Mi padre me llamó a medianoche, con la voz temblando:
—No vuelvas a casa. Quédate donde estás.
Le pregunté por qué. No me lo explicó. Solo me dijo:
—Por favor, confía en mí.
Diez minutos después, las sirenas empezaron a sonar y varias patrullas de policía rodearon mi calle. Las luces azules y rojas se reflejaban en las paredes de mi propia casa. Y en ese momento entendí que mi padre acababa de salvarme de algo que yo ni siquiera imaginaba.
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Me llamo Laura Gómez. Tengo 28 años y trabajo como enfermera en un pequeño hospital de barrio, de esos donde casi todo el mundo se conoce. Esa noche acababa de terminar un turno larguísimo de 12 horas. Tenía los pies destrozados y en la cabeza solo tenía una idea: mi cama.
Vivo sola en un barrio tranquilo, en las afueras de una ciudad mediana. Es el típico lugar en el que la gente se saluda por la calle, los vecinos se conocen de vista y, hasta hace poco, muchos dejaban la puerta sin cerrar del todo. Al menos, eso creía yo.
Mi padre se llama Antonio. Es bombero jubilado, de esos hombres que han visto de todo y que aún así siguen preocupándose por los demás. Siempre ha sido muy protector. Aunque yo le diga mil veces que estoy bien, él sigue llamando, sigue preguntando, sigue pendiente de mí.
Mi madre, Carmen, es más sensible, más de llorar, de preocuparse por todo. Mi hermano pequeño, Diego, es el gracioso de la familia, el que siempre intenta romper la tensión con alguna broma.
Pero mi padre es distinto. Cuando él dice algo, lo dice en serio. Desde pequeña me repetía:
“Si algún día te digo que confíes en mí sin hacer preguntas, hazlo. Aunque no entiendas por qué”.
Aquella noche, mientras conducía hacia mi casa, noté algo raro. Las calles estaban demasiado silenciosas. Alguna farola parpadeaba y el aire parecía más pesado de lo normal. No le di demasiada importancia… hasta que sonó el móvil.
Era mi padre.
Descolgué y escuché su voz temblando, como nunca antes.
—Laura, no vengas a casa. Quédate donde estás.
—¿Qué? Papá, ¿qué pasa? —pregunté, con el corazón acelerado.
—No puedo explicarte ahora. Por favor, confía en mí. No vengas. Espera.
Colgué y me quedé parada en un semáforo. Podía ver, a lo lejos, la dirección de mi casa. Solo me faltaban unas pocas calles. Una parte de mí quería pensar que mi padre estaba exagerando, que quizá alguien le había dicho algo confuso… pero otra parte de mí sabía que él no hablaría así sin una razón grave.
Decidí entrar en una gasolinera 24 horas y aparcar allí. Apagué el motor y me quedé sentada dentro del coche, bajo la luz amarillenta de los focos. Mi reflejo en el cristal del parabrisas era el de una mujer pálida, con ojeras profundas y las manos temblando.
Mi padre volvió a llamar.
—Papá, me estás asustando. Dime qué pasa, por favor —le supliqué.
Escuché cómo respiraba fuerte al otro lado.
—Laura, escúchame bien. Si entras esta noche en esa casa… no sé si volveré a verte. Quédate donde estás. La policía va hacia allí.
Sentí que el estómago se me caía al suelo. Estaba hablando de mi casa. Mi lugar seguro. El sitio donde yo me sentía tranquila, donde tenía mis fotos, mis libros, mis cosas. Miré hacia la calle que llevaba a mi barrio. Todo parecía tan normal… Y sin embargo, las palabras de mi padre hicieron que sintiera como si una sombra estuviera esperando detrás de mi propia puerta.
Los minutos empezaron a hacerse eternos. El ruido del cartel luminoso de la gasolinera, el ladrido lejano de un perro, el paso de algún coche… todo me ponía más nerviosa. Pensé en llamar a mi madre, pero tenía miedo de que no supiera nada y se pusiera aún más histérica.
Entre llamada y llamada, mi padre repetía lo mismo:
—Laura, no te muevas. No intentes venir. No seas valiente ahora. La valentía a veces mata. Quédate ahí hasta que yo te diga lo contrario.
Yo sentía que estaba atrapada entre dos decisiones.
Una parte de mí quería poner el coche en marcha e ir directa a mi casa para comprobar que todo estaba bien, para demostrar que no había nada. Odiaba sentirme impotente.
