La noche que mi novio me escribió «esta noche me quedo en casa de Lara, no me esperes», no lloré ni supliqué: en silencio hice algo que él jamás imaginó.
Me llamo Lucía Ramos. Tengo 25 años. Si me hubieras conocido hace solo una semana, habrías visto a una mujer convencida de que tenía la vida más o menos resuelta: un trabajo estable como diseñadora de software, un apartamento acogedor por el que trabajé muy duro y un novio con el que pensaba casarme algún día.
Él se llama Diego. Durante dos años, Diego fue mi mundo. Tenía esa sonrisa de chico bueno que podía borrar un mal día en segundos, y durante mucho tiempo pensé que su presencia en mi vida era cosa del destino.
Hace ocho meses se mudó a mi apartamento. Parecía el siguiente paso lógico. Prometió que empezaría a ahorrar para el futuro, para nuestro futuro.
Así que yo pagaba el alquiler, la luz, el agua, la compra. No me importaba. Me repetía que era algo temporal.
Pero últimamente algo había cambiado. Diego trabajaba “hasta tarde” casi todos los días, pero nunca se veía reflejado en nada concreto. Su teléfono, que antes dejaba tirado en la mesa del salón, se convirtió en una extensión de su mano, siempre boca abajo, siempre con contraseña.
Intenté sacudirme la mala sensación de encima. Me dije que amar también es confiar. Hasta que llegó ese mensaje.
Estaba salteando verduras para la cena cuando el móvil vibró. Me sequé las manos en un paño de cocina, sonriendo, convencida de que sería Diego avisando de que por fin venía de camino a casa.
En lugar de eso, leí: «Esta noche me quedo en casa de Lara. No me esperes».
Lara, su compañera de trabajo. La misma Lara a la que le daba “me gusta” en sus fotos a las dos de la madrugada.
La misma Lara que se reía demasiado de sus chistes en las cenas de empresa. Noté cómo mi pulso se volvía pesado. Mi primer instinto fue la negación.
Tal vez era por trabajo, tal vez era algo inocente. Pero el segundo instinto, esa voz profunda en el pecho que nunca miente, me dijo la verdad. Él había elegido.
Escribí con los dedos temblando: «Gracias por avisar». Nada más.
Sin escena, sin gritos, solo cuatro palabras que sellaban su destino. Me quedé en la cocina, mirando la sartén en el fuego, las verduras empezando a quemarse, el humo subiendo en espirales. Parecía la escena de la vida de otra persona.
Lo lógico habría sido que el pecho me ardiera de dolor, pero en su lugar sentí una calma hueca. Recordé algo que mi padre me dijo cuando yo tenía 17 años y lloraba por mi primer desengaño. Me puso la mano en el hombro y me dijo: «Un hombre que esconde el móvil ya se ha ido por dentro. No le ruegues que se quede cuando ya se ha marchado».
En aquel entonces puse los ojos en blanco. Ahora sus palabras sonaban a profecía. Apagué el fuego, la casa llena del olor amargo de cebolla quemada, y dejé la espátula sobre la encimera.
El peso de la traición me apretaba el pecho, pero debajo de todo empezó a crecer otra cosa. Fría, precisa, casi quirúrgica. Determinación.
Si Diego quería la cama de Lara, allí se podía quedar.
Para siempre. No grité. No lloré.
Fui al armario del pasillo y saqué la primera caja de cartón vacía que me había sobrado de la mudanza. La puse sobre la cama que hasta ese día habíamos compartido y empecé a hacer maletas. Una prenda doblada detrás de otra.
La primera fue su sudadera gris favorita, vieja y suave de tanto uso. Recordé la noche en que me la puso sobre los hombros después de nuestra primera cita, cuando nos sorprendió la lluvia. Por un segundo mis dedos se quedaron quietos sobre la tela.
El recuerdo dolió como limón en un corte de papel. Luego alisé la sudadera, la coloqué en la caja y cerré la tapa. No solo estaba guardando ropa. Estaba desmontando una vida.
Una caja se convirtió en dos, luego en tres. El movimiento repetitivo me calmó de una forma extraña: doblar, apilar, cerrar. Cada pliegue era como una esquina de mi corazón que se liberaba de él.
Sobre la cómoda, sus frascos de colonia parecían pequeños monumentos de cristal a sus mentiras. A la caja. Su cepillo de dientes, su maquinilla, el frasco de aftershave que “no podía vivir sin él”, todo en un neceser perfectamente colocado.
Enrollé hasta el cable de su máquina de afeitar con cuidado, como si la precisión pudiera esconder la rabia silenciosa que movía cada gesto. A medianoche ya había vaciado de él el dormitorio. Ocho cajas, dos maletas, sus zapatos, sus corbatas e incluso la taza ridícula que decía que era de su abuela pero que yo sabía que había comprado en una tienda de muebles barata.
No quedaba nada de Diego. Ni siquiera la funda de almohada que usaba. La doblé despacio, la puse encima de la última maleta y di un paso atrás.
El apartamento se veía distinto sin su desorden. Más limpio. Más ligero.
Miré el reloj. Eran las diez y cuarto de la noche. Una idea se formó en mi cabeza como un relámpago.
