—¿Y ahora cómo se supone que voy a vivir sin trabajo, sin dinero?
—Supongo que ahora será Lara la que te mantenga —respondí, dulce como veneno—. Ah, no, espera… A ella también la han despedido.
Su furia se desató en insultos incoherentes antes de colgar. Más tarde, sonó de nuevo el teléfono. Era Teresa.
Su tono ya no era tan duro. Sonaba cansado, casi suplicante.
—Lucía, por favor. Ha aprendido la lección. No pongas una denuncia. Le vas a arruinar la vida.
Apreté el móvil contra la oreja, mirando mi apartamento silencioso, por fin limpio de su presencia.
—Teresa —dije despacio—. Ha intentado robar mi identidad. Dos veces. Se ha arruinado la vida él solo. Yo solo he decidido no cargar con la culpa.
Hubo un silencio largo y luego oí sus sollozos antes de colgar. Por primera vez desde que todo empezó, sentí algo parecido a satisfacción. No porque Diego estuviera cayendo. Sino porque por fin se le veía como era.
Los demás podían verlo ahora: el chico egoísta que jugaba hasta que perdía.
Aun así, sabía que los hombres acorralados rara vez se retiran. Atacan. Y yo todavía no había visto lo peor de Diego.
El sábado por la tarde estaba preparando café cuando un ruido fuerte hizo vibrar los cristales. Miré por la persiana y vi un camión de mudanzas alquilado mal aparcado frente al portal.
Diego. No estaba solo. Dos de sus primos se bajaron de la cabina, con camisetas de tirantes y brazos llenos de tatuajes baratos.
Diego venía detrás, hinchando el pecho como si fuera un general entrando en batalla. Mi corazón no se aceleró. Llevaba toda la semana esperándolo.
Abrí la puerta solo un poco, justo para ver. Uno de los primos ya estaba trasteando la cerradura con un destornillador, el otro movía mis sillas de la terraza hacia el camión. Diego cruzó los brazos, sonriendo como si ya hubiera ganado.
Esa sonrisa se borró cuando abrí la puerta del todo y mi hermano Noel salió a mi lado. Noel, ancho de hombros, exluchador, el tipo de hombre que calla una habitación con solo mirarla.
A los pocos segundos apareció también Camila, mi mejor amiga, con el teléfono en alto grabándolo todo.
—Buenas tardes, caballeros —dijo Noel con calma—. ¿Vais a robar a mi hermana a plena luz del día?
Rodrigo, uno de los primos, se quedó congelado, el destornillador resbalando de su mano. El otro, Daniel, soltó las sillas.
A Diego se le tensó la mandíbula.
—Este piso también es mío, Noel. Tengo derechos.
—No —intervine yo, mi voz sonando más fuerte de lo que esperaba—. Cada una de tus cosas fue entregada en la puerta de Lara hace una semana. Te mudaste.
—Eso no importa —insistió—. He vivido aquí. Voy a volver a entrar.
Camila dio un paso adelante, el móvil firme.
—¿Te refieres a allanamiento de morada? Bastante grave, por cierto.
Y entonces, como si el universo tuviera sentido del humor, se oyó una voz familiar desde la acera.
—Señores… —era Carlos, mi amigo, con su placa al pecho—. ¿Les apetece explicar por qué están intentando entrar en un piso que no es suyo?
Los primos se pusieron pálidos. Rodrigo murmuró algo sobre un malentendido y se fue hacia el camión. Daniel lo siguió, pidiendo perdón.
La fachada de Diego por fin se resquebrajó. Su rostro se deformó de rabia y miedo.
—Lucía, no puedes hacerme esto. No tengo a dónde ir.
Crucé los brazos, firme como una roca.
—Esto te lo has hecho tú, Diego. Cada decisión que has tomado te ha traído hasta aquí.
—Tú me quieres —gritó—. No me hagas esto.
—No —contesté.
—Yo quiero al hombre que creí que eras. Ese hombre no existe.
Carlos se acercó más.
—Señor Diego, ya tenemos un informe por intento de suplantación de identidad con su nombre. ¿Quiere añadir allanamiento a la lista?
Diego empalideció. Sus ojos fueron de la mirada fría de Noel, al móvil de Camila, a la placa de Carlos. Supo que había perdido, pero aun así intentó su última carta.
—Lucía, te lo ruego, puedo cambiar. Dame una oportunidad más…
Por un segundo sentí lástima. Solo un segundo.
—Tuviste tu oportunidad la noche que elegiste el sofá de Lara. Y la tuviste cuando firmaste con mi nombre. Y cada vez que mentiste en lugar de decir la verdad.
El silencio se hizo tan largo que Carlos terminó sacando su radio.
—Central, tengo aquí a un sospechoso…
Eso lo rompió. Diego dio media vuelta y corrió hacia el camión, pero sus primos ya se habían subido y arrancado sin él.
Carlos le sujetó del brazo con facilidad. Diego casi no se resistió. Mientras se lo llevaban, gritó por encima del hombro:
—Vas a arrepentirte, Lucía. Te vas a arrepentir de haberme perdido.
Me agarré al marco de la puerta y contesté lo bastante alto para que todo el barrio me oyera:
—No, Diego. Me arrepiento de haberte dejado entrar.
El camión de mudanzas dobló la esquina y con él desapareció el último trozo de poder que tenía sobre mí. Por primera vez en meses, mi casa quedó en silencio.
De verdad en silencio. Y en ese silencio, sentí que algo florecía: la paz.
La semana después de la detención de Diego fue extrañamente tranquila, como el aire después de una tormenta. Mi apartamento, antes pesado por su presencia, parecía más amplio. Entraba más luz, o tal vez yo la veía diferente.
Pasé las primeras mañanas reaprendiendo placeres sencillos: hacer café sin preguntarme si él se había acabado los granos, poner música alto sin sus quejas, estirarme en la cama sin chocarme con su cuerpo inquieto. La libertad era silenciosa. Y el silencio era precioso.
Claro que había ecos. Su madre dejando notas de voz que iban de los ruegos al reproche, viejos conocidos intentando sacar chisme. Los dejé todos sin escuchar. No les debía nada.
Una noche, el móvil vibró con un mensaje de Marcos.
«Oye, ¿te apetece tomar un café estos días? Sin presión».
Me quedé mirando la pantalla un buen rato. El pecho no se cerró por miedo, sino por algo más suave. Esperanza.
Cuando nos vimos, no hubo fuegos artificiales ni música de película. Solo dos personas sentadas frente a frente, tomando café, riendo por tonterías pequeñas.
Y por primera vez en mucho tiempo, no esperaba que pasara algo malo de un momento a otro. Marcos hacía preguntas, escuchaba, no miraba el teléfono mientras yo hablaba. Esa sencillez me parecía curativa.
Vamos despacio. Con cuidado, pero constantes. Y quizá, solo quizá, me permita creer que existe una relación de verdad. No de humo y manipulación, sino de respeto.
Una noche, caminé por el apartamento con una copa de vino en la mano y me detuve junto a la puerta donde Diego había golpeado con los puños, exigiendo entrar. La madera volvía a estar lisa, repintada. Los fantasmas se habían ido.
Pensé en las palabras de mi padre: «Cuando alguien te muestra quién es, créelo». Diego me lo mostró. Y por fin le creí.
Así que cuando me escribió, poco antes de la detención, su último mensaje:
«Nunca encontrarás a nadie como yo».
Sonreí.
Porque tenía razón. Nunca encontraré a nadie como él.
Y gracias a Dios por eso.