La otra parte recordaba todas las veces que el instinto de mi padre había sido acertado.
Una vez, cuando yo era adolescente, me sacó del agua de un lago segundos antes de que cayera un rayo. Otra vez, se negó a subir al coche familiar porque “algo no le daba buena espina”. Días después supimos que los frenos tenían un fallo grave. Él siempre había tenido ese sexto sentido para el peligro.
Pero aquella noche era distinto. No se trataba de un lago o un coche. Se trataba de mi casa.
De pronto, empecé a escuchar un sonido que me hizo contener la respiración: sirenas, primero lejanas, luego cada vez más fuertes. Varias patrullas pasaron delante de la gasolinera y se dirigieron justo hacia mi calle. Las luces azules y rojas iluminaron la noche, rebotando en las fachadas y tiñendo el barrio de un aire de película de crimen.
Cogí el móvil otra vez.
—Papá, ya están allí. Las patrullas están en mi calle. ¿Qué está pasando? No puedo más.
Su voz sonó más firme, pero muy seria:
—Laura, ahora mismo lo único que importa es que estás a salvo. Déjales trabajar. Cuando todo termine, te lo explicaré.
Las lágrimas me resbalaron por la cara. Yo siempre había confiado en él, pero esta vez todo me parecía demasiado grande, demasiado extraño. Miraba desde la distancia cómo los agentes salían de los coches, algunos con linternas, otros con armas desenfundadas. Caminaban deprisa, en formación. Mi barrio, aquel lugar tranquilo, ahora parecía un escenario de pesadilla.
Sentí que las manos no dejaban de temblar sobre el volante. Una sensación helada me recorría la espalda: algo, o alguien, dentro de ese lugar que yo llamaba hogar, podría haberme hecho daño. Y mi padre lo había sospechado antes de que yo siquiera aparcara en la puerta.
Pasó un rato, no sé cuánto, hasta que de pronto empecé a escuchar gritos. Me incorporé en el asiento, con el corazón a punto de salirse del pecho. Vi cómo dos agentes sacaban a un hombre de mi casa. Lo llevaban esposado, sujetándolo fuerte porque él forcejeaba. Tenía la ropa sucia, el pelo revuelto. No parecía un simple ladrón que hubiera entrado a robar cualquier cosa.
Mi cuerpo se quedó frío.
El móvil volvió a sonar. Esta vez era mi madre.
—Laura, hija, ¿estás bien? Por favor dime que no estás cerca de la casa —dijo, con la voz rota.
—Estoy en la gasolinera —respondí rápido—. Papá me llamó a tiempo. Me dijo que no fuera.
Mi madre rompió a llorar de alivio.
—Gracias a Dios…
Mientras hablaba con ella, seguía mirando la escena. Más coches de policía llegaban, algunos vecinos en pijama se asomaban a las puertas, murmurando, señalando mi casa. Yo sentía que de repente toda mi vida estaba expuesta, y al mismo tiempo yo no sabía nada.
Al poco rato, vi que uno de los agentes se separaba del resto y caminaba hacia la gasolinera. Se acercó a mi coche y me hizo una seña para que bajara la ventanilla.
Su rostro estaba serio, pero cuando me vio temblar, suavizó un poco el tono.
—¿Eres Laura Gómez?
—Sí…
—Tranquila. Ya hemos asegurado la casa. Estás a salvo.
Tragué saliva.
—¿Quién era ese hombre? ¿Qué hacía en mi casa?
El policía dudó un momento, como buscando las palabras.
—No ha entrado a robar dinero ni cosas de valor… —dijo al fin—. Dentro hemos encontrado fotos tuyas. Muchas. Uas impresas de tus redes sociales, otras claramente hechas a escondidas. Estaban extendidas sobre tu mesa del salón. También tenía un cuchillo escondido entre los cojines del sofá.
Se detuvo un segundo y añadió:
—No creemos que estuviera allí por casualidad. Llevaba tiempo siguiéndote. Si hubieras entrado esta noche… es muy probable que no hubieras salido.
Sentí cómo todo se me venía encima. Las piernas me pesaban, la vista se me nubló. De repente, todos esos momentos en los que yo había sentido “como si alguien me mirara” cuando bajaba del coche por la noche, cobraron sentido. Esas veces en que el vello de la nuca se me erizaba y yo lo achacaba al cansancio o a la imaginación.
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