No iba a dejar que aquellas cajas cogieran polvo. Tenían que ir al lugar que él había elegido. Cogí las llaves del coche.
Viaje tras viaje por las escaleras, cargando cajas, los músculos ardiendo, la respiración rápida. Cada golpe del maletero al cerrarse sonaba como un punto final a una frase. Esto se ha acabado.
A las diez y cuarenta y cinco el coche estaba lleno. A las once ya conducía al otro lado de la ciudad, los faros cortando la oscuridad. El edificio de Lara apareció frente a mí: fachadas modernas, setos bien recortados, ese tipo de lugar donde la gente finge tenerlo todo bajo control.
Lo conocía bien. Una vez Diego me pidió que lo dejara allí “por una reunión de equipo”.
Como si el destino lo hubiera preparado, alguien salía justo cuando aparqué. La puerta del portal se quedó abierta unos segundos. Me colé dentro con la primera maleta y subí hasta el tercer piso.
De uno de los pisos salía música, risas. Una risa de mujer, más aguda que la mía.
No me detuve frente a ninguna puerta. Simplemente fui hasta la de Lara y apilé todas las cajas, maletas y bolsas bien alineadas junto al marco. Ocho cajas.
Dos maletas. Un pequeño monumento a la traición.
Encima de todo dejé una nota doblada:
«Cosas de Diego. Ahora es tuyo. Lucía».
Le hice una foto con el móvil, no por venganza, sino como prueba. Prueba para mí misma de que de verdad lo había hecho. Cuando me alejé, mi corazón no latía más rápido.
Iba más lento, más calmado con cada paso. Al llegar al coche, el silencio dentro de mí daba casi miedo. A las once y media ya estaba de vuelta en casa.
A medianoche, un cerrajero estaba cambiando la cerradura. Ciento ochenta euros. El mejor dinero que he gastado en mi vida.
Actualicé el código de la puerta, borré a Diego de la plataforma de series que compartíamos, de la aplicación de música y del abono del gimnasio, cancelé la tarjeta de emergencia que usaba todos los días en una cafetería de cadena. Cuando terminé, me serví una copa de vino tinto, me senté en el sofá y puse una película. A las once y cuarenta y siete llegó la primera llamada.
Diego. A las once y cuarenta y nueve, la segunda. A medianoche empezaron a entrar los mensajes.
Dejé el móvil boca abajo. Lo dejé vibrar hasta que se cansó. En algún lugar de la ciudad, las cajas que él llamaba “su hogar” estaban ahora apiladas delante de la puerta de otra persona y, por primera vez en semanas, me sentí libre.
A las doce y media de la madrugada, el móvil seguía vibrando sin parar. Llamadas, mensajes, notas de voz, una encima de otra.
«Lucía, ¿qué es esto?», «¿Dónde están mis cosas?», «No tiene gracia. Contéstame».
No lo hice. A la una de la mañana, el timbre sonó. Luego los golpes contra la puerta, fuertes, haciendo temblar el marco.
La voz de Diego resonó en el pasillo, enfadado, desesperado.
—Lucía, abre la maldita puerta. Estás loca.
Apoyé la espalda en la pared, los brazos cruzados, escuchando. Oía a los vecinos moverse, luces encendiéndose. Durante un segundo, la parte más pequeña y vengativa de mí pensó en dejarle gritar hasta que todo el edificio supiera qué tipo de hombre era.
En lugar de eso, le mandé un solo mensaje:
«Tú elegiste quedarte en casa de Lara. Yo solo te ayudé a mudarte».
A las tres de la mañana apareció otro número en la pantalla. Contra mi instinto, contesté.
—Lucía, soy yo —la voz de Diego sonaba rota—. Tienes que escucharme. No ha pasado nada, te lo juro.
—¿Nada? —pregunté en voz baja—. Entonces, ¿por qué el sofá de Lara? ¿Por qué su casa y no la tuya?
—Fue solo una noche. Por trabajo —balbuceó.
—Por trabajo —repetí, dejando escapar una risa seca—. Para el trabajo existen hoteles, Diego. No me tomes por tonta.
Se hizo un silencio. Luego su tono cambió a uno suplicante:
—¿Y ahora dónde se supone que voy a ir?
Cerré los ojos, el vino todavía cálido en la sangre.
—Supongo que el sitio más lógico es donde dormiste anoche.
El silencio que siguió pesó más que cualquier grito. Colgué antes de que pudiera decir algo más. Por la mañana, me llamó el casero.
—Lucía, solo confirmo que cambiaste la cerradura anoche —dijo.
—Sí —respondí.
Se rió por lo bajo.
—Me lo imaginaba. Tu novio vino a mi oficina diciendo que todo era un malentendido y exigiendo una copia de la llave.
—Ex novio —lo corregí.
—Decía que estaba en el contrato del piso.
—No lo está. Nunca lo ha estado.
—Perfecto —contestó el casero, con cierto tono divertido—. No te preocupes, me encargo yo.
Pero Diego no había terminado. A las nueve, llegó la siguiente oleada: su madre.
Su nombre apareció en la pantalla. Contra mi mejor juicio, contesté.
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