—¿Cómo te atreves a echar a mi hijo a la calle? —escupió ella.
—Teresa, tu hijo me escribió que se quedaba en casa de otra mujer —respondí despacio—. Yo solo le ayudé a que eso fuera definitivo.
—Fue un error, una sola vez —insistió ella, furiosa.
—No. Fue una elección. Yo la respeté.
—Estás obligada por ley a darle treinta días —bufó.
—No —dije tranquila—. Nunca pagó el alquiler. Nunca firmó el contrato. Era un invitado.
Hice una pequeña pausa.
—Y los invitados no tienen treinta días.
—No tienes corazón —soltó.
—No, Teresa. Lo que pasa es que por fin he dejado de ser su red de seguridad.
Colgó, pero no antes de que notara un temblor en su voz, como si en el fondo supiera perfectamente cómo era su hijo. Al dejar el móvil sobre la mesa, me di cuenta de algo inesperado.
No me temblaban las manos. Por primera vez en meses me sentía firme. Por supuesto sabía que Diego no iba a soltar así de fácil.
Hombres como él nunca lo hacen. Y mientras el sol subía, lo sentí en el estómago. Esto solo estaba empezando.
Al mediodía, el móvil vibró otra vez, esta vez desde un número desconocido. Lo dejé sonar, pero cuando llamó por segunda vez, contesté.
—¿Lucía? —la voz era dura, tensa—. Habla Raúl, el novio de Lara. ¿Te importa explicarme por qué hay una montaña de cosas de Diego delante de su puerta?
Estuve a punto de reír.
—¿Por qué no le preguntas a Lara o a Diego? Han estado muy ocupados a tus espaldas.
—Eso no es… —empezó, pero lo interrumpí.
—Mira los mensajes de tu novia —dije—. El tablet de Diego seguía conectado a mi wifi. He visto suficientes capturas de pantalla para toda una vida.
Silencio. Luego un insulto ahogado antes de colgar.
Sabía que era cuestión de tiempo que Diego volviera a llamar. Esta vez su tono no era suplicante. Sonaba ensayado, casi orgulloso.
—No fue lo que crees —empezó—. Era una prueba.
—¿Una prueba? —mi risa salió fría—.
—Si de verdad me quisieras, habrías luchado por mí. Te habrías puesto celosa. Eso es lo que hace una mujer cuando le importa. Has fallado, Lucía. No has luchado.
La cara dura casi me dejó sin palabras. Casi.
—Lo que querías era un perro, Diego. Yo no lo soy. Yo no persigo. Yo reemplazo.
Su voz se quebró.
—¿Y con quién me vas a reemplazar?
Dejé que el silencio se alargara y entonces clavé la frase como una daga:
—Ya le he escrito a Marcos. Café mañana.
El silencio al otro lado supo a victoria. Marcos, el único hombre al que Diego siempre veía como amenaza, solo por existir cerca de mí. La verdad es que Marcos y yo nunca habíamos sido más que amigos, pero Diego no tenía por qué saberlo.
—No te atreverías… —susurró.
—Mírame —contesté, y colgué.
Ahí empezó la campaña. Por la tarde mi móvil se llenó de notificaciones.
Diego había escrito en redes sociales:
«Mi ex está desequilibrada. Me ha echado a la calle. Es abusiva. No creáis sus mentiras».
Clásico. Pero yo estaba preparada.
Con una sola captura de pantalla de su mensaje sobre Lara, sus emojis de madrugada y sus promesas susurradas, hundí su versión antes de que pudiera empezar a volar. Sus propios amigos me escribieron en privado: algunos pidiendo perdón, otros diciendo que ya no querían saber de él. Incluso Mia, mi amiga que siempre lo defendió, me mandó: «Lo siento, Lucía. Es tóxico. Sé fuerte».
Al caer la noche, su publicación ya no estaba. La había borrado. Pero el daño no era para mí. Era para él.
Y aun así, no paraba. A las dos de la madrugada llegó otro mensaje, casi patético.
«Estaba preparando un futuro para nosotros. Lara no significa nada. Te vas a arrepentir de dejarme».
Leí sus palabras, apretando la mandíbula. Las mentiras no tenían fondo. Pero en el fondo del pecho yo ya sabía la verdad.
Diego no solo estaba hundiéndose. Estaba preparando su siguiente jugada. Y hombres como él no se van en silencio.
La mañana siguiente, cuando pensé que por fin tendría algo de paz, me equivoqué. A las nueve y cuarto, recibí una alerta de la tarjeta: alguien había intentado usar la tarjeta de emergencia que yo ya había cancelado.
Transacción denegada. Diez minutos después, otra alerta: alguien estaba intentando solicitar un crédito a mi nombre. Diego.
Mi pulso no se aceleró. Mis manos no temblaron. Me invadió una calma fría.
Llamé al banco, confirmé los intentos y luego marqué el número de atención no urgente de la policía. Expliqué lo que había pasado y dejé todo por escrito.
—Intento de suplantación de identidad es un delito, señora Ramos —me dijo el agente—. ¿Quiere presentar denuncia formal?
—Lo pensaré —respondí. Pero por dentro, la decisión ya estaba tomada.
Al mediodía, las consecuencias se multiplicaron. Mi perfil en una red profesional conocida me avisó de que alguien había visto mi página. Era el jefe de Diego.
Poco después llegó un mensaje:
«Hola, Lucía. Una pregunta un poco rara. ¿Todo bien con Diego? Te tiene como contacto de emergencia. También he visto una petición de adelanto de sueldo en la que aparece tu nombre».
No edulcoré nada.
«Rompimos hace dos días. Se quedó a dormir en casa de una compañera de trabajo, Lara. Desde entonces los dos han estado “enfermos” y sin presentarse».
Hubo una pausa. Luego:
«Vaya casualidad. Tenemos una política muy estricta sobre relaciones dentro de la empresa. Gracias por avisar».
A las tres de la tarde, Diego volvió a llamar desde otro número. Su voz era pura rabia.
—Me han despedido.
—No —dije tranquila—. Te has despedido tú solo, saliendo con una compañera y mintiendo.
—No estaba saliendo con ella —escupió.
—Tu jefe no parece pensar lo mismo —contesté—.
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