora.”
Terminaba con una frase que se me clavó:
“No ganaste porque me desenmascaraste. Ganaste porque no te dejaste destruir.”
Firmaba simplemente: “V.”
La leí tres veces. Luego la quemé en el fregadero, viendo cómo el papel caro se ennegrecía y se hacía ceniza.
Pensé en contestar. En decirle que no tenía toda la razón. Que sí me habían roto. Que había noches en las que despertaba sudando, segura de volver a ver su sonrisa detrás del hombro de Julián.
Que todavía me sobresaltaba cuando un hombre alzaba la voz. Que aún, a veces, dudaba de cualquier gesto amable.
Pero no escribí. Porque la verdad era más complicada que una victoria o una derrota.
Sí, me habían roto por dentro.
Pero también era cierto que me había reconstruido. Y la versión nueva era más dura. Más clara. Menos dispuesta a doblarse.
Quizá eso era ganar. O quizá era solo sobrevivir.
Pasaron unos años más.
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